Caballeros de la Veracruz (40 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

—Pronto hará un cuarto de siglo. Tenía más o menos tu edad cuando llegué. Entonces era...

Se interrumpió. Le fallaba la memoria. Iba a decir: «Entonces era un caballero muy joven», pero se dio cuenta de que tal vez no fuera aún un caballero. De hecho, debía reconocerlo, si había pensado en ello era porque el propio Simón había sido armado caballero. En otros tiempos, en otras circunstancias, Simón hubiera debido esperar todavía uno o dos años antes de poder serlo. Pero la derrota de Hattin y una necesidad apremiante de sangre nueva habían precipitado las cosas.

Simón, por su parte, pensaba, mientras miraba a Morgennes, que este era en cierto modo un monje que había reemplazado el silencio de la meditación por el estrépito de las armas. Y que había aceptado pagar el precio. Para Morgennes no había paraíso.

Era exactamente lo contrario de lo que se enseñaba a los otros hospitalarios, a los templarios, a los asesinos, a los soldados de la
yihad
; en fin, a todos los que combatían y estaban ansiosos por morir precisamente porque estaban seguros de ir directos al paraíso. De no ser así, ¿habrían defendido sus ideas con la misma fe?

Simón lo dudaba. En el fondo, esos hombres no estaban dispuestos a dar, solo querían recibir. ¿Morían como mártires porque morían persuadidos de actuar por la buena causa y de ganarse así el paraíso? Desde luego que no. Esa gente era incapaz del menor sacrificio; todo lo que hacían era vengarse, de sí mismos y de los demás, exponiendo a la vista de todos su miedo, su pequeñez y su cobardía. Pero no su amor, y sin duda no su amor a Dios. Por Dios solo sentían desprecio.

Simón tuvo la sensación de que algo se rompía en su interior.

Luego un movimiento en el cielo atrajo su atención. Levantó la cabeza y siguió con la mirada al noble pájaro de Casiopea. «Es curioso —pensó—. Nosotros dejamos rastros en la arena; él los deja en el cielo.»

Simón observó con atención a Casiopea, sus holgadas vestiduras claras, esa manera de estar allí y a la vez en otra parte, ese aire indiferente y, sin embargo, interesado. «Curiosa mujer —se dijo—. ¿Qué edad tendrá?» Debía de ser solo un poco mayor que Berta de Cantobre. ¡Y sin embargo, qué carácter! De hecho, Simón ya no creía en la pureza de Berta; igual que empezaba a dudar de la impureza de Casiopea. Sí, ella había sido violada por los maraykhát, y luego, con los asesinos, por Rachideddin Sinan, y sin duda incluso por los
fidai
encargados de entregarla a los templarios blancos, en El Khef, a cambio del oro arrebatado a los hospitalarios. Ahora tenía la íntima convicción de que la inocencia no era una cosa adquirida que se podía perder, sino, al contrario, una cualidad que debía ganarse, y que no podía perderse ya después, una vez adquirida. A sus ojos, Casiopea era una santa. Sí, mil veces más que la pequeña Berta, que sin duda iría ya por su cuarto embarazo y viviría en la mugre de un castillo de Borgoña.

Ciertamente, a sus ojos, Casiopea valía mil veces más que doscientos mil besantes de oro. ¡Esa mujer era en verdad, como decía Morgennes, una reliquia! ¡Cómo comprendía que Saladino hubiera reconocido —en lo que él había considerado al principio una confesión de debilidad— que la hubiera cambiado por la Vera Cruz, aunque la Santa Cruz fuera uno de los elementos clave de su política en Tierra absoluta!

Simón puso su caballo al galope y corrió hacia Casiopea, sintiendo batir en su pecho el olifante que había cogido a los hospitalarios. Entonces se sonrojó y redujo la marcha. En el repicar del cuerno que golpeaba contra su escudo le parecía reconocer los mandobles que había asestado a aquel caballero franco que ni siquiera se había defendido antes de morir.

