Caminos cruzados (18 page)

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Authors: Ally Condie

Tags: #Infantil y juvenil, #Romántico

BOOK: Caminos cruzados
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—Basta —digo a Vick.

Ignoro la mirada de sorpresa de Eli. Me estoy volviendo como mi padre. Él siempre oía voces en su cabeza que le pedían que hablara con la gente, que tratara de cambiar el mundo.

Cuando hemos sacado tantas esferas como podemos, Eli y yo cavamos juntos la tumba de Vick. Nos cuesta, aunque la tierra está suelta. Mis músculos agotados protestan y el hoyo no es tan hondo como querría. Eli trabaja sin descanso a mi lado, sacando tierra con sus manitas.

Cuando terminamos, metemos a Vick en la tumba.

Él había vaciado una de sus mochilas en nuestro campamento y se la había llevado para meter sus capturas. Dentro, encuentro un pez plateado y también lo meto en la tumba. Le dejamos el abrigo puesto. El agujero sobre su corazón donde antes estaba el disco plateado parece una heridita. Si la Sociedad lo desentierra, no sabrá nada de él. Incluso las muescas de sus botas tienen un significado que no comprenderá.

Vick me sigue hablando mientras labro un pez de piedra para dejarlo encima de su tumba somera. Las escamas son anaranjadas y mates. Una trucha arcoíris sin todos sus colores. No es auténtica como la que ha visto Vick. Pero es lo máximo que puedo hacer. Quiero que no solo señale que ha muerto sino también que quiso a una chica y ella le correspondió.

«No me han matado», me dice Vick.

«¿No?», pregunto, pero en voz baja, para que Eli no me oiga.

«No —responde, con una sonrisa—. No mientras los peces sigan aquí, nadando, frezando, reproduciéndose.»

«¿Es que no ves este sitio? —pregunto—. Lo hemos intentado. Pero también van a morir.»

Y entonces deja de hablarme y sé que se ha ido de verdad. Querría volver a oír una voz en mi cabeza y por fin comprendo que, mientras mi padre oyó voces, jamás estuvo solo.

Capítulo 20

Cassia

Mi respiración hace un ruido preocupante. Suena como olitas de un río que lamen débilmente la roca con la esperanza de desgastarla.

—Háblame —digo a Indie.

Advierto que ella carga con dos mochilas, dos cantimploras. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Son las mías? Estoy demasiado cansada para que me importe.

—¿Qué quieres que diga? —pregunta.

—Lo que sea. —Me hace falta oír algo aparte de mi respiración, mi corazón fatigado.

En algún momento, antes de que sus palabras se diluyan en mis oídos, advierto que me explica cosas, muchas cosas; que no puede dejar de hablar ahora que cree que estoy demasiado enferma para asimilar lo que dice. Ojalá pudiera prestar más atención a sus palabras, recordar esto. Solo capto unas pocas frases.

«Todas las noches antes de acostarme»

y

«Pensaba que todo sería distinto después»

y

«No sé durante cuánto tiempo más voy a poder seguir creyendo».

Casi parece poesía y vuelvo a preguntarme si alguna vez seré capaz de terminar el poema para Ky. Si sabré qué palabras decir cuando por fin lo vea. Si tendremos alguna vez tiempo para más que principios.

Quiero pedir a Indie otra pastilla azul de mi mochila, pero, antes de abrir la boca, vuelvo a recordar que mi abuelo me dijo que era lo bastante fuerte para no tomar pastillas.

«Pero, abuelo —pienso—, no te entendí tan bien como creía. Los poemas. Pensaba que sabía qué pretendías. Pero ¿en cuál querías que creyera?»

Recuerdo sus palabras cuando me dio el papel poco antes del final. «Cassia —susurró—. Te he dado algo que no entenderás todavía, pero un día lo harás. Tú más que nadie.»

