Cabo Trafalgar (8 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
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–Vaya un viahe velas, Curriyo.

–Ohú, pisha. Sin faha en el ombligo me tiene el paisahe.

–Tela, compare. De angurriarte y no eshar gota.,, – Uaaaag.

–Glaps, glaps. Marrajo aparta la vista de la mascada que su compadre ha vuelto a echar sobre la arena húmeda que cubre la tablazón de cubierta, y observa de nuevo la extensión de la línea aliada. A fin de cuentas, razona, los jefes y oficiales saben su oficio y conocen al enemigo que les viene encima. Años atrás, según dicen, el propio comandante don Carlos de la Rocha, ese caballero de pelo gris, bajito, de aire tímido, muy escañonao como dicen en Barbate, o sea, pulcro, que acaba de arengarlos sin paños calientes desde la toldilla (al que se achante lo fusilo, etcétera), hizo arriar bandera a la
Casandra
, una fragata inglesa de cuarenta cañones, después de batirse con ésta cinco horas frente al cabo Santa María, cuando mandaba la fragata de treinta y ocho
Santa Irene
. El comandante, cuentan los testigos, no es hombre de los que se arriesgan por su cuenta. Más bien lo contrario: religioso, prudente y apegado a las ordenanzas. Pero es buen marino, y si hay que pelear, está. En lo de las fragatas anduvo (ando, rectifica mentalmente Marrajo) huyendo toda una tarde y una noche mientras el inglés le daba caza; y al amanecer, al ver que no podía darle esquinazo, mandó rezar el rosario en cubierta, viró de bordo y peleó con tesón, con la fortuna de que esa vez los tripulantes estuvieron a la altura. También, dicen, estuvo en lo de Gibraltar, en Tolón y en la que llaman del Catorce: San Vicente. Y hace poco, en el combate de Finisterre contra la escuadra casacona del comodoro Calder, en un claro de la niebla, el
Antilla
, cuentan, sostuvo un fuego tan vivo y tozudo contra el
Windsor Castle
que lo hizo salir casi desmantelado de la línea, al malaje, chorreando sangre por los imbornales tal que un Eccehomo en Jueves Santo. Porque a pesar de su experiencia, disciplina y artillería, lo cierto es que frente a barcos bien mandados y con huevos, ni siquiera los ingleses son imbatibles. Aunque no sea lo normal, gabachos y españoles se la han endiñado hasta dentro más de una vez. Y de dos. Lo mismo en el mar que en la tierra. El propio Nelson, según cuentan, con todo su golpe de almirante victorioso del Nilo y demás, se dejó un brazo en Canarias (uan arm cut, traducido al guiri) cuando quiso pasarse de listo y allí le dieron las suyas y las de un bombero, haciéndolo reembarcar con el rabo entre las piernas, cagaíto hasta las trancas. Anda y que te den, míster. Bang, bang. Toma candela yesverigüel fandango, pa ti y pa tu primo. Tipical spanish sangría. Joputa. Yu understán? Con esos pensamientos en la cabeza, Marrajo mira las velas inglesas y piensa, oscilando entre dos rencores, en la espalda forrada de paño azul del teniente de fragata Maqua, allí donde le va a empetar el baldeo en cuanto se tercie. Y en fin, concluye. Aunque a él no se le haya perdido nada en un barco, y lo que de verdad le importe sea abrirle otro ojal a ese perro de oficial en la casaca, lo cierto es que, de paso, no estaría de más tener un poquito de potra con los ingleses, darles bien por saco y bajarles los humos de la peluca a esos cabrones, o sea, a esos complaisants jusbands o como se diga en inglish.

–A ver. Cinco voluntarios. Faltan hombres en la primera batería.