Casiopea se había girado al oír acercarse un caballo a trote corto. Vio al joven templario y le sonrió. Aunque aquella sonrisa lo hizo sentirse incómodo, Simón se esforzó en poner buena cara.

—Pronto llegaremos —le dijo Casiopea—. No tendrás que soportar su peso mucho rato...

Hacía alusión a la cruz truncada, que Simón sostenía intentando no mostrar demasiado a las claras su satisfacción. Al fin y al cabo, Dios les había dejado ver a todos que lo había escogido a él para llevarla: lo había curado. Poco importaba que fuera por el contacto de la Santa Cruz, por los cuidados de Casiopea, por la noche o por la llegada de Maimónides, cuyos vendajes le comprimían el torso y le evitaban sufrimientos. Los caminos del Señor eran tan infinitos como inescrutables.

—Oh —dijo Simón—, sin su relicario no es tan pesada...

—Ya veo. De todos modos, qué honor llevar este madero que el propio Cristo no consiguió cargar.

—¿Y eso?

—¿No has leído los Evangelios?

—Sí.

—Entonces sabrás que, para al menos tres de ellos, Jesús no llevó su cruz. En todo caso, no solo.

—No. No lo sabía.

—¿Sabes que los sarracenos consideran que no fue Jesús el crucificado (Dios lo amaba demasiado para eso) sino Judas? Que para otros fue Simón de Cirene el que llevó la cruz en lugar de Jesús...

—No, no lo sabía...

—Pues deberías interesarte en ello, mi buen Simón...

El joven se sonrojó, bajó los ojos, turbado por el poder de la mirada de Casiopea, y preguntó para cambiar de tema:

—¿Cómo es que Saladino solo nos ha proporcionado a un hombre, su sobrino, para escoltarnos?

—Porque es un sabio, y el Profeta dijo: «El mejor número de compañeros es cuatro».

Cabalgaban desde hacía varias horas cuando Taqi volvió hacia ellos a todo galope, envuelto en una nube de polvo, y les preguntó:

—¿Habéis bebido bastante?

—Sí —respondieron a coro.

—¡Entonces, vamos!

Con un gesto, señaló una vasta franja de arena ardiente tras de la cual brillaba, como una esmeralda en un ombligo, un suave resplandor verde.

—¡El oasis de las Cenobitas! —declaró pomposamente—. Solo se ve a ciertas horas, poco antes del ocaso. Hoy no rezaré: no tenemos tiempo. Si perdemos de vista esta luz, estamos muertos.

Taqi espoleó vigorosamente los flancos de su caballo y se adentró en el desierto. Pronto desapareció detrás de una duna, y los otros lo siguieron.

Para avanzar había que fijar la vista en la joya al otro extremo del desierto, que se situaba en su campo de visión como el objetivo último, aquel al que apunta el arquero cuando lanza su flecha. De hecho, Morgennes se sentía a la vez trayectoria, arco, flecha y diana, hasta tal punto todo en él tendía hacia este único objetivo: encontrar a
Crucífera
, acabar con sus aventuras, poder, por fin, descansar.

Una alegría inmensa creció en su interior. «¡Dios mío, perdóname por haber dudado!» Le parecía, en efecto, que Dios le permitía encontrar a la vez la Vera Cruz, la quietud y a
Crucífera
.

Cuando la sed empezaba a atormentarlos —aunque no se atrevían a beber todavía, antes de haber llegado o de haberse perdido—, apareció el contorno de un oasis temblando en el aire como un espejismo, amenazando a cada instante con desaparecer. No obstante, la imagen permaneció, quieta y atrayente, y en la luz declinante del atardecer semejaba un monumento de frescor, un lugar aparte, fuera del tiempo y de la vida.

