Campos de fresas (10 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Juvenil, Relato

BOOK: Campos de fresas
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Esther Salas suspiró.

Su marido supo que era tanto una derrota como un implícito reconocimiento de la realidad de cuanto habían estado hablando.

Capítulo 48
Blancas: Torre x g7 - Negras: Torre x g7

Os oigo.

Claro que os oigo.

Ni siquiera hace falta que habléis. Puedo escuchar
vuestros
pensamientos. Y no me duelen. Tampoco me llenan de alegría. Aquí las emociones, las sensaciones, son distintas. Puedo razonar sin presiones, como nunca lo había hecho. En cambio, sí me importa vuestro dolor, pero deberíais saber que estoy bien.

Y si abandono mi cuerpo al final del camino… por supuesto, ¿para qué necesitaré ya mi corazón o mis riñones?

Lo único que querría era tener un instante final de lucidez, sólo eso, para deciros que os quiero, aunque vosotros ya lo sabéis, y para decírselo a Eloy, que tal vez crea que ya no es así. Sólo quiero un instante. Un instante final.

Aunque temo que baste ese simple segundo para sentir el dolor que no siento ahora. No me gusta el dolor. Tal vez por ello no quiero volver. Ése es mi último miedo.

Me toca mover. Pasa el tiempo y la partida está en tablas. Pero me toca mover. Mi rival acaba de lanzar un ataque sobre las posiciones de mi rey y mi reina. Es una situación comprometida. Debo hacerlo. Puedo sacrificar una torre para escapar, o meditar detenidamente mi propio ataque, lanzando el caballo sobre su alfil. ¿Y ese peón? Cuidado. Mi rival es bueno. Es el mejor que he tenido nunca.

Porque ahora sé cómo es.

Sé quién es.

Le he visto la cara.

Mi rival es la muerte, y juega a ganar.

Capítulo 49
Blancas: Reina x g7

Tuvo que llamar al timbre media docena de veces, y aporrear la puerta con los puños, hasta conseguir despertarlos. Cuando ya creía no poder hacerlo, escuchó un ruido al otro lado de la madera. Y una voz.

—¡Ya va! ¡Ya va!

Le abrió Ana. No se había preocupado mucho de taparse. Llevaba una bata corta mal anudada por encima de su desnudez. Después de todo, lo raro era incluso que se hubiera puesto la bata, porque Ana era de las que pasaba de convencionalismos. En eso le ganaba a Paco. La modernidad por montera. El estímulo de la contracorriente. La rebeldía de los que no tienen ninguna rebeldía, salvo vivir.

Vivir para pasarlo bien.

—¿Eloy? —lo reconoció a duras penas por entre las brumas de su sopor—. ¿Qué haces aquí?

—Tengo que hablar con vosotros.

—¡Jo! ¿Estás loco? ¿Qué hora es?

Eran aves nocturnas, así que el día les producía sarpullidos, y más aún los fines de semana. Tal vez se volvieran de piedra y se deshicieran, convirtiéndose en un montón de cenizas, como Drácula.

Eloy entró decidido, sin esperar una invitación. Ana cerró la puerta, indecisa, y le siguió como si flotara, sin entender qué pasaba. El pequeño apartamento era un museo barroco mal arreglado, con velitas, símbolos de todas clases, desde el yin y el yang y pósters hindúes hasta objetos de diseño, luces por el suelo o un mueble del más puro estilo
art decó.
No faltaba ropa tirada por el suelo. Al fin y al cabo Ana tenía dieciocho años v Paco no había llegado aún a los veinte.

—¡Paco! —llamó Eloy.

—¡No grites! —Ana se llevó las manos a los oídos.

—¿Te has tomado un valium o es pura y simple resaca?

—¡Eh, qué pasa contigo! —protestó ella.

Entró en la única puerta que estaba medio cerrada, y se encontró con el colchón, en el suelo, y con Paco tendido sobre él, boca abajo. Se sintió irritado por la escena sin saber por qué.

—Vamos, Paco, despierta.

La respuesta fue un bufido.

Así que le apartó la sábana y, tras arrodillarse a su lado, lo zarandeó.

