Caballeros de la Veracruz (46 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—Es increíble —dijo Morgennes.

Luego Yemba los condujo hacia otras galerías de menor altura, donde las antorchas estaban prohibidas y solo podían desplazarse con linternas de capuchón cerrado. Lo que Morgennes acababa de ver no era más que la primera parte de una larga serie de túneles que en todos los casos parecían prolongarse hasta el infinito.

Taqi descargó violentos golpes con el sable a su derecha y se cubrió el flanco izquierdo con el escudo. Rawdán ibn Sultán le pisaba los talones, acosándolo como un animal rabioso. El jefe de los maraykhát era, como Taqi, un jinete sin par. Ya estaba a punto de golpear al sobrino de Saladino con su espada envenenada cuando un venablo de oro le atravesó la boca y lo hizo caer de la silla, Zenobia, montada sobre una gacela enjaezada de oro, había librado de su perseguidor a Taqi, que se lo agradeció con un gesto. La reina inclinó la cabeza y, antes de dirigirse hacia otros adversarios, le gritó:

—¡No debéis permanecer aquí! ¡Tienen gente tras de vos! ¡Huid! ¡Es una orden!

Pero Taqi no podía decidirse a batirse en retirada. Ya volvía a combatir encarnizadamente, haciendo volar en todas direcciones su sable adornado con piedras preciosas, mientras paraba los golpes con su pequeño escudo en forma de corazón.

Casiopea, por su parte, había saltado de la silla, al recibir su montura una violenta lanzada en el pecho, y había alcanzado el refugio de una garita elevada, desde donde utilizaba su ballesta contra los maraykhát. A su lado, algunas cenobitas lanzaban bolas de honda de un tipo muy particular, ya que explotaban y extendían una nube de polvo vomitivo o soporífero que forzaba a los maraykhát a interrumpir el combate, incapacitados por la fatiga, o hacía que cayeran desplomados. (Las amazonas, por su parte, estaban inmunizadas contra él.) De pronto, Casiopea divisó a Simón, que corría como un loco furioso, con la Vera Cruz en las manos.

Desde el mismo inicio del combate, Simón se había precipitado hacia la habitación donde las cenobitas habían guardado la Vera Cruz, o al menos la que él llamaba así (de hecho, la cruz de Hattin). Era una ocasión única para probarla en el combate, y, ya que las cenobitas eran cristianas, Simón había pensado que la visión de la Santa Cruz las inspiraría. Estaba seguro: gracias a ella vencerían a esos bárbaros, a esos odiosos esbirros de Lucifer. Porque los maraykhát eran unos cobardes. Combatían, no con coraje, sino con una especie de locura que los mantenía alejados de la muerte y del temor que esta inspira. En cuanto apareciera la cruz en el campo de batalla, los maraykhát huirían. También se había dicho que posiblemente su vestimenta de templario blanco les impresionaría, que los desestabilizaría.

El fragor del combate redoblaba en intensidad cuando Simón salió, armado únicamente con la cruz truncada, que sostenía con las dos manos como una espada de caballero. Al pasar no muy lejos de Casiopea, gritó:

—¡Dios lo quiere!

Una fuerza prodigiosa desbordaba de su ser. En cuanto estableció contacto con el enemigo, un formidable tumulto de sones y olores lo asaltó. A los lamentos de los moribundos se añadían los gritos de los vencedores, el tañido de las cuerdas de los arcos, el zumbido de las bolas de las hondas, el estruendo de los impactos, el tronar de los cascos y, por todas partes, un olor a sudor y a sangre, mezclado con miedo, un olor de rayo cargado de violencia, que lo embriagó.

Lejos de aterrorizar a los maraykhát, la visión de la Vera Cruz hizo que se lanzaran sobre Simón, quien, lleno de temeraria locura, la levantó gritando:

—¡Montjoie! ¡Montjoie!

Luego se abalanzó contra los que cargaban y lanzó un golpe tan violento contra el pecho de un jinete que lo hizo saltar de los estribos.


Gloria, laus et honor Deo in excelsis!
—aulló Simón lleno de alegría.

