Cabo Trafalgar (9 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
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Durante toda la mañana, la ágil balandra se ha estado moviendo como un galgo flaco y rápido entre las escuadras inglesa y la aliada, reconociendo aquélla y transmitiendo por señales de banderas las informaciones adecuadas al grueso de la fuerza propia. Ahora, ya con la vanguardia inglesa echándole el aliento en el pescuezo, Quelennec maniobra para atravesar la línea propia y situarse al otro lado, a sotavento, tras la protección de los grandes navíos de línea, antes de que una andanada enemiga lo haga pedazos; allí donde ya se han situado las seis fragatas francesas que hacen de observadores y repiten en sus palos las señales que transmiten las órdenes de punta a punta de la escuadra.

–Vamos a abrigarnos un poco, mes petits.

–Ya era hora -murmura el piloto Kieffer.

El ayudante español no murmura nada porque no entiende una palabra de gabacho, pero su única ceja se relaja con aparente alivio cuando comprende los gestos del comandante Quelennec, que señala el punto de la línea francoespañola (un hueco bastante amplio entre dos navíos) por donde piensa pasar al otro lado. Antes de dar la orden de arribar, Quelennec echa un último vistazo a los buques de cabeza ingleses, inquietantemente próximos. La cosa está a punto de escabeche, piensa. Son poco más de las once de la mañana, se encuentran nueve leguas al sursudoeste de
Cádiz, y a
estas alturas la táctica de Nelson está clara: sus navíos han formado dos líneas paralelas que avanzan, viento en popa y cubiertos de lona hasta la perilla de los palos, bonetas incluidas, dispuestos a cortar perpendicularmente, por el centro y la retaguardia, la línea francoespañola. El primer navío de la columna inglesa situada más al norte, al que hace media hora la
Incertain
se acercó todo lo posible antes de dar media vuelta y poner velas en polvorosa, es un navío de tres puentes (una franja amarilla pintada a la altura de cada batería) y cien cañones, que se dice pronto, con insignia blanca en el trinquete. O sea, como escupe el contramaestre Téte-de-Mort, blanco y embotellado es leche, patrón, la cosa está más claire que la lune, mon ami Pierrot: el vicealmirante Nelson al aparato. Y el navío no es otro, salvo que el ojo experto del contramaestre se la juegue chunga (cosa difícil, porque Téte-de-Mort tiene un ojo marinero incruayable), que el
Victory
, seguido por otros tres impresionantes tres puentes ingleses; uno de los cuales es, seguro, el
Temeraire
, que el contramaestre conoce de sobra porque hace unos años, cuando era primer timonel a bordo del
Foudroyant
, tuvo ocasión de vérselas con él frente a Ouessant. Y escupe fuego, cuenta, por un tubo.

–Que se me tombe par terre la chorra, mon capitain, si no son el
Victory
y el
Temeraire
encabezando la línea enemiga.

–¿Seguro?

–Nos ha jodido. O sea, uí.

Y además, observa atento Quelennec, los british de la gran putain van derechitos a lo que van. Es decir, a cortar la línea exactamente por el centro, donde navegan dos de los buques más importantes de la escuadra aliada. En plan chuleta. La columna que se supone encabezada por Nelson in Person se dirige hacia el
Santísima Trinidad
(cuatro puentes, ciento treinta y seis cañones para dar estopa, ojito derecho de la Marina española) o hacia el
Bucenlaure
(ochenta cañones, buque insignia del almirante Vüleneuve), que navega a popa del español. La segunda columna inglesa avanza cosa de media milla al sur de la otra y más o menos paralela a ésta, con dos navíos de tres puentes en cabeza e insignia azul en el trinquete del que abre la marcha (Quelennec estima que podría tratarse del almirante Collingwood, favorito de Nelson) apuntando hacia la escuadra de observación, antes en cabeza y ahora convertida en retaguardia tras la virada en redondo: cinco navíos españoles y seis franceses, cuyo buque insignia es el
Príncipe de Asturias
, de tres puentes y ciento dieciocho cañones, donde enarbola su gallardete el almirante español don Federico Gravina y Nápoli y Nosequemás. Que hay que ver, por cierto, cómo le gustan a los españoles los nombres largos y aristocráticos. Tampoco tienen cuento macabeo, ni nada. Los colegas.

–Les choses como son -comenta el segundo de la
Incertain
, De Montety-. Esos cabrones de ingleses le echan muchos couilles.

–¿Cuá?› -Huevos, mi comandante.

Quelennec está de acuerdo. Huevos con bacon, es lo que le echan los jodíos. La maniobra, si sale bien, permitirá a los británicos cortar y envolver la línea aliada; pero supone, hasta que eso ocurra y desde el momento en que los atacantes lleguen a tiro, sufrir el fuego concentrado de la escuadra francoespañola, bang, raaaca, bang, raaaca, sin poder contestar, de momento. Los navíos tienen la artillería situada en los costados, babor y estribor, y carecen de capacidad de fuego por proa y popa (dos piezas como mucho: las miras situadas a uno y otro lado del bauprés y del timón). De modo que, mientras se acercan en perpendicular buscando el cuerpo a cuerpo, los ingleses apenas podrán usar su artillería. O sea, que van a recibir una estiba guapa.