Un pensamiento me revolotea por la mente como una antíope, una de las mariposas que cuelgan sus capullos de ramitas tanto aquí como en Oria. Es un pensamiento que ya casi he tenido pero no me he permitido completar hasta ahora.

«Abuelo, ¿fuiste el Piloto?»

Y luego me asalta otro pensamiento, uno liviano y raudo que no alcanzo a comprender del todo y me deja otra impresión de alas batiendo con suavidad.

—Ya no las necesito —me digo. Las pastillas, la Sociedad. No sé si es cierto. Pero me lo parece.

Y entonces la veo. Una brújula, hecha de piedra, dejada en una repisa justo a la altura de mis ojos.

La cojo, pese a haber soltado todo lo demás.

La llevo en la mano mientras caminamos aunque pesa más que muchas de las cosas que he dejado caer al suelo. Pienso: «Me hace bien, aunque pese». Pienso: «Me hace bien, porque que mantendrá arraigada a la tierra.»

Capítulo 21

Ky

—Di las palabras —me pide Eli.

Las manos me tiemblan de cansancio después haber cavado durante horas. El cielo se oscurece por encima nosotros.

—No puedo, Eli. No significan nada.

—Dilas —me ordena, de nuevo lloroso—. Hazlo.

—No puedo —repito, y dejo el pez de piedra sobre la tumba de Vick.

—Tienes que decirlas —insiste—. Tienes que hacerlo por Vick.

—Ya he hecho lo que he podido por Vick —digo—. Los dos lo hemos hecho. Hemos intentando salvar el río. Es hora de irnos. Él haría lo mismo.

—Ya no podemos atravesar la llanura —observa.

—Nos nos separaremos de los árboles —digo—. Aún no es de noche. Lleguemos hasta donde podamos.

Regresamos al campamento próximo a la entrada del cañón para recoger nuestras cosas. Al envolverlos, los pescados ahumados nos dejan escamas plateadas en las manos y en la ropa. Nos repartimos la comida de la mochila de Vick.

—¿Quieres alguno de estos? —pregunto a Eli cuando encuentro los panfletos que llevaba Vick.

—No —responde—. Me gusta más lo que he elegido yo.

Me meto uno en la mochila y dejo el resto. No merece la pena llevarlos todos.

Eli y yo comenzamos a atravesar la llanura en la penumbra, caminando uno al lado del otro.

Él se detiene y mira atrás. Un error.

—Tenemos que seguir, Eli.

—Espera —dice—. Para.

—No voy a parar —afirmo.

—¡Ky! —exclama—. Mira detrás de ti.

Me doy la vuelta y, en lo que queda de luz diurna, la veo.

«Cassia.»

Aunque esté lejos, sé que es ella por cómo se le enredan los oscuros cabellos con el viento y por cómo está de pie en las rocas rojas de la Talla. Es más hermosa que la nieve.

«¿Es esto real?»

Ella señala el cielo.

Capítulo 22

Cassia

Casi estamos arriba; casi podemos ver la llanura.

—Cassia, para —dice Indie cuando me encaramo a un peñasco.

—Ya casi hemos llegado —objeto—. Tengo que ver. —En las últimas horas, he recobrado mi fuerza y mi claridad mental. Quiero alcanzar el punto más elevado para tratar de ver a Ky. El viento es frío y puro. Su caricia me hace bien.

Trepo hasta la roca más alta.

—No lo hagas —dice Indie desde abajo—. Vas a caerte.

—¡Oh! —exclamo.

Hay tanto que ver... Rocas anaranjadas, una parda llanura herbosa, agua, montañas azules. Un cielo crepuscular, nubes de tormenta, un sol rojo y unos cuantos fríos copos de nieve blanca cayendo.

Dos figuritas oscuras que miran hacia arriba.

¿Me miran a mí?

«¿Es él?»

Desde tan lejos, solo hay una forma de saberlo.

Señalo el cielo.

Por un momento, no sucede nada. La figura permanece inmóvil, y yo sigo quieta, viva y...

