Caballeros de la Veracruz (42 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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La voz del anciano se perdió en un murmullo incomprensible, en una frase que lamentó haber pronunciado casi al instante de hacerlo.

—¿Si no deberíais qué? —insistió Morgennes.

Guillermo levantó la cabeza y clavó su mirada en la de Morgennes, para decir con voz grave:

—Hacer como ese Masada, que (ahora lo sé) venía aquí a buscar un remedio que estabilizara su enfermedad. ¡Pero a qué precio!

—¿Cómo que a qué precio? ¿No teníais acceso al tesoro del reino? ¿Tan caro era ese remedio?

—El oro no lo era todo —precisó Guillermo mirando a Yah-yah—.También había que traer a un niño, cuyas carnes trituradas, mezcladas a una teriaca, asegurarían al enfermo algunas semanas, como mucho algunos meses, de tregua. Ni Balduino ni yo estábamos dispuestos a pagar ese precio.

—¡Ah! —dijo Morgennes—. De modo que así ha sobrevivido Masada...

—Sí. Las cenobitas más ancianas conocen secretos que se cuentan entre los mejor guardados del mundo. Ellas saben... Pero hablaremos de ellas un poco más tarde. Vayamos a reunimos con vuestros amigos.

Morgennes y el arzobispo se dirigieron, pues, a la vivienda de Guillermo, que vivía en una gruta pequeña no lejos de la cima del oasis. En su terraza, una palmera curvó la copa para acogerlos, con los tallos cargados de pesados racimos de dátiles blancos que colgaban como paquetes de huevos.

Guillermo dispuso que les sirvieran una comida al modo de las cenobitas. Los invitó a tenderse en un diván, y luego les presentaron, sobre una mesa baja, una bandeja que contenía carne de gacela, cuyos cuernos decoraban el plato, servida con arroz del reino del preste Juan. Comieron a la luz de las estrellas, con los dedos, y luego se lavaron las manos en jofainas de agua de rosas antes de atacar el siguiente manjar: un puré de dátiles blancos acompañado de queso fresco. Los monos se volvían locos por aquel plato, y a menudo uno o varios juntos venían a reclamar su parte a los invitados, tirándoles de la manga o de los calzones.

—Qué desgracia que fuéramos traicionados —dijo Morgennes a Guillermo—.Yo, por Masada, y vos por no se sabe quién... La suerte del reino de Jerusalén hubiera cambiado. Pero Dios no quiso que fuera así. Probablemente no lo merecíamos...

—Dejad a Dios y a los merecimientos fuera de este asunto —dijo Guillermo dando un dátil a un mono—. Nosotros no teníamos, en Europa, el apoyo de los reyes ni el de Roma. De los reyes, porque estaban demasiado ocupados en pelear entre ellos; de Roma, porque Balduino IV era leproso, y para los papas eso era un signo de que no era amado por Dios. Seguramente sabéis que yo mismo fui a defender, en vano, la causa de los leprosos en 1179, con ocasión del tercer concilio ecuménico de Letrán. Digo en vano porque los leprosos le van bien a la Iglesia: nadie como ellos toca a llamada a los fieles. Con su carraca empujan a más gente a los confesionarios de la que las campanas nunca podrán atraer. En cuanto a Balduino, en realidad si no era apreciado por Roma (y estoy seguro de que sí era amado por Dios, pues si no, no hubiera salido vencedor en la batalla de Montgisard), no era a causa de su lepra, no, ¡sino a causa del amor que le profesaba su pueblo! ¡Un pueblo adorando a su rey! ¡Aquello no se había visto en Occidente desde los tiempos del rey Arturo! Había que destronarlo y devolver a Jerusalén al seno de Roma. Igualmente, en Oriente, el Temple y el patriarca nunca nos han perdonado, a Balduino IV, a Raimundo de Trípoli y a mí mismo, que intentáramos tejer lazos de confraternidad con los mahometanos. Taqi es testimonio de ello. Sin embargo, el entendimiento era posible. Al menos era necesario. ¡Pobre Balduino! A su muerte, partí a defender la causa de una nueva expedición a Tierra Santa, pero no pude llegar a los oídos de los reyes: ¡me asesinaron antes!

