Luciana, 17 años, está en coma por haber ingerido una pastilla de éxtasis. Es «el día siguiente». Mientras sus amigos se preguntan qué ha pasado, Eloy, el chico que la ama, busca desesperado al camello que le vendió la pastilla para tratar de salvarle la vida. Sólo analizando qué contenía la droga sabrán los médicos a qué se enfrentan. Luciana se convierte en noticia de la prensa depredadora y en unas pocas horas a su alrededor todo se convulsiona: sus padres, su hermana pequeña, su mejor amiga que es bulímica y la necesita para luchar contra su enfermedad, los médicos, la policía que persigue al camello y este que se enfrenta a su jefe… Y mientras, Luciana lucha una partida de ajedrez con la muerte.
Jordi Sierra i Fabra
Campos de fresas
ePUB v1.0
Dirdam13.08.12
Campos de fresas
Autor: Jordi Sierra i Fabra, 1997
Editorial: SM, 1997
ISBN: 84-226-6846-7
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
A Montserrat Sendil,
compañera esencial y mágica
de tantas historias
y aventuras literarias
«Nada es real,
no hay nada por lo que preocuparse.
Campos de fresas para siempre.»
John Lennon,
Strawberry fields forever
Abrió los ojos cuando el primer zumbido del teléfono aún no había muerto y lo primero que encontró fueron los dígitos verdes de su radio-reloj en la oscuridad de la noche.
Por ello supo que la llamada no podía ser buena.
Ninguna llamada telefónica lo es en la madrugada.
Alargó el brazo en el preciso momento en que sobrevenía el silencio entre el primer y el segundo zumbido, y tropezó con el vaso de agua depositado en la mesita de noche. Lo derribó. A su lado, su mujer también se agitó por el brusco despertar. Fue ella la que encendió la luz de su propia mesita.
La mano del hombre se aferró al auricular del teléfono. Lo descolgó mientras se incorporaba un poco para hablar, y se lo llevó al oído. Su pregunta fue rápida, alarmada.
—¿Sí?
Escuchó una voz neutra, opaca. Una voz desconocida.
—¿El señor Salas?
—Soy yo.
—Verá, señor —la voz, de mujer, se tomó una especie de respiro. O más bien fue como si se dispusiera a tomar carrerilla—. Le llamo desde el Clínico. Me temo que ha sucedido algo delicado y necesitamos…
—¿Es mi hija? —preguntó automáticamente él.
Sintió cómo su mujer se aferraba a su brazo.
—Sí, señor Salas —continuó la voz, abierta y directamente—. Nos la han traído en bastante mal estado y… bueno, aún es pronto para decir nada, ¿entiende? Sería necesario que se pasara por aquí cuanto antes.
—Pero… ¿está bien? —la tensión le hizo atropellarse, la presión de la mano de su esposa le hizo daño, su cabeza entró en una espiral de miedos y angustias—. Quiero decir…
—Su hija ha tomado algún tipo de sustancia peligrosa, señor Salas. La han traído sus amigos y estamos haciendo todo lo posible por ella. Es cuanto puedo decirle. Confío en que cuando lleguen aquí tengamos mejores noticias que darle.
—Vamos inmediatamente.
—Hospital Clínico. Entren por urgencias.
—Gracias… sí, claro, gracias…
Se quedó con el teléfono en la mano, sin darse cuenta de que su mujer ya estaba en pie. Después la miró.
—¿Un accidente de coche? —apenas si consiguió articular palabra ella.
—No, dicen que se ha… tomado algo —exhaló él.
La confusión se empezaba a reflejar en sus rostros.
—¿Qué? —fue lo único que logró decir su esposa entre las brumas de su nueva realidad.
Cinta, Santi y Máximo no se movían desde hacía ya unos minutos. Era como si no se atrevieran. Sólo de vez en cuando los ojos de alguno de ellos se dirigían hacia la puerta, por la que había desaparecido el último de los médicos, o buscaban el apoyo de los demás, apoyo que era hurtado al instante, como si por alguna extraña razón no quisieran verse ni reconocerse.
—¿Por qué a mí no me ha pasado nada?
Había formulado la pregunta media docena de veces, y como las anteriores, Cinta no tuvo respuesta.
—Yo también estoy bien —dijo Máximo.
—Dejadlo, ¿vale? —pidió Santi.
—¿Qué vamos a…?
La pregunta de Cinta murió antes de formularla. Desde que había empezado todo, los nervios se mantenían a flor de piel, pero aún adormecidos, o mejor dicho atontados, a causa del estallido de la situación. Ahora empezaban a aflorar plenamente.
Fue Santi el primero en reaccionar, y lo hizo para sentarse al lado de ella. La rodeó con un brazo y la atrajo suavemente hacia sí. Después la besó en la frente. Cinta se dejó arrastrar y apoyó la cabeza en él. Luego cerró los ojos.
Comenzó a llorar suavemente.
—Ha sido un accidente —suspiró Santi con un hilo de voz.
Máximo hundió su cabeza entre sus manos.
Cinta se desahogó sólo unos segundos. Acabó mordiéndose el labio inferior. Sin desprenderse del amparo protector de Santi, pronunció el nombre que todos tenían en ese mismo instante en la mente.