–Lo mismo ganamos -dice De Montety, que pese a ser de origen aristócrata (dos abuelos y un tío carnal guillotinados en su curriculum) es un optimista.

El comandante de la
Incertain
se rasca el mentón sin afeitar y mira de reojo a su segundo. Lo duda mucho, aunque no dice ni pío. Nelson es un fantasma y un tocapelotas, vale; pero también, manco, tuerto y todo, un marino de pata negra, como dicen los aliados hispanos (que, las cosas como son, tienen un jamón de putísima madre). Jabugo de los mares, o sea. Horacio Nelson. Nada más lejos de NI un irresponsable o un suicida. Quelennec conoce de sobra la extraordinaria capacidad marinera de los ingleses, su superioridad en el manejo de la artillería, su excelente motivación para romperle los cuernos al enemigo. Batiéndose individualmente, la Marina francesa no tiene nada que envidiar a ellos ni a nadie: para cojones, los suyos. Como, verbigracia, demostró hace poco la corbeta de treinta y dos cañones
Bayonnaise
cuando abordó y capturó a la fragata inglesa de cuarenta
Ambuscade
; o cuando el capitán Robert Surcouf, al mando del corsario de dieciocho cañones
La Confíame
, con una tripulación de sólo ciento ochenta y cinco hombres (trescientos setenta huevos en total), tomó al abordaje y por la cara la fragata
Kent
, que artillaba cuarenta piezas y llevaba a bordo la bonita cifra de cuatrocientos treinta hijos de la Gran Bretaña. Por ejemplo. Pero otra cosa es la Frans en lo referente a grandes evoluciones navales y a la capacidad de sus emperifollados (la moda imperial hace estragos) capitostes, porque en ese registro los almirantes imperiales, hasta hace poco consulares y un poquito antes republicanos fervientes (la politique, etcetegá, mon petichú), siguen pegados como lapas al
Traite des évolutions navales
de 1696: dos líneas, orden de batalla, etcétera, pese a lo que ha llovido desde entonces. Y claro, a estas alturas, el genio y la disciplina ingleses suelen imponerse. Rule Britannia hasta echar la pota. Además, todo cristo, hasta el enemigo (a lo mejor por eso Nelson se la juega de aquella manera), conoce las limitaciones del almirante Villeneuve: muy enchufado del ministro Decrés y muy bravo para levantar l’étendard sanglant en los abordajes y el sus y a ellos, o-la-lá y todo lo que se quiera, vale; pero como jefe de la escuadra aliada, a decir de sus oficiales de estado mayor (en Cádiz todos salían de sus reuniones tácticas blancos como el papel, los franceses corriendo a la taberna más próxima y los españoles persignándose), cuando medita maniobras de alta katanga, como hoy mismo (hay que joderse), el comandante general señor almirante Villeneuve sólo se diferencia de una vaca en la mirada inteligente de la vaca.

–Señal del navío almirantuá.

Galopin, el guardiamarina, deja el catalejo junto a la bitácora y busca, diligente, en el libro de señales comunes a la escuadra francoespañola. Quelennec observa que al chico le tiemblan las manos. Y más que le van a temblar, piensa. De aquí a nada.

-Que toda la escuadra arribe para restablecer la línea.

El comandante de la
Incertain
observa las banderas que repiten la señal en las lejanas fragatas y en los penóles de las vergas de los navíos. La orden es oportuna, se dice, pues el viento sigue flojo del oeste, y eso hace que quienes lo ciñen vayan a paso de tortuga, y quienes lo llevan largo se apelotonen. O sea, que si los ingleses llegan hasta ellos antes de que la línea esté restablecida, el desastre puede ser de padre y muy mesié muá. Así que no hay otra que arribar todos a un tiempo, tomando el viento algo más por la popa. Y aun así, la cosa se ve un poquito peliaguda. O un muchito.

–Otra señal, mon comandant. La númego… A ver. Uí…
Que cada buque empiece el combate cuando pueda
. -Anota la hora, monanfant.

11.30, anota el guardiamarina en el libro de bitácora, mientras Quelennec y su segundo cambian una mirada silenciosa. Así también doy órdenes yo, se dicen sin palabras. No te jode. En ese momento, con el viento por la aleta de babor y la enorme vela mayor muy abierta hacia la banda de estribor, la
Incertain
corta la línea francoespañola de oeste a este, por el amplio hueco (al menos dos cables de distancia) que hay entre la popa del navío francés
Héros y
la imponente proa del
Santísima Trinidad
. Que a pesar de los treinta y cinco años de mili que lleva metidos entre baos y cuadernas, acojona. Cuando pasan junto al cuatro puentes español, Quelennec no puede menos que admirar el extraordinario aspecto del buque de guerra más potente del mundo, con las ciento treinta y seis bocas negras de sus cañones asomando por las portas abiertas en ambos costados del altísimo casco rojo y negro con ribetes blancos. Coronado de un bosque de palos y jarcias cubierto de velas, el español parece una isla fortificada e indestructible, cuya apariencia debería bastar para infundir confianza a quien lo tenga de su parte. Debería.