El joven se había alejado de Casiopea, que, al ver un elefante que corría hacia él, exclamó:

—¡Qué idiota! ¡Conseguirá que lo maten!

Simón, ignorante de todo en medio de su victoria, no oyó al elefante que se acercaba por el flanco. Curiosamente, no había podido resistirse a la tentación de mirar hacia arriba, a la cruz. Aislado del resto del mundo, no pensaba más que en Cristo. Ya no había ningún ruido, ningún olor; solo estaba Dios, Jesús y una pluma de loro.

¿Una pluma de loro?

Simón se rehízo y vio volar, entre un formidable rumor de alas, a los últimos loros del oasis, uno de los cuales había perdido una pluma. Siguiéndola con la mirada, Simón divisó, a dos lanzas de distancia, un rectángulo gris coronado por una especie de cesto de paja trenzada, desde donde tres arqueros lanzaban flechas. Una de ellas se clavó en la madera de la Vera Cruz, que vibró en sus manos. El elefante ya solo estaba a unos pasos. Finalmente, el animal levantó la trompa para barritar y la descargó brutalmente contra Simón, que se derrumbó aturdido por el golpe. La cruz le cayó sobre la cabeza y le hizo un tercer chichón en medio de la frente. Simón tendía la mano para recuperarla, cuando el elefante enrolló la trompa en torno a ella y la levantó para partirle el cráneo.

—¡El diablo! —exclamó Simón, rodando de lado—. ¡Es el diablo!

Se incorporó con la energía de la desesperación y, aunque se encontraba desarmado, se lanzó hacia el elefante. Quería escalarlo para recuperar la Vera Cruz, que creía en manos de Lucifer. Sobre el lomo del elefante, de pie en el
howdah
, tres maraykhát lo esperaban, amenazándolo con sus
kandjar
. Los soldados llevaban un extraño tatuaje en las manos: una tela de araña blanca que representaba en filigrana la mano del imán que, más allá de la muerte, guía a sus hijos hacia la gloria y el paraíso.

En ese momento Simón sintió que tiraban de él hacia atrás. Negándose a ceder antes de haber alcanzado la cima de aquel demonio y haberle vuelto a arrebatar la Vera Cruz, el joven se sujetó con fuerza a las correas que mantenían la barquilla firme sobre el elefante.

—¡Imbécil! ¡Soy yo! —dijo una voz a su espalda. Era Taqi ad-Din.

Simón se soltó y se dejó caer hacia atrás. Taqi lo sujetó por la cota de malla y, con un impulso del brazo que denotaba una fuerza realmente increíble, lo alzó hasta la silla y partió al galope.

—¡La Vera Cruz! —gimió Simón, mientras el elefante se servía del
patibulum
para golpear a derecha e izquierda a las cenobitas que lo atacaban.

—¡Más tarde! —gritó Taqi.

El sobrino de Saladino espoleó vigorosamente su caballo y pronto dejó al elefante muy atrás, mientras Casiopea cubría su retirada disparando con la ballesta, apuntando a los arqueros que se encontraban de pie en el
howdah
más que al propio elefante.

Guillermo registró un pequeño cofre lleno de frascos con todos los colores del arco iris y al fin tendió uno verde a Morgennes.

—Bebedlo cuando combatáis a los maraykhát. Esto impedirá que vuestra sangre fluya...

Luego le dio otra poción, esta vez amarilla, y añadió:

—Esta cura del veneno. Es un brebaje parecido al que me mantiene con vida, salvo por el hecho de que no es necesario tomarlo cotidianamente si se traga en el momento que sigue al envenenamiento.

Guillermo ya bajaba la tapa del cofre de las pociones cuando dudó un momento y volvió a levantarla bruscamente.

—También podríais necesitar esta...

De color azul, el brebaje cicatrizaba las heridas y daba fuerzas. Guillermo había cerrado casi la tapa y se disponía a abrirla otra vez, cuando finalmente la cerró con un golpe seco.