Aquel oasis de las Cenobitas, como Femia lo había llamado, era, según Taqi, los restos de Gomorra; otros decían que no era sino el oasis de las Cenobitas, ahora reducido a lo esencial: una inmensa hendidura bordeada de palmeras blancas. A menos que se tratara de la antigua Ctesifonte, destruida, después de la muerte de Mahoma, por jinetes encargados de propagar su palabra. El lugar habría sido, así, en otro tiempo, la capital del antiguo Imperio parto, aniquilada porque su belleza hacía sombra a Babilonia. Los partos la habían fundado más de setecientos años antes, y había sido una de las más bellas y más antiguas ciudades que la historia hubiera conocido nunca. Pero todo aquello ya no existía. La ciudad había sido saqueada, abandonada, y luego se había convertido en ruinas, antes de ser olvidada.

Hasta el día en que Saladino se había enterado de que una reina había establecido allí su reino, y que ese reino, cristiano, era el de las mujeres. El sultán había enviado un ejército de espías, de los que solo había vuelto uno, pero aquello le había bastado para saber que las mujeres llevaban allí una vida de disciplina que se parecía mucho a la de los monjes soldados del Temple o del Hospital, y que los hombres estaban desterrados de su reino, salvo cuando había que reemplazar a alguna de ellas, muerta en combate. Entonces se realizaban salidas para capturar a los machos más «atléticos», para que «fueran pasto» de las más bellas de las amazonas.

Saladino se había dicho que esos espías no tendrían motivo para quejarse, al menos al principio, de la suerte que les tenía reservada Zenobia, la reina de las amazonas. Lo que venía después ya era harina de otro costal, porque las mujeres del oasis no tenían precisamente fama de tiernas: tras haber copulado, arrancaban con sus dientes los testículos de los machos que las habían fecundado y los reducían a la esclavitud o los enviaban a perderse en el desierto.

Después de haber promovido al rango de jefe de los eunucos al único de los espías que había sobrevivido, Saladino envió al reino de las amazonas al cadí Ibn Abi Asrun, a la cabeza de una embajada poderosamente armada. El cadí era portador de un mensaje en el que se advertía a las amazonas que, si no se comportaban en todos los puntos como las gentes del Libro —como
dhimmi
— y se obstinaban en negarse a satisfacer el impuesto, el sultán se vería obligado a aniquilar su reino.

Zenobia respondió con una caravana de cincuenta camellos cargados de oro y piedras preciosas; así como con la promesa de no interferir nunca en los asuntos del emir, siempre que las dejaran en paz.

Saladino le aseguró su benevolencia, le envió en correspondencia algunos presentes, y no se habló más del asunto. Cada año llegaban camellos al oasis para recoger su cargamento de oro y luego se volvían a El Cairo. Allí este tesoro se añadía al de Saladino, antes de dirigirse —disminuido— hacia Bagdad.

Morgennes estaba tan concentrado en la mancha verde del horizonte que fue necesaria toda la fuerza de los ladridos de Babucha para sacarlo de su ensimismamiento. Pero, por más que la llamara, la perrita no le hacía caso. Babucha se dirigía en línea recta hacia el sur, cuando el oasis se encontraba al este. Presionando con la rodilla el flanco de Isobel, Morgennes se lanzó en persecución de la perra y no tardó en alcanzarla. Los contornos del oasis ya empezaban a difuminarse.

—¡Babucha, aquí!

Babucha no lo escuchaba y, cuando Morgennes acercó la mano para sujetarla por el cuello, la perra retrocedió, rascando la tierra con las patas traseras y gruñendo.

—¿Qué te pasa? ¿Olfateas algún peligro?

Babucha ladró y se alejó un poco más. Morgennes dirigió, como a disgusto, una última ojeada al oasis de las Cenobitas. Prácticamente había desaparecido. Ya solo veía un vago resplandor, tan grueso como el blanco en la base de la uña. Si no se apresuraba, no tendría ninguna esperanza de llegar al oasis y se vería condenado a morir de sed.