Marrajo levanta la mano sin pensarlo. Yo mismo. La primera batería es palabra mágica, pues allí está el teniente de fragata don Ricardo Maqua. Su ojito derecho. Además, el de Barbate del mar sabe poco, pero lo suficiente como para tener claro que cuando la metralla y las balas empiecen a barrer la cubierta, los gruesos costados de roble del
Antilla
, abajo en la batería, ofrecerán mayor protección que los endebles coys (las hamacas de los marineros enrolladas y dispuestas en las balayólas) y las redes que unos grumetes jóvenes y ágiles como monos, colgados de la jarcia, acaban de extender sobre cubierta para proteger a la gente de vergas, motones, cuadernales, astillas, cadenas, trozos de hierro y bronce, y todo lo demás que va a caer de arriba cuando empiece el desparrame. El guardián Onofre lo mira con suspicacia.

–¿Tú sabes algo de cañones? – Una jartá jorrorosa.

Los manda para abajo, guiados por el artillero que subió a buscarlos, a él, a Curro Ortega (que pese a las vomiteras ha levantado la mano imitando a su compadre) y a otros tres más. En pos del artillero, Marrajo pasa bajo la enorme lona henchida de la vela mayor y baja por la escala del foso del combés, a la sombra de la segunda batería del navío: treinta cañones de 18 libras, dispuestos quince a cada banda, despejado el entrepuente a todo lo largo para que no haya obstáculos en la acción, salvo los palos machos que atraviesan las cubiertas, los cabestrantes del combés y popa, y al fondo, hacia proa, la cocina y los fogones con los fuegos apagados (como todo el barco excepto las mechas de los artilleros y los faroles de combate) en prevención de incendios, las chilleras llenas de balas y palanquetas, las mechas humeando en sus tinas de arena, las brigadas de artilleros, ayudantes y servidores que se agrupan en torno a las piezas, mientras el condestable y sus ayudantes bajan a encerrarse en el pañol de la pólvora, a fin de encartucharla y pasarla a los pajes que la distribuirán por las baterías: pilletes vivos, ágiles y rápidos, alguno de los cuales no ha cumplido aún los doce años.

–Menudo tiberio, pisha. Acohona.

El espectáculo en la batería es menos tranquilizador de lo que Marrajo pensaba: los oficiales y cabos de cañón dan órdenes a gritos, los artilleros veteranos o los que conocen su oficio se desnudan el torso, se atan pañuelos en torno a la cabeza, destrincan los cañones aprovechando los balances del barco para arrimarlos a las portas que se levantan con crujidos siniestros, y en la sucesión de rectángulos de luz que surge en los costados del navío, rebulle, como en un sudoroso y vociferante hormiguero, la densa humanidad de los doscientos hombres hacinados en esta segunda batería, que parece (en realidad lo es) un féretro de paredes de pino y roble, de casi doscientos pies de largo por cincuenta de ancho. Eslora y manga, como dicen los que saben. Aunque es evidente que la mayor parte de quienes están aquí abajo no saben. Ni tiempo que les va a dar. Camino de la escala que lleva a la primera batería, Marrajo tropieza con hombres torpes de ojos enloquecidos que se tambalean, sofocados por el calor y el hedor que se filtra desde la sentina donde chapotean las ratas, gente de tierra como él, infelices asustados, mareados, confusos, a quienes los artilleros de mar, los infantes de marina y los marineros que conocen su oficio (uno de cada dos o tres, como mucho) intentan explicar su cometido. Su deber, como ha dicho hace un momento en cubierta el comandante. Tiene huevos. Un deber que muchos de ellos apenas llegarán a cornprender antes de que empiece la batalla, y mueran.

–Me párese que estábamos mehó arriba, compare -murmura Curro Ortega, preocupado.