—¡Va, cogedlo todo! No tengo tiempo de explicaros para qué sirven las otras pociones, pero en el interior encontraréis un pergamino con todas las informaciones que les conciernen. ¡Cuidadlas bien, son preciosas!

Guillermo tendió el cofrecillo a Morgennes, que, cargado con la cruz, no podía sujetarlo.

—Dejad, lo llevaré por vos —dijo Yemba con una gran sonrisa—. Así tendré una excusa para irme...

Morgennes se lo agradeció calurosamente, y le preguntó:

—¿Abandonáis el oasis?

—¿Por qué no?

—¡Apresurémonos, amigos, apresurémonos! —cortó Guillermo—. ¡Aún no hemos acabado!

Los tres se precipitaron hacia un nuevo corredor, cerrado por una pesada puerta de bronce. Guillermo registró su limosnera, sacó un gran manojo de llaves e introdujo una en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido a una pequeña gruta sombría donde se encontraba una carreta de mano cargada de tinajas de tierra.

—Ya hemos llegado —dijo Guillermo—. Estas tinajas están selladas herméticamente. Deberían poder resistir el paso del tiempo. Prometedme que las pondréis en lugar seguro...

—Pero ¿dónde? —inquirió Morgennes.

—En una red de cavernas situada al norte del Mar Muerto. Estos textos son extremadamente importantes para la historia de la cristiandad. Pero también peligrosos. Hay que mantenerlos a resguardo de Roma, que sin duda los haría quemar si les pusiera las manos encima. En algunos de estos documentos se habla de un Señor de Justicia que sería anterior a Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien...

Morgennes era todo oídos.

—Ahora bien —prosiguió Yemba—, las palabras pronunciadas por ese Señor de Justicia parecen haber sido recogidas por Jesús. ¡Cristo tenía conocimiento de estos escritos! ¿Se inspiró, tal vez, en ellos? En cualquier caso, lo cierto es que ponen en cuestión la originalidad de su mensaje.

—Pero no su valor —volvió a tomar la palabra Guillermo—. Desgraciadamente, no hemos acabado el estudio de estos textos, que están, por otra parte, en muy mal estado. Muchos se encuentran en forma de fragmentos imposibles de unir entre sí. Otros me parecen demasiado peligrosos para poder ser estudiados ahora sin despertar antiguas fuerzas maléficas. Un día, tal vez los hombres puedan inclinarse sobre estos misterios. Pero solo podrán hacerlo si estas tinajas llegan hasta ellos...

A continuación se dirigieron a una galería más ancha y muy húmeda, tallada en la roca. Apenas podían ver nada a la luz de la linterna que sostenía Guillermo. Finalmente llegaron a un terraplén que dominaba un acantilado, al pie del cual corría un río. Isobel se encontraba allí, con la carreta de Masada y los otros caballos.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Morgennes, maravillado.

—Este es el lugar donde el río al-Assi, el que fluye al revés, inicia su último viaje —respondió Guillermo—. Su parte subterránea, que lo lleva Dios sabe dónde. Ninguno de nosotros, de hecho nadie, ha remontado nunca su curso hasta la fuente. Siguiéndolo en sentido contrario llegaréis al desierto, no lejos de aquí. He hecho que os proporcionen antorchas y provisiones para varios días —explicó mientras se acercaba a la carreta de Masada—.Y también esto —dijo levantando un toldo bajo el que se encontraba
Crucífera
...

—¿Cómo podré agradecéroslo? —preguntó Morgennes.

—Proteged las tinajas —respondió Guillermo.

—Os lo prometo.

Los dos amigos se abrazaron largamente, sabiendo que nunca volverían a verse. Luego llegaron dos cenobitas, una que llevaba a Isobel y Carabas de la brida, y la otra, a Masada al extremo de una cadena. El hombrecillo no dejaba de sollozar, lamentándose de su suerte, llorando por Jerusalén, cuyo nombre repetía incan-sablemente.

—¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Jerusalén!

Cuando divisó a Morgennes, Masada cayó de rodillas, le besó los pies, le pidió perdón, le imploró que tuviera con él la clemencia de Dios.

