Por esta razón he suprimido la identidad de la persona a la que hace mención el mayor, denominándole «hermano» suyo. Puedo aclarar -eso sí- que no se trata en realidad de un hermano de sangre, sino de una calificación puramente espiritual...
Mi primera reacción al leer la esquela fue consultar la clave. Aquella confesión del fallecido oficial de la USAF parecía encajar de lleno en la cuarta y no menos misteriosa frase:
El hermano duerme en 44-W. La sombra del níspero le cubre al atardecer.
De nuevo brotó en mí el nombre de Arlington.
«Sí, ahora si puede tener sentido -me dije a mí mismo-. Ahora empiezo a comprender...»
Había que visitar de nuevo el cementerio. En realidad, tal y como pude verificar al leer el diario del mayor, las dos últimas frases de su mensaje cifrado no eran otra cosa que una confirmación -para la persona que llegara hasta su legado- de la realidad física de su compañero en el «gran viaje» y, obviamente, de la naturaleza del referido diario.
En honor a la verdad, después de conocer aquella increíble información que había sido encerrada en los cilindros, tampoco era vital la localización del fallecido compañero de mí amigo. Los que me conocen un poco saben, sin embargo, que me gusta apurar las investigaciones y con mayor motivo si -como en aquellos momentos- me hallaba tan cerca del final.
Pero las sorpresas no se habían terminado en aquel imborrable jueves... Antes de proceder a la solemne apertura de los cartuchos de cartón, coloqué el sobre junto a los cilindros y los fotografié a placer. Acto seguido, y tras comprobar que el plástico protector no ofrecía el menor resquicio por donde empezar la labor de extracción, tomé una de mis cuchillas de afeitar y, delicadamente, separé el círculo que cubría una de las caras del cilindro. Precisamente, la opuesta a la que presentaba aquella pequeña etiqueta con el número «1».
Nerviosamente palpé el cartón. Parecía muy sólido. Después de un minucioso -casi me atrevería a llamarlo microscópico- examen, me vi obligado a sajarlo por su circunferencia. Una hora después, la pertinaz tapadera (de cinco milímetros de espesor y diez centímetros de diámetro) saltaba al fin, dejando al descubierto el interior del tubo.
Segundos después aparecía ante mí un mazo de papeles, perfectamente enrollados. Había sido introducido en una funda de plástico transparente, herméticamente grapada por la parte superior. Tuve que valerme de un pequeño cortauñas para hacer saltar las diecisiete grapas.
Con una excitación difícil de transcribir, eché una primera ojeada a los documentos y comprobé 25
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que habían sido mecanografiados a un solo espacio y en lo que nosotros conocemos como papel biblia. Cada folio (de 20 X 31 centímetros), hasta un total de 250, había sido firmado y rubricado en la esquina inferior izquierda por el mayor. Era la misma letra -y yo diría que la misma tinta- que figuraba al pie de la misiva que había retirado del apartado de correos número 21 y que acababa de abrir.
El texto, en inglés, me arrebató desde el momento en que fijé mis ojos en él. Y creo que no hubiera podido despegarme de su lectura, de no haber sido por aquella inesperada llamada telefónica...
Hacia las 13 horas, como digo, el teléfono de mi habitación me devolvió a la cruda realidad.
-¿Señor Benítez...?
-Soy yo... Dígame.
-Dos señores preguntan por usted... Están aquí...
-¿Dos señores? -pregunté a mí vez, desconcertado ante la súbita visita-. ¿Quiénes son?
-Un momento -dudó el empleado del hotel-, no lo sé...
¿Quién podía tener interés en verme? Es más -pensé con un extraño presentimiento-, ¿quién sabe que estoy en Washington?
-Uno de ellos -me anunció el recepcionista a los pocos segundos- afirma ser del FBI...
-¡Ah! -exclamé con un hilo de voz-. Bueno..., ahora mismo bajo...
Todo había sido tan rápido e imprevisto que, al poco de colgar el auricular, comencé a palidecer. No era lógico ni normal que el FBI se interesara por mí. ¿Qué podía haber ocurrido?
¿En qué nuevo lío me había metido?
De pronto recordé. Días atrás yo había cometido la torpeza de interesarme cerca de la Embajada Española y del Pentágono por los posibles familiares del mayor. Mientras recogía precipitadamente los cilindros y el sobre, ocultándolos en el fondo de la bolsa de mis cámaras, un torbellino de temores, hipótesis y contrahipótesis embarullaron aún más mi cerebro.
Con la llave de mi habitación entre las manos y muerto de miedo, me presenté en el
hall.
Dos individuos de fuerte complexión y pulcramente trajeados se levantaron de los butacones situados frente a la puerta del ascensor. No tuve oportunidad siquiera de aproximarme al mostrador de recepción y preguntar por mis insólitos visitantes.
