Camino a Roma (13 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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Por consiguiente, allí era donde Tarquinius iba a estudiar todos los días. Aquélla constituía la culminación de un sueño que había albergado toda la vida, y su pena se reducía a una mínima parte cada vez que cruzaba el umbral. El interior contenía decenas de miles de rollos de papiro sobre poesía, historia, filosofía, medicina, retórica y cualquier otra materia imaginable. Formada a lo largo de más de doscientos años, la biblioteca de Alejandría comprendía la mayor colección de información del mundo. Además de su camino futuro, Tarquinius esperaba encontrar alguna pista sobre el origen misterioso de su pueblo. A pesar de décadas de investigación, el arúspice seguía sin saber de dónde procedían los etruscos.

Aquel complejo era mucho más que una biblioteca o un depósito de pergaminos. Se trataba de una mezcla de escuela, santuario y museo que también contenía unos jardines inmaculados, un zoológico muy bien surtido y un observatorio. Como es natural, el templo estaba dedicado a las Musas, y era supervisado por un sumo sacerdote. Durante generaciones, los estudiosos griegos de todo el Mediterráneo habían acudido a la biblioteca contratados como profesores, colaborando y compartiendo sus conocimientos con sus discípulos. Hombres que sabían mucho más que Tarquinius habían pasado años allí: Arquímedes, que había estudiado las crecidas y estiajes del río Nilo e inventado el tornillo sin fin capaz de elevar el agua de nivel; Eratóstenes de Cirene, que daba conferencias sobre la ruta a la India navegando en dirección oeste desde Hispania, y que postuló que el mundo era redondo y calculó su circunferencia y diámetro. Otros habían expuesto teorías sobre el efecto del sol sobre los planetas y estrellas, o habían hecho avanzar la ciencia médica gracias al estudio de la anatomía humana.

La humildad se convirtió en una emoción nueva para Tarquinius mientras recorría los pasadizos cubiertos de las distintas alas de la librería, descubriendo la existencia de más información de la que sería capaz de asimilar aunque se pasara toda la vida estudiando. Para él, las estanterías llenas de rollos y pergaminos cubiertos de lino y cuero eran mejor que todo el oro y las joyas del mundo. Aunque la mayoría de la información estaba catalogada, encontró pocos datos sobre los etruscos. Unos pocos fragmentos de papiro desmenuzado hacían referencia a un pueblo que había viajado desde tierras situadas más allá de Asia Menor. Se mencionaba una ciudad llamada Resen junto al río Tigris y poco más. Nada que diera más de cuerpo a aquellos detalles sucintos, que Tarquinius ya conocía gracias a Olenus. A su vez, aquello le hacía desear haber tenido la oportunidad de realizar alguna investigación después de Carrhae. Sin embargo, era una idea fútil porque él, al igual que los demás prisioneros romanos, había permanecido encerrado bajo llave día y noche en Seleucia. Tarquinius pronto empezaría a soñar con viajar otra vez a Partia.

A lo mejor allí le esperaba su futuro. Si bien parte del corazón de Tarquinius se alegraba de aquel pensamiento, la otra parte sufría por la irrevocabilidad total que suponía. ¿Volvería a ver a Romulus algún día? Aunque no había garantía de reencuentro si permanecía en Alejandría, el arúspice era reacio a marcharse hasta que descubriera, o recibiera, algún tipo de señal significativa de su propósito.

Durante semanas, Tarquinius se dedicó a buscar en la sección de la biblioteca que contenía material sobre astronomía e historia. La búsqueda fue en vano. Ansioso por pasar desapercibido, no pedía gran cosa a los bibliotecarios, traductores y escribas, que toleraban su presencia a regañadientes. Para empezar, lo que le había granjeado la entrada había sido su buen nivel de griego y los conocimientos médicos, pero eso no significaba que el forastero silencioso y con cicatrices que deambulaba por los pasadizos cubiertos, o se sentaba solo a observar los debates entre los sabios residentes les cayera bien. No encajaba en el ambiente.

No obstante, había un escritorzuelo —así denominaban a los traductores— que disfrutaba de la compañía de Tarquinius. Aristófanes era un griego de edad avanzada, rechoncho y con una calva incipiente, cuyo principal interés se centraba en la astronomía. Al igual que sus colegas, vestía una túnica anodina de manga corta en un blanco marfil. Encorvado tras toda una vida inclinándose sobre documentos, tenía los dedos manchados de negro por la tinta del estilo de caña. La zona de trabajo de Aristófanes era uno de los pequeños patios que lindaban con los pasillos revestidos de libros. Sentado sobre una alfombrilla y rodeado de rollos y pergaminos, copiaba con destreza tratados antiguos en trozos limpios de papiro cada día. El arúspice también pasaba mucho tiempo en aquella zona de la biblioteca. Era inevitable que hablaran; Tarquinius quiso leer un texto específico sobre Nínive, pero no lo localizaba y había pedido ayuda al griego. Mientras buscaban, habían entablado una larga conversación sobre las ventajas del papiro en comparación con los pergaminos de piel de becerro. Aunque no llegaron a encontrar el rollo correspondiente, se hicieron amigos; pero dialogaban sobre temas eruditos y evitaban los asuntos personales. Aparte del hecho de ser etrusco, Tarquinius habló poco sobre su pasado y Aristófanes tampoco se molestó en preguntar.