Marrajo empieza a opinar lo mismo. Acaban de llegar a la primera batería, que es la más baja y oscura. Allí la única claridad es la que entra por las veintiocho portas abiertas, catorce a cada costado, y en cada cuadrado se recorta, a contraluz, la enorme silueta negra de un cañón de 36 libras. El hedor es aún más sofocante que en la batería superior. Sobreponiéndose a los crujidos del barco y al chapaleo del agua en los costados, las ruedas de las cureñas chirrían mientras las brigadas de artilleros aflojan las trincas para cargar las piezas y luego empujan de nuevo los cañones hasta hacerlos asomar por la portería de cada banda. Entre los casi trescientos hombres que se encuentran aquí aparecen ya los primeros lesionados: ay, cloc, cagüentodo, madre mía, reclutas maltrechos que se quejan o a quienes llevan abajo, a la enfermería, por no apartar a tiempo los pies descalzos bajo una rueda, manos dislocadas, huesos descoyuntados. Y en mitad del caos, quienes conocen su oficio, los cabos, los artilleros ordinarios de mar y tierra, los marineros veteranos asignados a las piezas, es decir, quienes son capaces de mantener la cabeza tranquila, eligen de las chilleras las balas más redondas y con menos óxido para las primeras andanadas, comprueban las llaves de pedernal, las agujas y las mechas, instruyen a los reclutas, les asignan puestos en las brigadas, y los infantes de marina explican a los soldados de tierra (una veintena del regimiento de Córdoba, mezclados con los fusileros de mariña y todos bajo el mando de un sargento bigotudo y tripón) cómo deben asomarse por las portas mientras se cargan los cañones después de cada tiro, para disparar sus mosquetes sobre los artilleros enemigos cuando los navíos se batan unos cerca de otros.

–Tú y tú, a aquella pieza. Pero ya.

Marrajo y Curro Ortega obedecen y rodean el tambor del cabrestante mayor, abriéndose paso entre la gente hasta la cuarta porta de babor, contada desde la popa. Diez hombres se afanan allí en torno al enorme cilindro de hierro, encajado por gruesos muñones sobre una cureña de madera trincada con aparejos para evitar que la mueva el balanceo del barco. Un cabo artillero de pelo cano, a quien le faltan dos dedos en la mano derecha, los recibe con una breve inclinación de cabeza. Lleva el pelo a la antigua, en coleta, un ancla cosida al gorro de artillero de mar, el torso desnudo y tatuajes con cruces, cristos y vírgenes en los hombros, la espalda y los brazos. Parece una capilla ambulante, piensa Marrajo.

–Me llamo Pernas.

Un acento gallego de la hostia. O de por ahí. Artillero de preferencia Octavio Pernas, repite el fulano. Luego les pregunta si tienen experiencia de mar, les mira la cara, y sin esperar respuesta, señalando a cada uno de los otros hombres (tres con pinta de marineros de toda la vida, un soldado con la casaca azul de los artilleros de tierra, un paje de pólvora de diez u once años y cuatro paisanos con pinta de campesinos asustados) explica lo de cada cual: yo apunto y disparo, este otro, que se llama Palau y también es artillero de mar, tiene la mecha; ese flaco mete los cartuchos de pólvora, el rubio mete la bala, el soldado ataca y prepara, el rapaciño va y viene de la santabárbara con las cargas de pólvora, estos cuatro catetos llevan aquí tres días y ya saben cómo limpiar y refrescar el ánima. Y en cuanto a vosotros, pringaos, en cada momento hacéis lo que se os mande, y sobre todo tiráis con toda vuestra alma de esos cabos, que aquí se llaman palanquines, ayudándonos a llevar el cañón para detrás y para adelante, ya sabéis, cargar y disparar, cargar y disparar, bum, bum, bum, hasta que todo se vaya al carajo. ¿Está claro? Otra cosa: cuando empiecen a darnos cera, no os inquietéis mucho al principio, ¿vale? Estas cuadernas dobles y tablones de roble encajan la de Dios; aquí abajo las tracas del forro son gruesas, y para que el barco se hunda tiene que recibir una cantidad enorme de cañonazos. En cuanto a lo de reventar el cañón, cosa que pasa a veces, y que a los novatos os acojona un huevo y la yema del otro, aquí no debéis preocuparos (ahora el artillero palmea con afecto el metal) porque éstos son de hierro gris fundido en La Cavada, fijaos, cañones muy nobles que en vez de irse a mamarla de pronto y matar a todo el que está cerca, te avisan poco a poco, agrietándose o escupiendo cachos… Y otra cosa: tendríamos que ser quince o así para servir la pieza, pero nos apañamos con lo que hay. Por cierto. Si alguno de nosotros palma, o mejor dicho, cuando alguno de nosotros palme, os aseguráis de que está muerto, lo tiráis al mar por la porta para que el escabeche no estorbe, cogéis sus chismes y hacéis lo mismo que él haya estado haciendo. O lo procuráis. Así que fijaos bien en todo. ¿Oído barra? Y recordad que al primero que intente escaquearse le arranco el hígado y me lo como.