—Pide perdón a Dios —dijo Morgennes—, no a mí.

Masada levantó hacia él su cara bañada en lágrimas. Parecía que la lepra había cavado en su rostro nuevos surcos, más profundos, que no dejaban libre ni una pulgada de su piel. El judío estaba casi irreconocible.

—¡Perdón! ¡Perdón, perdón, perdón!

—¡Si Dios quiere que te cures, te curarás! —soltó fríamente Morgennes—. Pero por ahora solo me mereces desprecio...

Cuando Morgennes se volvía para verificar su equipo y conversar por última vez con Guillermo, un ladrido resonó en la caverna: ¡Babucha! La perrita iba seguida por Yahyah, que llevaba a Rufino en sus brazos.

—¡Morgennes! — exclamó el niño—. ¡Creí que no os encontraría nunca!

—¿Y Casiopea? —preguntó Morgennes.

—Está con Simón y Taqi...

Morgennes miró al niño y luego a las cenobitas.

—Nuestra reina les ha dicho que partan —explicó una de ellas—. Pero no hacen caso a nadie y no quieren abandonar el campo de batalla.

—Vamos a buscarlos —dijo Morgennes.

Como la lepra o la sarna, los maraykhát invadieron las galerías y las grutas de las cenobitas, sembrando el desorden y la muerte en cada sala, en cada corredor. Al ver que se acercaban a la plataforma donde se encontraban Casiopea y las amazonas armadas de sus hondas, Simón saltó de la silla, dejando a Taqi la tarea de hacer desviar al elefante, lo que este hizo con mayor facilidad al tener que cargar su caballo con menos peso.

—¡Por aquí! —gritó Simón gesticulando—. ¡Conmigo!

Casiopea lo divisó y saltó al suelo, pero algunos maraykhát se dirigieron hacia ella. ¡Tenían que apresurarse! Al ver a una gacela que corría sin jinete, Simón la cogió por la brida, la montó y la condujo hacia su amiga, a la que perseguían varios maraykhát, que, sin embargo, no trataban de matarla.

La joven saltó a la grupa de la gacela, y Simón espoleó con energía al animal.

—¡Rápido! —resopló—. ¡Vamos a alcanzar a Taqi!

En torno a ellos silbaron flechas que no llegaron a tocarlos. Simón se inclinó hacia adelante, tratando de hacerse lo más ligero posible, mientras Casiopea se sujetaba a él gritando:

—¡Es la gacela de Zenobia! ¡La reina de las amazonas ha muerto!

Había reconocido la silla ribeteada de oro de la reina.

—¡Razón de más para escapar!

Pero a los esfuerzos de los maraykhát, que los perseguían a caballo, se unieron ahora los de un gigantesco elefante blanco, probablemente el macho dominante. Aquel monstruo llevaba en su trompa el cuerpo desmadejado de una amazona, reducido a una abominable papilla de huesos, carne y sangre, que utilizaba para golpear todo lo que se ponía a su alcance. Y en su howdah, protegido por los escudos, Casiopea vio con horror al hombre cuyo rostro había lacerado en Hattin. El mismo hombre que la había violado en varias ocasiones con sus camaradas.

—¡Los mataré! —exclamó la joven.

Por desgracia, su aljaba estaba vacía.

Los maraykhát habían adornado a su elefante en honor al islam, y especialmente a los nizaritas. El animal llevaba amuletos y cascabeles pinchados en sus flancos, una gran mano pintada en el pecho y unos paños de seda roja cosidos a sus patas que parecían unas calzas de gigante. Los hombres del
howdah
lanzaron violentas carcajadas, con los ojos saliéndose de sus órbitas, y golpearon al elefante en la cabeza con un bastón equipado con un aguijón para hacerlo avanzar más deprisa, lo injuriaron, le machacaron el cráneo hasta herirlo. La sangre le corrió por la trompa. Finalmente, uno de los maraykhát, más loco aún que sus dos comparsas, se entretuvo sacudiendo el howdah en todos los sentidos, amenazando con hacerlos volcar.

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