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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (4 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Por último, y con un tosco pero llamativo subrayado, me rogaba que hiciera un buen uso de dicha información.

…Mi deseo es que con ella puedas llevar un poco más de paz a cuantos, como tú y como yo,
estamos empeñados en la búsqueda de la Verdad.

El segundo papel, igualmente manuscrito por el mayor, presentaba un total de cinco frases, en inglés, que a primera vista resultaban absurdas e incongruentes.

He aquí la traducción:

«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington.»

«Llave y ritual conducen a Benjamín.»

«Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.»

«El hermano duerme en 44 - W. La sombra del níspero le cubre al atardecer.»

«Pasado y futuro son mi legado.»

El mayor, una vez más, parecía disfrutar con aquel juego. ¿O no se trataba de un juego? Me pregunté mil veces por qué tantos rodeos y precauciones. Si mi amigo había muerto, lo lógico es que me hubiera facilitado la traída y llevada información sin necesidad de nuevas complicaciones.

Pero las cosas estaban como estaban y mi única alternativa era de despejar aquella cada vez más enredada madeja.

Como supondrá el lector, pasé horas con los cinco sentidos pegados a aquellas frases.

Tentado estuve de acudir a algunos de mis amigos, en busca de ayuda. Pero me contuve. Me hubiera visto forzado a ponerles en antecedentes de tan larga e increíble historia y, sobre todo, conforme fue pasando el tiempo, lejos de desanimarme, encajé el asunto como un reto personal. Y los que me conocen un poco saben que ésa es una de mis debilidades.

De entrada, lo único que estaba claro es que la llave que me diera el mayor guardaba una indudable y estrecha relación con la segunda frase. Esa llave debería «conducirme» o llevarme hasta Benjamin. Pero, ¿qué o quién era «Benjamin»?

Una y otra vez, por espacio de casi tres semanas, desmenucé frase por frase y palabra por palabra. Llevé a cabo los más disparatados cambios y saltos en las frases, buscando un sentido más lógico. Fue inútil.

A fuerza de bucear en la clave terminé por aprendérmela de memoria. Aquel mes de septiembre, y parte del siguiente, viví por y para aquel mensaje cifrado. Pasaba los días deambulando sin norte alguno y con la mirada extraviada, ajeno prácticamente a cuanto me rodeaba. Fueron mis hijos y especialmente Raquel quienes padecieron con más crudeza mis aparentemente absurdos e inexplicables cambios de carácter, mis continuas depresiones
y
hasta una injusta irascibilidad. Espero que ahora, al leer estas líneas, puedan comprenderme y perdonarme.

Llegué incluso a consultar con expertos cerrajeros, que examinaron la misteriosa llave desde todos los ángulos posibles. El resultado era siempre idéntico: aleación corriente; dientes rutinarios... todo ordinario.

Pero aquella situación -que empezaba a rozar los poco deseables límites de la obsesión- no podía continuar. Y un buen día hice balance. ¿Qué tenía realmente entre las manos? ¿A qué conclusiones había llegado.?

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Caballo de Troya

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Desgraciadamente podían limitarse a un par de pistas.

1ª.» Arlington es un cementerio norteamericano. Yo sabia que se trataba del célebre camposanto de los héroes de guerra de aquella nación.

Me documenté cuanto pude y comprobé, en efecto, que en dicho lugar existe una tumba que guarda los restos de un soldado desconocido. Por pura lógica deduje que dicha tumba estaría custodiada o vigilada por alguna guardia de honor.

¿Podía referirse el mayor a dicho centinela?

2.ª
También en el Cementerio Nacional de Arlington está enterrado el presidente Kennedy.

Pero, ¿por qué debía «abrir mis ojos ante John Fitzgerald Kennedy»?

Estos eran los únicos puntos en común que yo había sido capaz de trenzar.

El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington.
Esta primera frase me tenía trastornado. No hacía falta ser muy despierto para comprender que una de las piezas claves tenía que residir en la palabra «ritual». Una prueba de ello es que el mayor se había encargado de repetirla en la segunda secuencia.

¿Cuál era ese ritual? ¿Por qué debía ser el centinela quien me lo revelara? ¿Es que tenía que preguntárselo? Pero, de ser así, ¿a quién debía acudir?

No había vuelta de hoja: el primer paso tenía que ser el desciframiento del maldito ritual.

Sólo así podría saber -eso pensaba yo entonces- qué o quién era «Benjamín»

En cuanto a las dos últimas frases de la clave, sinceramente, prescindí temporalmente de ellas.

Poco me faltó para llamar a mi buen amigo Chencho Arias, en aquellas fechas director de la Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores español. Con toda seguridad, y merced a sus contactos en Washington, me hubiera despejado parte del camino.

