Camino a Roma (15 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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Pensaran o no lo mismo, entre los centuriones no cundió el pánico. Veteranos de numerosas campañas, eran el paradigma de la disciplina, y el pilar de las legiones en momentos peligrosos como aquél. Instando a los hombres a estar juntos, llenaron los huecos que habían dejado las cuadrigas. Romulus perjuró en voz alta aliviado cuando se percató de sus intenciones. Los centuriones se habían dado cuenta de que a la Vigésima Octava sólo le quedaba un atisbo de ventaja: la altura. Les hacía ganar un poco de tiempo. Como los soldados de infantería enemigos tenían que correr cuesta arriba, su carga era mucho más lenta que la de las cuadrigas.

Romulus se mostró más resuelto y lanzó una mirada a Petronius.

El veterano le dio una palmada en el hombro.

—De esto va la cosa, muchacho —farfulló—. De espalda al muro. A punto de morir, pero rodeados de nuestros compañeros. No se puede pedir más, ¿no?

Los hombres que oyeron el comentario asintieron con determinación.

Su respuesta hizo asomar lágrimas de orgullo a los ojos de Romulus. Ninguno de ellos estaba al corriente de su pasado de esclavo, pero habían visto su valentía de primera mano y ahora ya era uno de ellos. El rechazo que él y Brennus habían sufrido de manos de otros legionarios en Margiana le había dejado una huella profunda en el alma. Ahí en una ladera póntica yerma bajo el sol abrasador, el reconocimiento de los soldados era un bálsamo poderoso y agradable. Romulus alzó el mentón con determinación renovada. Si tenía que morir, moriría entre hombres que lo consideraban uno de los suyos.

—El Elíseo nos espera —gritó Petronius, alzando el
pilum
—. ¡Y morimos por César!

Una ovación fuerte y desafiante siguió a su grito. El nombre de César recorrió la fila como un mantra. Quedó claro que renovaba las fuerzas del muro de escudos, que habían flaqueado ante la clara superioridad numérica de las tropas enemigas que subían corriendo por la ladera. Hasta los legionarios que estaban a punto de ser alcanzados por la caballería póntica se sumaron a la ovación.

Romulus notó que se le levantaban los ánimos. Desde que había sido reclutado a la fuerza para la Vigésima Octava, no había tenido la posibilidad real de llegar a comprender la devoción inquebrantable que los soldados profesaban a su general. Sabía que César se había ganado la lealtad de sus tropas dando la cara: liderando desde la parte delantera, compartiendo sus privaciones y recompensando bien su fidelidad. Pero en realidad no lo había visto con sus propios ojos. La batalla nocturna de Alejandría había sido un desastre, y la victoria decisiva sobre las fuerzas de Ptolomeo poco después no había sido una lucha muy reñida. Romulus había oído hablar una y otra vez de lo increíblemente buen líder que era César, pero ninguno de esos dos enfrentamientos le había ofrecido las pruebas que necesitaba. Si tenía que servir en una de las legiones del general durante los seis años siguientes o más, quería creer en él. En esos momentos, tal convencimiento iba arraigándose en su corazón. Ver que los hombres conservaban su fe en César cuando se aproximaba su muerte resultaba sumamente excepcional.

Toda posibilidad de pensar se esfumó cuando los peltastas y
thureophoroi
aparecieron a toda prisa. Hasta ese momento Romulus no se había percatado de la variedad de extranjeros con la que contaba el ejército de Farnaces. A diferencia de los legionarios romanos y de los hombres de Deiotarus, que se armaban y vestían prácticamente del mismo modo, no había ni siquiera dos hombres de los que cargaban colina arriba que se parecieran entre sí. Atraídos por los sueldos elevados de los mercenarios y la posibilidad de saquear, habían llegado al Ponto desde todas partes. Había peltastas tracios como los que Romulus había visto en Alejandría: sin armadura y provistos de
rhomphaiai
de hoja larga y escudos ovales con púas. Además había distintos tipos de peltastas, hombres armados con jabalinas y cuchillos curvos. Algunos individuos llevaban una armadura de lino acolchado, mientras que otros portaban escudos circulares o en forma de media luna hechos de mimbre y recubiertos de piel de oveja. Unos cuantos, sin duda los más ricos, tenían escudos con caras de bronce pulido.

Muchos de los soldados de infantería que se acercaban eran
thureophoroi
de Asia Menor y más al oeste. Llevaban pesados escudos ovales o rectangulares de cuero y cascos macedonios con penacho con grandes piezas protectoras para las mejillas y grandes viseras redondeadas por encima de los ojos. Al igual que los peltastas, pocos llevaban armadura, solamente unas túnicas ceñidas con un cinturón de distintos colores: marrón rojizo como los legionarios pero también blancas, azules u ocres. La mayoría llevaba jabalinas y una espada, pero algunos iban armados con unas largas lanzas para dar estocadas.

El flanco izquierdo del enemigo estaba integrado por miles de capadocios, hombres barbudos y fieros pertenecientes a tribus con unos gorros de tela puntiagudos, túnicas de manga larga y pantalones de escudos hexagonales. Llevaban espadas largas parecidas a la que tenía Brennus, así como jabalinas o lanzas.