Al oír estas palabras, todos se estremecieron, y súbitamente encontraron un regusto amargo al pastel de carne de gacela que acababan de tragar.

—Sí —continuó Guillermo—. Esa es la triste verdad. Después de mi asesinato, mi cuerpo quedó sumergido en un profundo letargo. Si hoy os hablo es porque una decocción de hierbas, que constituye un secreto de las cenobitas, añadida a cada una de mis comidas, me permite vivir en el estado en que la muerte me encontró. Sin la ayuda del monje que me acompañaba, y que me trajo hasta aquí, habría sido pasto de los gusanos... ¡Y, vista la dosis de veneno que tenía en la sangre, pienso que no les hubiera ido mucho mejor que a mí! De modo que no hablemos de merecimientos, no hablemos de Dios. La paz era posible, creo, si hubieran dejado a Dios tranquilo...

Morgennes observó a Guillermo, que tosió suavemente y se secó las comisuras de los labios con una servilleta de paño blanco.

—Bien —concluyó Guillermo—, después de esta conversación tan elevada, os propongo que tomemos un delicioso licor de dátiles, una especialidad del lugar, o que roamos una raíz de palmera, lo que resulta de lo más apaciguador, creedme...

Guillermo se levantó, entregó a los hombres un poco de jabón para que se limpiaran el bigote y pasó a una pequeña sala contigua, donde había lo necesario para preparar una comida. Morgennes, que lo había seguido, le preguntó:

—¿Vivís solo?

—¿Solo? —dijo Guillermo—. Si puede llamarse vivir solo a vivir en medio de bellas mujeres, de monjes y de Dios, sí, en ese caso vivo solo. Pero no tengo motivos para quejarme.

—¿Cómo vinisteis a parar aquí?

—Os lo he dicho. Yemba, el monje que me acompañaba en mi periplo a Roma, me trajo hasta aquí. Hacía ya algunos años que estábamos secretamente en contacto con una importante comunidad de monjes agustinos, fundada en 1099 por un antiguo guardián del Santo Sepulcro. Este guardián, cuyo nombre no ha conservado la historia, había confesado bajo tortura dónde había escondido la Vera Cruz en la toma de Jerusalén por los primeros cruzados. Liberado, caminó mucho tiempo por el desierto para expiar su falta y acabó, gracias a la providencia, por llegar aquí. Finalmente, en 1169, cuando Saladino hizo ejecutar a todos sus esclavos negros, después de una rebelión, algunos vinieron también a refugiarse a este lugar. Pudieron quedarse a cambio de la promesa de hacerse monjes y de no volver a tocar un arma. Promesa que han mantenido. Desde entonces viven en paz con las amazo-nas y trabajan cultivando los árboles y las plantas o en la mina.

—¿Son importantes las minas?

—Más de lo que creéis —respondió Guillermo con una leve sonrisa—. Pronto os diré por qué. Mientras tanto alegrémonos de estar juntos y de poder hablarnos.

—¡Y decir que para mí estabais muerto!

—En cierto modo lo estoy. Igual que vos lo estabais para mí.

Los dos hombres entrechocaron sus vasos, bebieron cada uno a la salud del otro y brindaron:

—¡Por la vida!

Luego volvieron a la terraza, donde Simón y Taqi discutían, mientras Casiopea hacía de árbitro y Yahyah jugaba con Babucha.

Una joven con un vestido largo llegó súbitamente, hincó la rodilla ante el arzobispo y anunció:

—Su majestad os reclama.

—¿Ahora? —preguntó Guillermo, un poco sorprendido.