—Me voy.

Pero la perra no le hizo ningún caso, y siguió rascando el suelo y retrocediendo cada vez que Morgennes hacía el gesto de aproximarse. Si no hubiera cargado con la armadura, se habría lanzado en su persecución y se habría inclinado a un lado para sujetarla por la piel del cuello. Pero, por desgracia, su cota de malla pesaba tanto que no podía llevar a cabo aquella maniobra sin peligro. Por otra parte, hubiera debido realizarla con la mano izquierda, debido a su ojo ciego, y no se sentía con fuerzas para eso.

—¡Adiós, Babucha!

Normalmente, cuando se veía sola, la perrita se acercaba con el vientre pegado al suelo. Pero esta vez no se movió, se contentó con observar a Morgennes con ojos tristes. Morgennes hizo el gesto de marcharse en dirección al oasis, y Babucha se adentró aún más en el desierto. Pronto desapareció tras una duna y Morgennes dejó de oírla. Ahora solo se escuchaba el ruido del viento; el fragor sordo de la arena rodando cuesta abajo por las dunas que los beduinos llaman el «canto del desierto».

Morgennes dio unos pasos con Isobel y la puso al trote corto, dudando entre galopar para aprovechar los últimos rayos del sol o volver atrás para intentar atrapar a Babucha, cuyo comportamiento le intrigaba. Le hubiera gustado tener un punto de referencia, poder hacer las dos cosas. Pero era imposible. Si no se decidía, en aquel mismo momento, por una solución u otra, se perdería en el desierto. Morgennes detuvo a Isobel para darse tiempo para reflexionar, beber y orar. Cogió un odre de su alforja y bebió un largo trago de agua de Tiberíades. Después de secarse la boca con el dorso de la mano y tras guardar el odre en su lugar, pidió a Dios que le enviara una señal. Recibió dos.

Por una parte, Babucha se había puesto a ladrar con todas sus fuerzas, rematando cada uno de sus ladridos con un gruñido sordo; y por otra, el potente chillido de un pájaro vibró en el aire: como cada tarde, a la hora del crepúsculo, Casiopea enviaba a su halcón peregrino a volar por los cielos.

«Por otro lado —se dijo Morgennes—, también lo hace así en caso de peligro.»

Sin pensarlo dos veces, Morgennes hizo describir un giro a Isobel y volvió a todo galope en dirección a los ladridos, seguro de tener una referencia estable gracias a los largos vuelos del halcón. Remontó una duna, tirando de las riendas de su montura para evitar que descendiera la pendiente al galope, y se reunió con Babucha. La perrita tenía un objeto en la boca.

—¡Dame! —dijo Morgennes tendiendo la mano.

La perra se acercó ¡y dejó en el suelo una pantufla decorada con motivos árabes!

—¡Por todos los cielos, es la de Yahyah!

La perra ladró al oír mencionar el nombre del muchacho y rascó de nuevo con las patas en el desierto, levantando una niebla de polvo amarillo. Morgennes saltó de la silla y se acercó a Babucha, que dio unos pasos de lado y mordió un trozo de tejido blanco que sobresalía de la arena. Morgennes liberó rápidamente lo que resultó ser una
keffieh
y encontró a Yahyah inconsciente, con la cara quemada por el sol.

—¡Isobel!

La yegua se acercó y Morgennes cogió su odre. Después de haber derramado un poco de agua en el hueco de su mano, humedeció el rostro del joven, al que Babucha no dejaba de dar lengüetazos. Yahyah abrió los ojos, luego la boca, pero no pudo pronunciar nada inteligible. Morgennes le indicó que callara, hizo que se sentara en la arena y le dio de beber a pequeños tragos. Poco a poco, el muchacho se fue recuperando. Se encontraba en un estado lamentable. Sus ropas estaban completamente destrozadas e iba descalzo.

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