Pero lo pensé dos veces y aparqué la idea. Después de todo, hubieran quedado cuatro frases más por aclarar...

No había otra solución: tenía que volar a Estados Unidos y enfrentarme al problema a cuerpo descubierto.

WASHINGTON

A las 11.50 horas del domingo 11 de octubre, el vuelo 903 de la compañía norteamericana TWA despegaba del aeropuerto de Barajas, alcanzando su nivel de crucero -33 000 pies- en poco más de 16 minutos.

Nuestra próxima escala -Nueva York- quedaba a miles de millas. Había tiempo de sobra para planificar la estrategia a seguir una vez en Washington, así como para saborear una fría cerveza y cambiar impresiones con los colegas y amigos que ocupaban buena parte de aquel reactor.

Era curioso. Sencillamente increíble...

Por aquellas fechas, mientras yo me estrujaba el cerebro pujando por desentrañar la enigmática clave del mayor, otro suceso vino a enredar aún más las cosas. En un espléndido articulo en
ABC,
el escritor Torcuato Luca de Tena ofrecía a los españoles la primicia sobre unos fantásticos descubrimientos en los ojos de la Virgen de Guadalupe, en la ciudad de México. Fue como un escopetazo. Aquel nuevo «cebo» a 10.000 kilómetros precipitó mi decisión de saltar nuevamente al continente americano.

Aquello justificaba doblemente mi viaje. Sin embargo, por enésima vez tuve que hacer frente al siempre prosaico pero inevitable capitulo del dinero. Mi plan estaba claro: primero Washington. Después, México. Esta vez, no obstante, la fortuna me sonrió rápidamente. ¿O no fue la fortuna? El caso es que, antes de que pudiera complicarme la existencia, una providencial llamada telefónica desde Madrid me puso al corriente del inminente viaje de SS. MM. los Reyes 16

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de España a Estados Unidos. Yo había acompañado a don Juan Carlos y a doña Sofía en otras visitas de Estado y sabía que aquélla era una oportunidad que no podía dejar escapar. Entre otras importantes razones, porque ese tipo de viajes resulta siempre muy asequible a la modesta economía de los profesionales del periodismo.

Así fue como aquel 11 de octubre de 1981, y en compañía de una treintena de periodistas españoles, un segundo reactor de la TWA -el vuelo 407- me situaba en el aeropuerto nacional de la capital federal de los Estados Unidos. Eran las 17.58 (hora local de Washington).

A pesar de mi creciente inquietud y nerviosismo, mi ansiada visita al Cementerio Nacional de Arlington tuvo que ser demorada hasta el día siguiente, lunes. Aquel mes de octubre, el camposanto de los héroes norteamericanos cerraba sus puertas a las cinco de la tarde. Y

amparándome en el cansancio del viaje, decliné la invitación de mis entrañables amigos Jaime Peñafiel, Giani Ferrari y Alberto Schommer para visitar la ciudad, encerrándome a cal y canto en la habitación 549 del hotel Marriot, sede y cuartel general de la prensa española. Ellos, por supuesto, eran ajenos a los verdaderos objetivos de mi viaje.

Hasta altas horas de la madrugada permanecí enfrascado en el posible «plan de ataque». Un plan, dicho sea de paso, que, como siempre, terminaría por experimentar sensibles variaciones.

Pero trataré de ir por partes.

A las nueve de la mañana del día siguiente, 12 de octubre, con mis cámaras al hombro y un inocente aire de turista despistado, me acercaba hasta las oficinas del Temporary Visitors Center, a las puertas del Cementerio Nacional de Arlington. Allí, una amable funcionaria -plano en mano- me señaló el camino más corto para localizar la Tumba del Soldado Desconocido. Una leve y fresca brisa procedente del río Potomac había empezado a mecer las ramas de los álamos y abetos que se alinean a ambos lados del
drive
o paseo de McClellan. A los pocos minutos, y temblando de emoción, divisé las plazas de Wheaton y Otis e inmediatamente detrás la tumba a la que, sin duda, hacía referencia el mensaje de mi amigo el mayor.

Aunque el cementerio había abierto sus puertas hacía escasamente una hora, un nutrido grupo de turistas se repartía ya a lo largo de la cadena que aísla la pequeña explanada de grandes losas grises en la que se encuentra el gran mausoleo de mármol blanco en el que reposan los restos de un soldado norteamericano caído en los campos de batalla de Europa, y otras dos sepulturas -a derecha e izquierda del anterior- en las que fueron inhumados otros dos soldados desconocidos, muertos en la segunda guerra mundial y en la de Corea, respectivamente.

Allí estaba el centinela; el único, según me informaron en el Centro de Visitantes, que monta guardia permanente en Arlington.

«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual...»