En solitario, ninguno de estos tipos de soldado habría presentado demasiadas dificultades a la legión romana. El problema, pensó Romulus, era que esos hijos de perra eran demasiados. Incluso con el resto del ejército, toda victoria tendría que ganarse a pulso. La suerte de la Vigésima Octava estaba echada, pero después ¿cómo iba a prevalecer siquiera César?

Petronius se echó a reír y lo sobresaltó.

—Ya tenemos dos cosas por las que estar agradecidos —declaró.

Romulus intentó comprender a qué se refería.

—¿Están sudando la gota gorda para alcanzarnos y nosotros nos quedamos aquí a esperarlos?

—Y nuestros
pila
resultarán mucho más eficaces si los lanzamos colina abajo.

Los oficiales enemigos estaban pensando lo mismo. Si bien tenían que alcanzar a la Vigésima Octava antes de que apareciera el resto de las legiones, no tenía mucho sentido lanzar a soldados jadeantes contra un enemigo descansado. Hicieron detener a sus hombres a cien pasos de distancia, fuera del alcance de los
pila
. Lo único que podían hacer los legionarios era murmurar oraciones e intentar hacer caso omiso de los horribles sonidos procedentes de atrás mientras sus compañeros batallaban para contener a la caballería pesada póntica. Los oficiales más ingeniosos ordenaban a sus hombres que clavaran los
pila
a los jinetes enemigos como habían hecho en Farsalia, pero la estratagema sólo funcionaba en parte. Estaban abriendo muchos huecos en las filas romanas, lo cual amenazaba con desintegrar a la Vigésima Octava. Si eso ocurría, pensó Romulus, morirían todos antes incluso de lo que había imaginado.

Unas garras ardientes le tenían el estómago atenazado. Por suerte, no tenía tiempo para dar vueltas a la situación. Los peltastas y
thureophoroi
que se acercaban pronto les alcanzarían. A pesar del agónico esfuerzo de ascender por la colina, la infantería enemiga recobró el aliento con rapidez. Tal vez no pasaran más de veinte segundos antes de que cargaran contra los romanos como perros de caza. No había ningún muro de escudos impenetrable como el que utilizaban las legiones sino sólo una masa palpitante de hombres que gritaban y sus correspondientes armas. Los entusiastas capadocios estaban unos pasos por delante del resto de las tropas pónticas, pero todos se unirían en la batalla en cuestión de segundos. Unos cuantos insensatos arrojaron las lanzas mientras corrían; apenas volaron más de quince pasos antes de resbalar en el terreno accidentado sin herir a nadie. La mayoría, que obviamente obedecía órdenes, se contuvo hasta estar mucho más cerca.

Los centuriones no mostraron tanto reparo. Teniendo en cuenta que la ladera empinada otorgaba una distancia adicional a los
pila
, tenían que causar el máximo número de bajas antes de que la infantería póntica los atacara.

—¡Preparad las jabalinas! —rezó la orden cuando el enemigo estuvo a unos cincuenta pasos de distancia—. ¡Apuntad lejos!

Romulus cerró el ojo izquierdo y apuntó a un peltasta barbudo que estaba ligeramente más adelantado que sus compañeros. Llevaba un escudo oval pintado de blanco y una
rhomphaia
ligeramente mayor de lo normal, aunque se le veía perfectamente capaz de empuñarla. Romulus recordó al hombre contra el que había luchado en Alejandría y se imaginó las heridas que el guerrero podía infligir. Agarró con fuerza el
pilum
, echó hacia atrás el brazo derecho y esperó la orden.

Todos los hombres hacían lo mismo.

—¡FUEGO! —bramaron los centuriones al unísono y con fuerza.

Las jabalinas formaron una lluvia oscura de metal y madera. Teniendo en cuenta la caída pronunciada de la ladera que no ofrecía más que el cielo azul como telón de fondo, se veían bien hermosas volando por el aire. Sin embargo, la infantería póntica no alzó la vista. Decididos a enzarzarse con los legionarios, esprintaron.

Romulus observó al peltasta al que había apuntado mientras se preguntaba si habría dado en el blanco. Al cabo de un instante, el hombre cayó con un
pilum
clavado en el pecho y él gritó entusiasmado. No había forma de saberlo, pero Romulus tenía la corazonada de que había sido su lanzamiento. Los enemigos, densos y juntos como un banco de peces, corrían con los escudos alzados, lo cual significaba que todas las jabalinas caían o herían a un guerrero. No obstante, eran tan numerosos que un par de cientos menos no se notaban demasiado. Incluso cuando una segunda lluvia
depila
hubo aterrizado, se vieron pocos huecos en sus filas. Aquello hizo que Romulus se mostrara incrédulo y temeroso. En aquellos momentos todo dependía de los
gladii
que él y todos sus compañeros llevaban. Eso y su coraje romano.

Empezó a golpear la espada en el lateral del
scutum.