—Deberíamos llamar a Eloy.
Se produjo un silencio expectante.
Nadie se movió.
—Y también a Loreto —terminó diciendo Cinta.
Santi suspiró.
Pero fue Máximo el que resumió la situación con un rotundo y expresivo:
—¡Joder!
Lo despertó el timbre del teléfono y al levantar la cabeza de la mesa, el cuello le envió una punzada de dolor al cerebro. La brusquedad del despertar fue paralela a ese dolor.
—¡Ay, ay! —se quejó tratando de flexionar el cuello para liberarse del anquilosamiento.
Casi no lo logró, así que se levantó y fue hacia el teléfono, moviéndose lo mismo que un muñeco articulado que iniciase su andadura. No sólo era el cuello, a causa de haberse quedado dormido sobre la mesa, sino los músculos, agarrotados, y la sensación de mareo producto del súbito despertar, unido a la larga noche de estudio a base de cafés y
colas.
En quien primero pensó fue en Luciana, Cinta, Santi y Máximo.
Sus padres no podían ser. Nunca llamaban, y mucho menos a una hora como aquella. ¿Para qué? Así que sólo podían ser ellos. Los muy…
Levantó el auricular, pero antes de poder decir nada escuchó el zumbido de la línea al cortarse.
Encima.
Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y bufó lleno de cansancio. Esperó un par de segundos, luego se desperezó. Tenía la boca pastosa, los ojos espesos y la lengua pegada al paladar. Debía haberse quedado dormido aproximadamente hacía tres horas. Las primeras luces del amanecer asomaban ya al otro lado de la ventana. Miró los libros.
Él estudiando y los demás de marcha. Genial.
Claro que a Máximo le importaban un pito los estudios, y Santi ya había dejado de darle al callo. Pero en cambio, Luciana y Cinta…
El teléfono no volvía a sonar, así que se apartó de él y fue al cuarto de baño, para lavarse la cara. Todavía tenía todo el sábado y todo el domingo por delante antes del dichoso examen del lunes. Sus padres habían hecho bien yéndose de fin de semana. Y él había hecho bien negándose a escuchar los cantos de sirenas de los otros para que al menos saliera el viernes por la noche.
A pesar de lo mucho que deseaba estar con Luciana.
La llamada se repitió cuando se echaba agua a la cara por segunda vez. ¿Por qué sus padres no compraban un maldito inalámbrico? Cogió la toalla y se secó mientras se dirigía hacia el teléfono. En esta ocasión se dejó caer en una butaca antes de levantar el auricular. Sí, tenían que ser ellos. ¿Quién si no?
—Sección de Voluntarios Estudiosos y Futuros Empresarios —anunció—. ¿Qué clase de zángano y parásito nocturno osa?
Nadie le rió la broma al otro lado.
—Eloy —escuchó la voz de Máximo.
Una voz nada alegre.
—¿Qué pasa? —frunció el ceño instintivamente.
—Oye, antes de que esto pueda cortarse de nuevo… Estamos en… bueno… Es que…
—¡Díselo! —escuchó claramente la voz de Cinta por el hilo telefónico.
—Máximo, ¿qué ha ocurrido? —gritó alarmado Eloy.
—Luci se tomó una pastilla, y le ha sentado mal.
—¿Una…? —se despejó de golpe—. ¡Mierda! ¿Qué clase de pastilla?
La pausa fue muy breve.
—Éxtasis.
Fue un mazazo. Una conmoción.
¿Luciana? ¿Un éxtasis? Aquello no tenía sentido. Estaba en medio de una pesadilla.
—¿Qué le ha pasado? ¿Dónde estáis?
—En el Clínico. La hemos traído porque… bueno, no sabemos qué le ha pasado, pero se ha puesto muy mal de pronto y…
—Deberías venir, Eloy —escuchó de nuevo la voz de la mejor amiga de Luciana por el auricular.
—Los médicos están con ella —continuó Máximo—. Pensamos que deberías saberlo y estar aquí.
Se puso en pie.
—Salgo ahora mismo —fue lo último que dijo antes de colgar.
A pesar de que el sol acababa de despuntar más allá de la ciudad, la mujer ya estaba en pie, como cada mañana, por costumbre. Estaba cerca del teléfono, en la cocina, preparándose su primer café. Debido a ello pudo coger el auricular antes de que su zumbido despertara a todos los demás.
No le gustaban las llamadas intempestivas. La última había sido para decirle lo de su madre.
—¿Sí? —contuvo la respiración.
—¿Señora Sanz?
—¿Quién llama?
—Soy Cinta, la amiga de Loreto.
—¿Cinta? Pero hija, ¿sabes qué hora es?
—Es que ha pasado algo y creo que Loreto debería saberlo.
—Está dormida.
—Es algo… importante, señora.
—Será todo lo importante que tú quieras, pero en su estado no pienso robarle ni un minuto de sueño. Dime lo que sea y cuando se despierte se lo digo.
Hubo una pausa al otro lado del hilo telefónico.
—Es que… —vaciló Cinta.
—¿Qué ha sucedido?
—Se trata de Luciana —suspiró finalmente Cinta—. Estamos en el hospital, en el Clínico.
—¡Dios mío! ¿Un accidente?
—No, no señora. Que le ha sentado mal algo.