Mis primeros minutos frente a la tumba fueron una indescriptible mezcla de aturdimiento, confusión y absurda prisa por asimilar cuanto me rodeaba.

Y en mitad de aquel caos mental, la primera frase del mayor:

«El centinela que vela...»

Después de dos horas de observación, con los ánimos algo más reposados, saqué mi cuaderno de «bitácora» y comencé una frenética anotación de cuanto había sido capaz de percibir.

El centinela -punto central de mis indagaciones- era relevado cada hora. Eso significaban 60

minutos... La verdad es que, conforme iba escribiendo, muchas de aquellas observaciones me parecieron ridículas. Pero no estaba en condiciones de despreciar ni el más nimio de los detalles.

También hice una exhaustiva descripción de su indumentaria: guerrera azul oscura, casi negra, pantalón igualmente azul (algo más claro), con una raya amarilla en los costados, ocho botones plateados, guantes blancos y gorra negra de plato. Al hombro, un mosquetón con la bayoneta calada...

Observo
-seguí anotando-
que el centinela, al llegar al final de su corto y marcial desfile ante
las tumbas, cambia siempre el arma de hombro. Curiosamente, el fusil nunca aparece
enfrentado al mausoleo.

Pero, ¿qué tenía que ver todo aquello con el dichoso ritual?

El corto paseo del soldado frente a los sepulcros discurría monótona y silenciosamente.

Estaba claro que el centinela no podía hablar. Como es fácil de comprender, no me hice 17

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ilusiones respecto a la remota posibilidad de interrogarle sobre el «ritual de Arlington». En aquella primera frase de su oscura clave, el mayor tampoco afirmaba que dicho soldado pudiera transmitirme, de viva voz, el citado ritual. La expresión «te revelará» podía ser interpretada de muy diversas formas, aunque casi desde el principio descarté la de un hipotético diálogo con el miembro de la Vieja Guardia. El secreto tenía que estar en otra parte. Seguramente, y considerando que un ritual es una ceremonia> habría que concentrar las fuerzas en todo lo concerniente a dicho rito.

Un tanto aburrido, y por aquello de no levantar sospechas ante mi prolongada presencia en la plaza este del anfiteatro> procure repartir la mañana y parte de la tarde entre el siempre concurrido recinto del Soldado Desconocido y la lápida del malogrado presidente Kennedy, ubicada a poco más de 300 metros, en la falda oriental de la colina que rematan precisamente las mencionadas tres tumbas de los norteamericanos desconocidos.

Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy,
rezaba la tercera frase del mensaje.

Pero, por más que los abrí, mi mente siguió en blanco. Sumé, incluso, los números de sus fechas de nacimiento y muerte (1917-1963), sin resultado alguno. Por pura inercia, jugué con la edad del presidente, montando un sinfín de cábalas tan absurdas como estériles. Creo que lo único positivo de aquellas largas horas frente a la sepultura de Kennedy y de las de los dos hijos que fallecieron antes que él fue el padrenuestro que dejé caer en silencio, como un modesto reconocimiento a su trabajo.

A las tres de la tarde, hambriento y medio derrotado, me dejé caer sobre las pulcras y blancas escalinatas del minúsculo anfiteatro que se levanta frente a las tres sepulturas. En mi cuaderno; plagado de números, comentarios más o menos acertados y hasta dibujos de los diez centinelas que había visto desfilar hasta ese momento, sólo había espacio ya para la desilusión.

«Creo que voy a desfallecer -escribí-. No soy lo suficientemente inteligente...»

El centinela número seis, tras una de aquellas monótonas pausas pasó su mosquetón al hombro contrario y reanudó el paso. De la forma más tonta, atraído probablemente por el brillo de sus botines, comencé a contar cada una de las zancadas, al tiempo que las hacía coincidir con un improperio, premio a mi probada ineptitud.

«…Tres (idiota)... cuatro (imbécil)... siete (necio)... veinte (mentecato)... veintiuno (iluso).»

El soldado se detuvo. Nueva pausa. Giró. Cambió el fusil. Nueva pausa. Y prosiguió su desfile.

Dos (merluzo)... cuatro (burro)... doce (calamidad)... veinte (paranoico)... veintiuno...»

¿Veintiuno? El último insulto fue sustituido por un escalofrío. ¿He contado bien?

El centinela había dado 21 pasos. Mi decaimiento se esfumó. Me
puse en pie y volví a contar.

«…diecinueve, veinte y ¡veintiuno!»

No me había equivocado. Aquella nueva pista hizo resucitar mi entusiasmo. ¿Cómo no me había dado cuenta mucho antes?

Avancé hacia la cadena de seguridad y, reloj en mano, cronometré el tiempo que consumía el soldado en cada desplazamiento.

¡21 segundos! ¿Veintiún pasos y veintiún segundos?

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