—¡Inmediatamente! —confirmó la enviada de Zenobia, que al instante se levantó y los invitó a que la siguieran.

Mientras caminaban tras ella, Guillermo preguntó:

—¿Se puede saber por qué?

—La Emparedada ha hablado —empezó la reina en tono grave.

Zenobia se había levantado de su trono de oro y marfil y se había adelantado hacia ellos con una ligereza sorprendente para una mujer que parecía haber superado hacía tiempo los cien años.

Pero Morgennes ya había oído decir que las amazonas conservaban durante toda su vida la apariencia de una muchacha de dieciséis años. En lo relativo a sus senos se contaba que, para tirar mejor con el arco, se cortaban el derecho en cuanto les empezaban a crecer—, Morgennes apreció una ausencia casi total más que un pecho deformado. Sin duda se fajaban con cintas que mantenían sus senos estrechamente comprimidos.

Zenobia se encontraba rodeada de su guardia personal, una docena de cenobitas con armadura de bronce, casco con cabeza de hiena en la cabeza y lanza de un tipo nuevo, equipada con un hierro en cada extremo. Sus ojos maquillados con kohl miraban fijamente al frente, sin pestañear.

—¿Qué ha dicho la Emparedada, majestad? —preguntó humildemente Guillermo.

—Que el día en que el asno, el caballo, el pájaro, el perro y el muerto vengan, los elefantes seguirán, y con ellos el fin de este reino. Sin duda ya es demasiado tarde, pero exijo que vuestros amigos se vayan. ¡Que salgan de aquí! En cuanto a nosotras, no queremos seguir teniendo tratos con Masada, no importa lo que nos ofrezca a cambio de nuestros remedios. Que coja su espada y su cabeza parlante y se largue también. ¡Si no, os haré ejecutar a todos!

La reina fue a sentarse de nuevo en su trono, recogiéndose los pliegues de su grueso manto de plumas de loro.

—Majestad —prosiguió Guillermo—, ¿puedo encargar una misión a nuestros amigos?

—¿Cuál?

—Poner a resguardo los más preciosos de nuestros escritos. Vos sabéis cuan antiguos son, y sería una lástima que se destruyeran. Mis amigos son guerreros valerosos, yo respondo de su honor...

—Hacedlo. Pero que se marchen esta misma noche.

—Majestad...

El arzobispo abandonó la sala del trono caminando hacia atrás para no dar la espalda a la reina. Cuando sus otros cinco compañeros se disponían a hacer lo mismo, Zenobia exclamó de pronto mirando a Morgennes:

—¡Un momento!

Morgennes se detuvo.

—¡Acércate!

Morgennes dio un paso hacia Zenobia, sin atreverse a levantar los ojos más arriba de la pierna de la reina. La piel de sus pequeños pies, calzados con sandalias, era sorprendentemente lisa y brillante. «¿Cuántos niños —pensó Morgennes reprimiendo un escalofrío— se habrán necesitado para obtener este resultado?»

—Vamos —añadió la reina, a quien le parecía que no iba lo bastante deprisa.

—Perdonadme, majestad, no conozco bien vuestras costumbres.. .

—Dame el medallón —ordenó Zenobia en tono brusco.

Morgennes tuvo un momento de duda, que la reina percibió y —en contra de lo que había esperado— pareció apreciar.

—¿Tanto te importa esta joya? —inquirió Zenobia.

—Me es más preciosa que...

Pero no encontró una comparación que permitiera explicar el valor que la alhaja tenía para él.

—Es una larga historia, majestad. Temo que nos falte tiempo.

—Cuéntamela. Te interrumpiré...

Morgennes le narró, pues, sus aventuras, empezando por Hattin y explicando luego cómo Femia le había salvado la vida al dar —a su pesar— sus joyas para comprarlo, en Damasco.

—«Di a mis hermanas que lamento haberlas dejado», fueron sus últimas palabras —murmuró Morgennes—. Entonces no comprendí a quién iban dirigidas esas palabras. Ahora lo sé...