Con una sonrisa un tanto forzada, uno de ellos me salió al paso extendiendo su mano.
-¿El señor Benítez?
Al presentarme, el que había estrechado mi mano en primer lugar y que parecía llevar la voz cantante, me invitó a sentarme con ellos.
No se preocupe -anunció con un evidente deseo de tranquilizarme-, se trata de una simple rutina...
Yo también me esforcé en sonreír, al tiempo que les rogaba que se identificaran.
-Por teléfono -añadí- me han dicho que uno de ustedes es agente del FBI. ¿Podría ver sus credenciales?
Instantáneamente, y como si aquella petición mía formara parte de un ceremonial igualmente rutinario y habitual, ambos sacaron del interior de sus chaquetas sendas carteras de plástico negro. En la primera -perteneciente al que me había identificado nada más verme en el
hall-
pude leer, con caracteres que destacaban sobre el resto, las palabras
Federal Bureau of
Investigation.
Aquello, en efecto, correspondía a las famosas siglas FBI u Oficina Federal de Investigación.
En la segunda credencial -que no fue retirada de mi vista con tanta rapidez como la del agente del FBI- pude leer, en cambio, lo siguiente:
Departamento de Estado. Oficina de Prensa
y algo así como una dirección:
2201 «C» Street...
(Washington D.C.) y un número que empezaba por (202) 632….
-Muchas gracias -repuse con más miedo, si cabe-. Ustedes dirán...
-Sabemos quién es usted y conocemos igualmente su condición de periodista español -
replicó el miembro del FBI, al tiempo que abría una pequeña libreta
y
rechazaba amablemente uno de mis cigarrillos-, y se nos ha comunicado que el pasado martes, a las 11.15 de la mañana, usted se interesó por los posibles parientes del mayor...
«¡Joder qué tíos! -pensé-. ¡Vaya servicio de información!»
Pues bien -prosiguió el agente, indicándome las notas que aparecían en su block-, en primer lugar queríamos averiguar si estos datos son correctos.
-Efectivamente. Lo son...
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-En ese caso, nos gustaría saber por qué tiene usted ese interés por la familia del mayor.
Mi cerebro, despierto a causa -digo yo- del miedo, fue buscando las respuestas con una frialdad que aún me asusta.
-Bueno, es una vieja historia. Conocí al mayor en uno de mis viajes a México y entablé con él una sincera amistad. Nos escribimos y hace unas semanas -mentí- al visitar nuevamente aquel país, supe que había fallecido.
Sin pestañear, sostuve la desconcertada mirada del yanqui. Quizá esperaba otra versión y, al comprobar que le decía la verdad (cuando menos, parte de la verdad), se mostró indeciso. Ese fue su primer error.
Antes de que acertara a formular una nueva pregunta, aproveché aquellos segundos y tomé la iniciativa:
-Ustedes sabrán también que yo soy investigador y escritor del fenómeno ovni...
El agente sonrió.
-En cierta ocasión -seguí improvisando- el mayor me dio a entender que sabía de cierta información... relacionada con este tema. Y me dio el nombre de un compañero que reside en los Estados Unidos... Él me daría los datos, siempre y cuando yo supiera esperar a que falleciera el mayor...
Mi interlocutor, tal y como yo deseaba, mordió el anzuelo.
-¿Puede decirnos el nombre de esa persona?
Fingí una cierta resistencia y añadí:
-La verdad es que no me gustaría perjudicar a nadie...
-No se preocupe...
-Está bien. No tengo inconveniente en darles el nombre de esa persona que busco, siempre y cuando ustedes me mantengan al margen y respondan a una pregunta...
Los dos personajes cruzaron una mirada de complicidad y el funcionario del Departamento de Estado, que no había abierto la boca hasta ese momento, preguntó a su vez:
-¿De qué se trata?
-¿Podrían ustedes proporcionarme una pista sobre algún familiar del mayor o sobre ese amigo al que trato de localizar?
Antes de que su compañero tuviera tiempo de responder el agente del FBI intervino de nuevo:
-Trato hecho. Díganos: ¿cómo se llama esa persona con la que usted debe contactar?
Al tomar nota del nombre y primer apellido del «hermano de viaje» del mayor, el agente, titubeó y cruzó una nueva y fugaz mirada con su acompañante. Ese fue su segundo error.
Aquella casi imperceptible vacilación terminó por alertarme. En ese instante -por primera vez- comencé a tomar conciencia de que me había aventurado en un asunto sumamente peligroso. Aquellos individuos -eso saltaba a la vista- sabían mucho más de lo que decían. Pero lo peor no era eso. Lo dramático es que -por esas casualidades del destino- tenía en mi poder una información que empezaba a quemarme entre las manos
y
por la que los servicios de Inteligencia de los Estados Unidos hubieran sido capaces de todo.