Petronius hizo lo mismo desplegando una amplia sonrisa. Otros les emularon tamborileando las hojas de hierro cada vez más rápido para armar un alboroto que aterrorizara a las tropas pónticas que se aproximaban.

—¡Venga, cabrones! —gritó Romulus, ansioso por enzarzarse a golpes con sus enemigos. Ya habían esperado suficiente. Era el momento de luchar.

Todos los centuriones que no estaban de cara a la caballería enemiga se encontraban en la primera fila. A veinte pasos de Romulus y Petronius también estaba el
aquilifer
. El mástil de madera que portaba estaba coronado con el águila de plata, la posesión más importante de la legión, el símbolo que condensaba el coraje y el orgullo de la unidad. Dado que sostenía el estandarte en alto con las dos manos, el
aquilifer
no podía defenderse, lo cual significaba que los legionarios de los flancos tenían que luchar con el doble de dureza. Sin embargo, esa posición estaba muy buscada. Perder el águila en la batalla era la mayor desgracia que podía sufrir una legión, y los hombres eran capaces de heroicidades para evitarlo. Que el legado lo colocara en tal posición ponía de manifiesto que la lucha sería a la desesperada. Aunque Romulus se había alistado en la Vigésima Octava a la fuerza, él también derramaría hasta la última gota de sangre para defenderla.

—¡En formación cerrada! —bramaron los oficiales—. ¡Filas delanteras, juntad escudos! ¡Los de atrás, alzad escudos!

Moviéndose juntos hasta casi tocarse con los hombros, los legionarios obedecieron. Lo habían hecho innumerables veces: en terrenos de adiestramiento y en la guerra. Era una costumbre arraigada en ellos. ¡Clinc, clinc, clinc!, hicieron los
scuta
, un ruido metálico y reconfortante. En esos momentos llevaban todo el cuerpo cubierto por delante: desde la cabeza hasta la parte inferior de la pantorrilla. Lo único que sobresalía del muro compacto eran los extremos afilados de sus
gladii
. Los soldados que iban detrás también estaban protegidos de los proyectiles enemigos por el muro de escudos alzados.

La infantería póntica ya estaba casi encima de ellos. Era el momento de las jabalinas. Lanzados de forma indiscriminada, los proyectiles enemigos invadieron el aire por ambos lados durante un instante antes de aterrizar entre los legionarios con el típico sonido silbante. Gracias a lo resistentes que eran sus escudos, pocos hombres resultaron heridos. Sin embargo, los acribillaron los
scuta
con las lanzas, lo cual los dejó inutilizados. Tiraron desesperadamente de las astas de madera para desclavarlas. Fue demasiado tarde. Con un estruendo de mil demonios, los dos bandos se encontraron.

De repente la visión de Romulus quedó reducida a lo que tenía justo delante. Todo lo demás resultaba irrelevante. Sólo importaban él, Petronius y los legionarios que tenía cerca. Un peltasta de pelo canoso, basto y rizado que llevaba una
rhomphaia
con la hoja mellada se abalanzó sobre Romulus. Debía de tener unos cuarenta años, pero los músculos de los brazos y las piernas tostados por el sol estaban tensos como tiras de madera. El veterano enseñó los dientes y embistió a Romulus con el escudo oval para intentar derribarlo. Con la pierna izquierda preparada detrás del
scutum
, a Romulus no le resultó difícil recibir el impacto. «Movimiento estúpido —pensó—. Peso por lo menos el doble que ese imbécil.»

Aquello no entraba en los planes del peltasta.

Incluso mientras forcejeaban, empujándose con sus respectivos escudos, la
rhomphaia
se situaba por encima de sus cabezas. Alcanzó el extremo del casco de bronce acampanado de Romulus y fácilmente partió en dos el metal, lo cual le provocó una herida profunda en el cuero cabelludo. La fuerza del golpe hizo ver las estrellas a Romulus. Se tambaleó y las piernas se le doblaron. En un arrebato de furia, el peltasta tiró de la empuñadura de su
rhomphaia
para arrancarla del casco. Por suerte, la hoja se quedó clavada durante unos instantes. Aturdido y sintiendo un dolor insoportable, Romulus se percató de que debía actuar de inmediato o el siguiente golpe del peltasta le dejaría los sesos desparramados por el suelo duro. Cayó de rodillas de forma instintiva, sacó la
rhomphaia
por el borde del
scutum
y la apartó de su contrincante, lo cual le impedía agarrarla bien. La maldición que éste profirió le indicó que su táctica había funcionado.

Sin embargo, lo más importante era que alrededor de los bordes de los dos escudos vio las pantorrillas desprotegidas del peltasta. Romulus se echó hacia delante con su
gladius
y le cortó el gran tendón que sobresalía de la rodilla izquierda. No era un golpe mortífero, pero tampoco tenía por qué serlo. Ningún hombre era capaz de sufrir una herida como aquélla y seguir en pie. Con un alarido, el peltasta soltó su
rhomphaia
, que justo acababa de salir del casco de Romulus. Cayó con torpeza y aterrizó de costado, pero se las apañó para mantener el escudo delante de él. Sacó un puñal con el que embistió contra el brazo con el que Romulus empuñaba la espada.

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