—Femia era la más bella de nuestras hermanas —dijo la reina—. Abandonó nuestra morada para irse a la aventura con ese Masada del que inexplicablemente se había prendado. Sin embargo, Femia lo había prevenido, y lo que ella temía más que a nada sucedió: lejos de este oasis su belleza se esfumó, y con ella el amor de su marido. A medida que la atrapaban los años, que las hierbas de que se alimentaba aquí mantenían antes apartados de ella, Masada se alejaba de Femia, lo que la hundió en. una infelicidad aún mayor.

—Hubiera podido volver —dijo Morgennes.

—¿Para agravar su sufrimiento? Pero, claro, tú no puedes saber lo que es haber sido la más hermosa de una comunidad y volver a ella siendo la más fea... No, Femia nos había abandonado por amor, y ese amor la perdió, como nos pierde hoy...

—Lo siento muchísimo —murmuró Morgennes.

—Tú no tienes la culpa de nada. Pero quiero que sepas lo que representa este medallón. Es la belleza ajada de Femia, es su vida perdida, su amor imposible, su maldición. Nuestra pérdida.

Morgennes colocó la mano sobre su medallón.

—¿Lo queréis?

—Sí.

Morgennes se sacó el collar con delicadeza y lo depositó con reverencia en la mano de la reina; una palma perfecta, lisa como un huevo, suave como la piel de un bebé. En cierto modo, Femia había vuelto a casa.

—Llévalo a su hermana —ordenó Zenobia a una de sus guardias, que se inclinó, cogió el collar y salió enseguida.

—Ahora —prosiguió la reina— ve a reunirte con Guillermo. Te espera. Mantén, de momento, una absoluta reserva sobre lo que vas a ver. Hemos preservado el secreto durante más de cinco siglos. Un día, sin duda, querrás transmitirlo. Elige bien a quién se lo confías. ¡Que Dios te guarde! —concluyó la reina.

—Que Dios os guarde también —murmuró Morgennes.

Y abandonó la sala del palacio semisubterráneo, cuyas columnas y estilo evocaban una época aún más remota que la Grecia antigua.

La noche era suave, tibia, cuajada de olores deliciosos que perfumaban la atmósfera y daban al oasis aires olímpicos. La naturaleza y la ciudad se mezclaban en él en un tierno abrazo. Los árboles y las piedras se enlazaban estrechamente; la tierra y el agua hacían lo propio, uniendo sus fronteras en piscinas en cuyo fondo se veían pinturas antiguas, viejos mosaicos. A menudo, la entrada de una gruta estaba oculta por un árbol cuyas raíces servían de escalera. En otro lugar, los nenúfares formaban, en una depresión, un estanque ornamental donde retozaban los flamencos blancos, con delicadas cerámicas que servían de abrevadero. Aquí y allá brincaban algunas gacelas montadas por niñas. Los animales levantaban con sus pezuñas finas estrellas de agua, cometas de arena. Una gata, bajo una palmera, limpiaba a lametones a sus pequeños.

—¡Qué lugar! —exclamó Morgennes—. ¡Se diría que estamos dentro de una fábula! Todo es tan maravilloso aquí...

—Es bien, cierto eso que dices —replicó Guillermo—. La leyenda afirma, de hecho, que la forma tan particular de este oasis se debe a que fue en otro tiempo el jardín del Edén. La mano de Dios, al colocar a Adán en la tierra, habría marcado para siempre el desierto... Así, en sus contornos crecieron árboles, y un manantial surgió en su centro, todo en un instante... El fruto del árbol del Conocimiento sería, pues, uno de estos sabrosos dátiles blancos con que nos hemos deleitado hace un momento...

Una antorcha colocada en una hornacina les proporcionó la poca luz que necesitaban.

Mientras caminaban, pasando entre muros por donde se extendían plantas trepadoras, Morgennes preguntó:

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