Él echa a correr.

Bajo por las rocas. Resbalo y patino, impaciente por llegar a la llanura. «Ojalá —pienso mientras mis torpes pies avanzan demasiado deprisa, no lo bastante—. Ojalá pudiera correr. Ojalá hubiera escrito un poema entero. Ojalá tuviera la brújula...»

Pero, cuando llego a la llanura, no deseo nada aparte de lo que tengo.

A Ky. Corriendo hacia mí.

Jamás lo había visto correr así, veloz, libre, fuerte, salvaje. Está tan hermoso, su cuerpo se mueve con tanta armonía...

Se detiene a la distancia justa para que yo vea el azul de sus ojos y olvide el rojo de mis manos y el verde que me gustaría llevar puesto.

—¡Estás aquí! —exclama mientras respira con dificultad, con ansia. Tiene la cara sudorosa y manchada de tierra y me mira como si yo fuera lo único que siempre ha necesitado ver.

Abro la boca para decir que sí. Pero solo tengo tiempo de respirar antes de que él salve la poca distancia que nos separa. Su beso es lo único que sé.

Capítulo 23

Ky

—Nuestro poema —susurra ella—. ¿Me lo recitas?

Acerco el rostro a su oído. Le rozo el cuello con los labios. Su cabello huele a salvia. Su piel, a mi tierra.

Pero soy incapaz de articular palabra.

Ella es la primera en recordar que no estamos solos.

—Ky —susurra.

Nos separamos un poco. A la luz menguante, veo su pelo enredado y su piel bronceada. Su belleza siempre me ha dejado sin aliento.

—Cassia —digo, con voz ronca—, este es Eli.

Cuando ella lo mira y el rostro se le ilumina, sé que no he imaginado su parecido con Bram.

—Esta es Indie —dice mientras señala a la chica que la acompaña. Indie se cruza de brazos.

Un silencio. Eli y yo nos miramos. Sé que los dos pensamos en Vick. Este debería ser el momento de presentarlo, pero ya no está.

Anoche, Vick aún vivía. Esta mañana estaba junto al río, viendo la trucha. Pensaba en Laney mientras los colores y el sol centelleaban.

Luego ha muerto.

Hago un gesto a Eli, que está muy derecho.

—Esta mañana éramos tres —digo.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Cassia.

Su mano se tensa en la mía y yo se la aprieto con suavidad, consciente de los cortes que palpo en su piel. ¿Cuánto ha tenido que sufrir para encontrarme?

—Ha venido alguien —respondo—. Han matado a nuestro amigo Vick. Y también han matado el río.

De pronto, me doy cuenta de cómo se nos debe de ver desde arriba. Estamos parados en la llanura, expuestos, a la vista de todos.

—Entremos en la Talla —sugiero.

Al oeste, el sol ya casi se ha escondido por detrás de las montañas en un día de oscuridad y luz. Vick se ha ido. Cassia está aquí.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunto al oído cuando entramos en la Talla. Cassia se vuelve para responderme y su aliento caliente me acaricia la mejilla. Nos abrazamos para volver a besarnos, nuestros labios y manos delicados y voraces. Susurro en su piel caliente:

—¿Cómo nos has encontrado?

—La brújula —responde, y me la pone en la mano. Para mi sorpresa, es la que he labrado en piedra.

—¿Y ahora adónde vamos? —pregunta Eli con voz trémula cuando llegamos al lugar donde ayer acampamos con Vick. Aún huele a humo. La luz de las linternas se reflejan en las escamas plateadas de pescado que siembran el suelo—. ¿Aún vamos a cruzar la llanura?

—No podemos —afirma Indie—. Al menos, en un día o dos. Cassia ha estado enferma.

—Ya me encuentro bien —dice Cassia. Su voz parece fuerte.

Saco el pedernal de la mochila para encender otra fogata.