Aquella mañana era como las demás y los dos hombres retomaron su conversación del día anterior, acerca de si era posible medir con precisión el movimiento de las estrellas.

—Dicen que en Rodas hay un aparato parecido a una caja que muestra que el sol, la luna y los planetas se desplazan por el cielo —le confió el escritor—. Está hecho de metal, con docenas de pequeñas ruedas y dientes ocultos que se mueven al unísono. Al parecer, incluso es capaz de predecir los eclipses lunares y solares. No sé si creérmelo.

Tarquinius se echó a reír. Había oído rumores sobre la existencia de tal ingenio cuando visitó Rodas.

Aristófanes frunció el ceño.

—¿Qué pasa?

—Mira a tu alrededor. Piensa en la abundancia de conocimiento que se ha reunido aquí —repuso—. ¿Por qué no iba a existir tal artefacto?

—Está claro que tienes razón. —Aristófanes sonrió con arrepentimiento y pesar—. He pasado aquí demasiado tiempo. Ya no soy capaz de ver lo que tengo delante.

Tarquinius se quedó pensativo unos instantes. Aunque los datos que estudiaba en la biblioteca eran fascinantes, le parecían estériles, incluso muertos.

—¿Rodas, dices? —preguntó.

Aristófanes asintió.

—En la escuela griega que hay. Algún día la visitaré —dijo con nostalgia.

«Tal vez debiera ir yo también», se planteó Tarquinius. Había robado lo suficiente para el pasaje. De repente, la tranquilidad de la biblioteca se quebró desde el exterior por las características pisadas fuertes de varios hombres marchando a la vez. El ruido se detuvo junto a la puerta principal, seguida del martilleo de la culata de un arma en la madera. Se oyó vociferar una orden que exigía la entrada.

Aristófanes se quedó desconcertado. Ni siquiera las luchas recientes habían afectado a la condición de remanso de paz en la biblioteca de la ciudad.

—Por el amor de Zeus, ¿qué quieren?

Tarquinius se puso en pie antes de darse cuenta y se llevó la mano a una espada inexistente. Las órdenes habían sido en latín, no en griego ni en egipcio. Aquello ponía de manifiesto que había soldados romanos, lo cual era indicativo de problemas. Era posible que los legionarios formularan preguntas incómodas. Notó que el aire que lo rodeaba se movía. «Peligro», pensó el arúspice. Pero ¿para él o para otra persona?

—¿Qué ocurre? —Aristófanes había visto su reacción—. ¿Vienen a por ti?

«Tranquilízate —pensó Tarquinius—. Pocos romanos de la ciudad me reconocerían, por no decir ninguno.» Respiró hondo.

—No exactamente —repuso con lentitud, sabiendo que las únicas salidas aparte de la entrada principal estaban cerradas con llave. El ya las había probado porque quería encontrar una vía de escape de antemano, por si la necesitaba en alguna ocasión—. No me caen bien, eso es todo.

El griego le dedicó una mirada escéptica. Sabía que Tarquinius era de Italia, y había deducido que había servido en el ejército. Pero su amigo le ocultaba algo. No obstante, al igual que la mayoría de los residentes de la ciudad, ya fueran egipcios o griegos, Aristófanes sentía poco aprecio por los nuevos gobernantes reales debido a su arrogancia, modales ordinarios e inclinaciones marciales.

—Vuelve a colocarte bajo el pórtico —le aconsejó con toda tranquilidad—. Aunque entren aquí, el sol brilla tanto que sólo verán una sombra. Un erudito más estudiando un viejo tomo.

Agradecido, Tarquinius enrolló el tratado sobre Asiria que había estado leyendo con detenimiento e hizo lo que Aristófanes le había indicado. De cara a la hilera de estanterías, podía atisbar por encima del hombro a cualquiera que entrara en esa zona. Pero ¿y qué? Seguía sin tener la posibilidad de salir. Mientras el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho, alzó la vista hacia el trozo de cielo azul que resultaba visible desde su ubicación. El aire estaba sereno y las nubes no le transmitían nada. Tarquinius maldijo para sus adentros.

Se llevó una sorpresa cuando vio que los soldados que entraron con gran estrépito en el patio acto seguido eran una mezcla de romanos y egipcios. Primero llegaron dos escuadras de diez legionarios con buena presencia y luego la misma cantidad de guardas reales, resplandecientes con sus túnicas verdes, cascos griegos y petos de bronce. Cada uno ocupó la mitad de la zona y los dos grupos se desplegaron formando un muro protector, con las lanzas y las espadas preparadas. Básicamente pasaron por encima de Aristófanes y sus pertrechos, y no le hicieron ningún caso. Un oficial silbó para dar luz verde y entonces apareció una joven deslumbrante acompañada de varios cortesanos aduladores y bibliotecarios de alto rango. Tarquinius abrió la boca. Aristófanes volcó los tarros de tinta, se incorporó de un salto y se postró boca abajo encima de la alfombrilla de caña. No tenía tiempo de advertir a Tarquinius, pero tampoco era necesario.