–Mantenlo rumbo nordeste, Berjouan. Listos para virar por avantuá.

Los marineros corren por la cubierta mientras la balandra se desliza, grácil, pasando al otro lado de la línea. Quelennec, aprovechando la relativa libertad de movimientos que le da su carácter de explorador y chico de los recados, tiene intención de dirigirse hacia el sur de la línea y echar un vistazo por aquella parte. El cambio de bordo lo hará muy cerca del español y también del
Bucentaure
, el buque insignia del almirante Villeneuve, que es su matalote de popa; así que le interesa conseguir una maniobra bonita, marinera. Tirarse el pegote, vamos, porque esas cosas se miran mucho, y siempre hay queridos colegas esperando que uno meta la gamba para guiñarse un ojo mientras se dan con el codo. De un vistazo observa la grímpola que en el tope del palo indica la dirección del viento, que sigue flojo del oeste-noroeste. Chachi pirulí. Casi a huevo.

–Arriba un poco, Berjouan. Así… Vale. Caña a la vía.

La
Incertain
ha subido hasta ponerse a estribor del
Héros
, a un par de cables de distancia por su través, cuando Quelennec da las órdenes oportunas, lo de siempre, escotas de foque y trinqueta en banda, caza botavara, orza a la banda, etcétera. Entonces el timonel mete la caña a sotavento, la balandra cruje, cabecea en la marejada sin perder apenas velocidad, y las dos velas triangulares de proa flamean lo justo mientras el viento pasa limpiamente de la banda de babor a la de estribor. Chupado. Y elegante de morirse.

–Caza foque y trinqueta. Zafa cabos.

Los marineros amarran las escotas, las velas se tensan con el viento a un descuartelar, y la
Incertain
, tras su impecable maniobra, navega ahora hacia el sur por sotavento del centro de la división principal de la escuadra. Cuyo aspecto, por cierto, no es muy airoso: a popa del
Trinidad
, sólo el
Bucentaure
y el francés
Redoutable
, que sigue sus aguas algo retrasado pero con mucha gallardía marinera (ese pequeño y eficaz capitán Lucas, piensa Quelennec con una sonrisa de admiración), mantienen la formación idónea. El
San Justo
, español (que no tendría que estar allí sino más atrás, pues pertenece a la división siguiente), y también el
Neptune
francés y el
San Leandro
, español, se hallan sotaventeados y las pasan moradas intentando ocupar sus puestos, con poco viento y además de proa. Sobre todo el
San Justo
, que ha abatido hasta irse al quinto cono, el pobre, y ahora bracea torpemente las vergas intentando coger algo de viento para moverse. Su comandante tiene que estar pasando una vergüenza espantosa.

Al pasar a tiro de pistola del
Eucentaure
, Quelennec se arregla maquinalmente el corbatín y el cuello de la casaca y luego se descubre con mucho protocolo y mucho cuento (el dichoso y flamante imperio, suspira para sus adentros), mirando hacia la toldilla del buque insignia, desde donde un grupo de oficiales franceses observa su maniobra. Entre ellos distingue el sombrero bordado y las charreteras y condecoraciones del almirante Villeneuve (tampoco le gusta ni nada lucir medallas, al tío). Un oficial se adelanta a la balayóla, con una reluciente bocina de latón en las manos, y ordena a la
Incertain
esto y aquello, en resumen, que confirme a la voz al almirante Gravina, cuyos barcos se ven desordenados, la instrucción de mantenerse en su puesto, siguiendo las aguas de la línea. Quelennec y su segundo, De Montety, se miran otra vez en silencio. Gravina. Hace un rato, el almirante español, que manda la escuadra de observación ahora situada a retaguardia, solicitó por banderas permiso para operar independiente de la línea y atacar con sus navíos la columna inglesa más próxima, hostigándola, cortándola o intentando doblarla. La idea tiene sentido común de aquí a Terranova, Gravina es un mari, no hábil y valiente, y a Quelennec le pareció una solución estupenda. Pero Villeneuve opina de otro modo: donde hay almirante francés no manda español. A joderse tocan. Así que Quelennec da el enterado, saluda otra vez y sigue a rumbo sur, obediente. Aún están cerca del
Eucentaure
cuando por la jarcia de éste asciende una nueva señal.
Orzar para recibir al enemigo
, traduce el guardiamarina Galopin.

–Recibir, la que vamos a recibir nosotros -murmura el piloto Kieffer por lo bajiní.

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