—Me parece que esta noche nos quedaremos aquí —respondo a Eli—. Ya decidiremos por la mañana. —Él asiente y, sin hacer preguntas, comienza a recoger broza.

—Es casi un niño —susurra Cassia—. ¿Lo trasladó a los pueblos la Sociedad?

—Sí —respondo. Golpeo el pedernal. Nada.

Ella pone su mano sobre la mía y yo cierro los ojos. Al segundo golpe, saltan chispas y ella contiene la respiración.

Eli trae un montón de ásperos matojos. Cuando los echa al fuego, crepitan, y el olor a salvia impregna la noche, penetrante y agreste.

Cassia y yo estamos sentados tan juntos como podemos. Ella se apoya en mí y yo la rodeo con los brazos. No caigo en la trampa de creer que la sostengo: ella lo hace sola. Pero abrazarla impide que yo me desmorone.

—Gracias —dice Cassia a Eli. Por su voz, sé que le sonríe y él también lo hace, a duras penas.

Eli se sienta en el lugar que anoche ocupó Vick. Indie le hace sitio y se inclina hacia el fuego para ver danzar las llamas. Me lanza una mirada y percibo un brillo en sus ojos que no sé interpretar.

Cambio un poco de postura. Le doy la espalda para que no pueda vernos y alumbro las manos de Cassia con mi linterna.

—¿Qué te ha pasado? —pregunto.

Ella se las mira.

—Me las he cortado con una cuerda —responde—. Cruzamos a otro cañón mientras te buscábamos antes de volver a este. —Mira a Indie y a Eli y les sonríe antes de acurrucarse contra mí—. Ky —añade—. Volvemos a estar juntos.

Siempre he adorado su forma de decir mi nombre.

—Yo tampoco me lo puedo creer.

—Tenía que encontrarte —dice.

Me rodea con los brazos, por debajo del abrigo, y noto sus dedos en mi espalda. Hago lo mismo. Es tan delgada y menuda... Y es fuerte. Nadie más podría hacer lo que ha hecho ella. La abrazo con más fuerza aún, el dolor y la liberación de tocarla es una sensación que recuerdo de la Loma. Ahora es incluso más fuerte.

—Tengo que decirte una cosa —me susurra al oído.

—Adelante.

Respira hondo.

—Ya no tengo la brújula. La que me diste en Oria. —Habla de forma atropellada y sé, por su voz, que se ha puesto a llorar—. Se la intercambié a un archivista.

—No pasa nada —digo, y hablo en serio. Está aquí. Después de todo lo sucedido, la brújula es lo menos que podría haber perdido por el camino. Y no se la di para que me la guardara. Se la regalé. Aun así, tengo curiosidad—. ¿Qué obtuviste a cambio?

—No lo que esperaba —responde—. Pedí información sobre adónde llevaban a los aberrantes y sobre cómo ir.

—¡Cassia! —exclamo, y me callo. Fue una temeridad. Pero ella lo sabía cuando lo intentó. No necesita que yo se lo recuerde.

—En vez de eso, el archivista me dio un relato —dice—. Al principio, creí que me había engañado y me enfadé muchísimo. Lo único que me quedaba para llegar hasta ti eran las pastillas azules.

—Un momento —la interrumpo—. ¿Pastillas azules?

—De Xander —responde—. No las intercambié porque sabía que las necesitaríamos para sobrevivir en el cañón. —Me mira y malinterpreta mi expresión—. Lo siento. Tuve que decidir tan deprisa...

—No es eso —digo mientras le cojo el brazo—. Las pastillas azules son veneno. ¿Has tomado alguna?

—Solo una —responde—. Y no creo que estén envenenadas.

—He intentado decírselo —se excusa Indie—. Yo no estaba cuando se la ha tomado.

Respiro.

—¿Cómo has conseguido seguir moviéndote? —pregunto a Cassia—. ¿Has comido? —Asiente. Saco un pan de mi mochila—. Cómete esto ahora mismo —digo. Eli saca otro de la suya.

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