–El suyo -remacha- y el de la puta que lo parió.

Marrajo asiente distraído, sin impresionarse en absoluto (a diferencia de su compadre, que ha puesto ojos como platos) y mira sobre el cañón a través de la porta, hacia las velas inglesas que siguen acercándose empujadas por la brisa. Luego se vuelve a observar la batería, atento a lo suyo. Aunque todas las portas de estribor están abiertas, cada una con su pieza lista y trincada en batería, los hombres se agolpan en la banda de babor, que es por la que se acercan los ingleses. Agrupados con los sirvientes de cada pieza, cabos y artilleros cualificados repiten instrucciones semejantes a las que acaba de dar Pernas. El de Barbate observa que, desde el palo mayor a popa, la batería se encuentra bajo el mando del segundo jefe de ésta, un joven teniente de artillería de tierra que se pasea de pieza en pieza, revisándolo todo, y cada vez, antes de irse, dedica una sonrisa tímida a los sirvientes. Está muy pálido y crispa demasiado los dedos en torno a la empuñadura de su sable. Mala papeleta, piensa Marrajo. Se llama Sandino, comenta alguien. O algo así. Lo embarcaron con sesenta y dos artilleros de tierra hace dos semanas, para completar la dotación. Tiene veintidós años, el zagal. Dicen.

–Lo que fartaba, compare -murmura Curro Ortega-. Una criatura.

Marrajo encoge los hombros y no responde. Tiene su atención puesta más allá, hacia proa. Entre el bajunerío que se mueve en los rectángulos de luz de las portas, más allá de la base del palo mayor y los manubrios de las bombas de achique, distingue una silueta alta y flaca, vestida con casaca de paño azul oscuro con vueltas encarnadas y una charretera en cada hombro. Que se me caiga el cipote ahora mismo, se dice, si no es el teniente de fragata de mis entrañas, o sea, don Ricardo Maqua en persona. Jefe de la primera batería, o sea, ésta, de cabo a rabo. Y cuánto malegro. Entonces sonríe para sus adentros, feroz, mientras se palpa el cuchillo que lleva en la faja. Yo, piensa, tengo mi propia guerra.

5. La insignia azul

Cielo entre añil y gris, un poco aturbonado en el horizonte. Empujada por el viento oeste-noroeste, que es asquerosamente flojo y llega por la aleta de babor, la
Incertain
navega con mayor, foque y trinqueta, entre el enemigo que se acerca y la desordenada línea francoespañola. A popa, apoyado en la balayóla entre el segundo oficial De Montety, el piloto Kieffer y el ayudante del piloto Manolo Correjuevos (Manolo Coguegüevós), el teniente de navío Louis Quelennec comprueba que todos los barcos aliados han logrado virar proa al norte. Aun así, en la formación hay grandes claros, y mientras unos navegan muy juntos, otros hacen desesperados esfuerzos de vela para ocupar sus puestos. La división de cabeza parece la más ordenada, con el
Neptuno
y el
Antilla
, españoles (una franja amarilla a la altura de cada puente el primero, una sola franja ancha sobre el casco negro el segundo), ciñendo el viento por babor con gavias y juanetes, convertidos de retaguardia en vanguardia y abriendo ahora la marcha tras la virada hacia el norte de toda la línea, que intenta obedecer la señal de orzar para seguir sus aguas. El
Rayo
y el
San Francisco de Asís
, también españoles, navegan algo a barlovento, arribando para ocupar su lugar entre los franceses
Scipion, Formidable, Intrepide, Mont-Blanc
y
DuguayTrouin
; mientras el español
San Agustín
, que no tendría que estar allí sino más atrás, y que ha caído mucho a sotavento, marea las velas en facha para retrasarse y ocupar su puesto en el cuerpo fuerte de la escuadra.

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