Ahí estaba Cleopatra, hermana del difunto rey Ptolomeo. La amante de César se había convertido en la única gobernante de Egipto. Una diosa para su pueblo. ¿A qué había venido?, se preguntó el arúspice.

—Postraos —ordenó uno de los oficiales.

Tarquinius se puso rápidamente de rodillas; al captar la mirada sesgada de Aristófanes, que estaba boca abajo, se inclinó hacia delante y colocó la frente en el suelo embaldosado. Apenas tuvo unos instantes para observar a Cleopatra, pero le bastaron para apreciar su porte seguro. La reina llevaba un vestido vaporoso de color crema ribeteado con un hilo de plata y el pelo trenzado y recogido. Le caían unos tirabuzones largos a ambos lados de su rostro de tez pálida, y llevaba la cabeza coronada con un
uraeus
, el símbolo de los faraones de Egipto. La corona era de oro macizo y tenía incrustaciones de piedras preciosas, además de incluir una cobra con la cabeza levantada en la parte delantera. Cleopatra llevaba al cuello una sarta de perlas enormes; varias joyas de oro y plata resplandecían desde sus muñecas y dedos. La boca grande y nariz aguileña quedaban fácilmente compensadas por su cuerpo atractivo y escultural. Los pechos generosos se movían con actitud tentadora bajo el tejido transparente del vestido, cuyos pliegues perfectos se le adherían al vientre y a los muslos. Era una visión fascinante.

El oficial volvió a hablar.

—Podéis levantaros.

Desviando con cuidado la mirada de los soldados que tenía cerca, Tarquinius se puso de pie. No reconoció a ninguno, pero más valía no tentar a la suerte. Un solo desafío por su parte y lo atravesarían con un
pilum
, o lo atarían como a una gallina para el puchero y lo torturarían. Aristófanes se encontraba entonces a escasos pasos de Cleopatra y simplemente se atrevió a levantar las rodillas.

—Su majestad —dijo, con voz temblorosa—. Vuestra presencia es un honor para nosotros.

Cleopatra inclinó la cabeza.

—Vengo en busca de conocimiento. Es importante que encuentre lo que busco. Según parece, aquí es donde deberían estar los rollos que me interesan. —Tenía la voz profunda y atractiva, pero la amenaza que escondía su tono no dejaba lugar a dudas.

Aristófanes empezó a notar un sudor frío en la frente.

—¿Qué tipo de información necesita Su Majestad exactamente? —preguntó.

Se produjo una larga pausa que Tarquinius aprovechó para observar a Cleopatra de reojo. Una sacudida de energía le atravesó el cuerpo mientras recorría su vientre liso con la mirada. «Está embarazada —pensó, tan asombrado por ello como por la brusca recuperación de su capacidad adivinatoria—. Cleopatra va a dar descendencia a César. —Volvió a mirarla. Un varón—. El hombre que se ha propuesto ser el único gobernante de Roma tendrá un heredero. Cleopatra ha venido aquí para averiguar qué le deparará el futuro a ella y a su retoño.» Pensó en Romulus inmediatamente. ¿Era aquélla la amenaza que había presentido?

Cleopatra se mostró evasiva.

—No gran cosa —susurró sensualmente—. Nada más que la disposición de las estrellas durante al año próximo más o menos. Además de la previsión para todos los signos del Zodíaco.

Aristófanes se quedó horrorizado.

—Su Majestad. No soy experto en esas materias —tartamudeó.

Cleopatra sonrió.

—Sólo tienes que encontrar los rollos correspondientes. Estos hombres interpretarán el significado para mí. —Señaló a los hombres con sotana que estaban detrás de ella, que entonces se quedaron horrorizados.

Aristófanes tragó saliva aliviado sin disimulos.

—Por supuesto, Su Majestad. ¿Tendréis la amabilidad de acompañarme? —Con brazo tembloroso, señaló el pasillo situado detrás de Tarquinius.

El arúspice se quedó petrificado. No había previsto nada de todo aquello. Lo único que podía hacer era intentar mantener la calma. Cualquier movimiento brusco atraería atención no deseada.

—¡Guíanos! —ordenó Cleopatra a Aristófanes.

Los guardas egipcios se separaron de inmediato y permitieron que el escritor se marchara correteando. Se colocaron en cuatro filas de cinco con Cleopatra en el medio, las lanzas en posición vertical. La mitad siguió a Aristófanes, luego iba la reina y los sudorosos eruditos, seguidos de los diez restantes. La pequeña columna salió del patio y pasó al pasaje cubierto donde se encontraba Tarquinius, rígido como una estatua. El olor a sudor y cuero engrasado llenó el aire cuando pasaron. La mayoría ni siquiera lo miraron dos veces, pues para ellos no era más que otro estudioso mal vestido.

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