-¿Y qué hay de esa pista? -presioné con fingido aire de satisfacción.
El agente del FBI guardó silencio y, tras escribir algo en una de las hojas de su libreta, la arrancó, poniéndola en mis manos.
-Es todo lo que podemos decirle -masculló con desgana-. Creemos que se trata de uno de los parientes del mayor...
En el papel pude leer el nombre de la ciudad de Nueva York y dos apellidos.
Simulé una cierta contrariedad.
-Pero, ¿no pueden decirme algo más?
Los individuos se pusieron en pie y, tras desearme suerte, se alejaron hacia la puerta de salida. Sin quererlo, aquellos «gorilas» me habían brindado la mejor de las excusas para salir de Washington a toda prisa.
Antes de regresar a mi habitación tuve el acierto de asomarme disimuladamente por la puerta giratoria del hotel y ver cómo los agentes se introducían en un coche azul metalizado, aparcado a veinte o treinta metros de donde me encontraba. Me interné de inmediato en el
hall,
dirigiéndome hacia el ascensor y notando sobre mí el peso de la curiosa mirada del recepcionista.
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Antes de cerrar la puerta de mi habitación volví a colgar el anuncio de
No molesten
y eché la cadena de seguridad. Las rodillas empezaron entonces a temblarme y tuve que dejarme caer sobre la cama. Supongo que mi perturbación se debía en parte a aquella -digamos- «delicada»
visita y, sobre todo, a lo que contenía aquel primer cilindro.
No sé el tiempo que permanecí tumbado en la cama, con la vista perdida en la penumbra de mi habitación. Una cosa sí estaba clara en todo aquel embrollo: ahora más que nunca tendría que actuar con pies de plomo. Si el FBI había tomado cartas en el negocio era porque, lógicamente, estaba al corriente del «gran viaje» que habían realizado el mayor y su
«hermano». No hacía falta ser un águila para percibir que los servicios de Inteligencia norteamericanos no estaban dispuestos a que aquella información secreta se filtrara a la prensa.
De momento, la exquisita prudencia del mayor me había proporcionado una cierta ventaja. Y
estaba dispuesto a utilizarla, naturalmente. Si el FBI y el Departamento de Estado -que sabían muy bien del fallecimiento de los dos veteranos de la USAF-, seguían creyendo que yo sólo trataba de localizar al «amigo» del mayor, quizá mi salida del país fuera más fácil de lo previsto. Esta, en síntesis, fue la resolución más importante que terminé por adoptar en aquel mediodía del jueves 5 de noviembre de 1981: volver a España de inmediato... y con mi tesoro, por supuesto.
Salté de la cama y me dispuse a poner en práctica la última fase de mi plan: la visita al Cementerio Nacional de Arlington. Aunque, repito, la confirmación de la muerte del compañero y «hermano» de mi amigo no revestía ya una especial importancia, en mí fuero interno necesitaba cerrar aquel misterioso círculo que constituía la clave.
Preparé las cámaras y consulté mi reloj. Eran las dos de la tarde. Aún me restaban otras tres horas para que el camposanto cerrara sus puertas al público.
Pero, cuando me disponía a abandonar la habitación, un elemental sentido de la prudencia me obligó a asomarme a la ventana. Por un momento no reaccioné. Aparcado junto a la acera de la fachada del hotel, en el mismo lugar en que yo lo había visto a eso de las 13.30 horas, seguía el turismo de color azul metalizado de los agentes que me habían visitado.
Instintivamente me eché atrás y cerré la ventana. No podía tratarse de una casualidad. Aquél era el vehículo del FBI. Estaba claro que había subestimado a los agentes...
«Si me arriesgo a salir ahora -reflexioné, buscando una solución-, ¿qué puede ocurrir?»
Cabía la nada fantástica posibilidad de que fuera discretamente seguido, o lo que podía ser mucho peor, que aprovecharan mi ausencia para registrar la habitación. Esta última idea me llenó de espanto. ¿Qué podía hacer?
Tampoco me resignaba a permanecer enclaustrado entre aquellas cuatro paredes...
De pronto me vino a la memoria la escalera de incendios.
«Sí -me dije a mí mismo, tratando de animarme- ahí puede estar la salida.»
Prendí la televisión y, procurando hacer el menor ruido posible, abrí lentamente la puerta. El pasillo aparecía desierto. Rápidamente me situé al fondo del corredor, frente a la salida de emergencia. A diferencia de lo que suele ocurrir con los hoteles españoles, los norteamericanos procuran que estas puertas permanezcan permanentemente abiertas. Al asomarme al exterior, desde la plataforma metálica o descansillo que une la escalera con la sexta planta en la que me encontraba, comprobé que aquella salida conducía directamente a una calle estrecha y poco transitada. En las inmediaciones no había un solo vehículo. Eso me tranquilizó.