—¿Qué haces? —protestó Ana despejándose más rápidamente al comprender que pasaba algo.

Paco acabó abriendo los ojos. Lo miró a él y frunció el ceño. Luego la miró a ella. Ana también se había arrodillado junto a Eloy, para impedirle seguir. El silencio fue muy breve.

—¡Luciana está en coma!, ¿vale? —les soltó a bocajarro—. Ahora quiero que me digáis si tenéis alguna pastilla como la que ella se tomó anoche.

Tardaron en reaccionar. Las palabras tenían que atravesar una espesa masa de algodón hasta llegar a su cerebro.

—¿Qué? —balbuceó Paco.

—¡Luciana está en coma! —gritó aún más fuerte Eloy—. ¡Se tomó una mierda y le sentó mal! ¡La misma mierda que os tomasteis vosotros, y que se tomaron los demás! ¿Lo cogéis ahora?

Lo cogían, pero a cámara lenta.

—Pero si…

—Nos fuimos y ella…

—¿Tenéis una pastilla de esas?

—No —dijo Ana.

—¿Para qué vamos a tener una…? No hay ningún problema en comprarla después, donde vayamos. Ningún problema.

—¿Dónde puedo encontrar a Raúl?

—¿Para qué…?

—Porque él fue el que las consiguió. Me lo dijo Máximo. Venga, ¿dónde puede estar a esta hora un sábado por la tarde?

—Raúl… —siguió espeso Paco.

—¡Vamos, vamos, joder! —le zarandeó Eloy.

—¡Déjale en paz!, ¿quieres? —le defendió Ana—. ¡Iba a una privada! ¡Nos dijo si queríamos ir, pero pasamos, porque yo no me encontraba bien y prefería salir esta noche!

—¿Dónde está esa privada?

—¡En una nave abandonada, cerca de las viejas fábricas, al lado de la estación! ¡Y no grites más, coño!

—¿Cómo la reconozco? ¡Ahí hay varias fábricas, las están echando abajo!

—¡Tiene el techo plano, y un rótulo en rojo en la puerta, Hilos de No-sé-qué o algo parecido! —Paco se llevó una mano a la cabeza, como si ésta fuese a estallarle.

—Al lado hay una con una chimenea muy alta, ¡no tiene pérdida! —tomó el relevo Ana.

Era suficiente. Se puso en pie, jadeando, y se dirigió a la puerta para no perder ni un minuto más. Iba a traspasarla cuando escuchó de nuevo la voz de Ana a su espalda.

Ya no gritaba.

—Eloy —le detuvo.

Él la miró.

—¿Es… grave? —preguntó la muchacha.

—Ya os lo he dicho: está en coma. Tuvo un golpe de calor.

Ana cerró los ojos.

Y Eloy se marchó sin esperar más.

Capítulo 50
Negras: Reina x h5

Al salir del ascensor y asomarse al portal, se encontró con la portera, que no ocultó su alegría al verla.

—¡Loreto, hija!

—Hola, señora Carmen.

—¿Cómo estás? ¡Tienes mucho mejor aspecto!

Mentía, pero no era una mujer chismosa. A lo sumo, como cualquier vecina de las que la conocían de toda la vida. Pasó por su lado dispuesta a no darle palique.

—Sí, estoy muy bien —afirmó ella.

—¿De paseo?

—Hace muy buena tarde, ¿verdad?

—Muy buena, y todavía no hace nada de calor. Se está muy bien.

—Bueno, adiós.

Salió a la calle, sin detenerse. Sabía que sus padres estarían asomados al balcón, mirándola, así que no se le ocurrió levantar la cabeza. Lo único que hizo fue llegar a la calzada y mirar a derecha e izquierda, por si veía un taxi.

Luego caminó hacia la izquierda, en dirección a la avenida.

A mitad de camino las vio.

Una era una mujer de mediana edad, obesa, mejor dicho, gorda, absoluta y rematadamente gorda, sin medias tintas, de las que medía el doble de ancho que de alto, con unos brazos rollizos, unas piernas enormes, un vientre abultado y dos gigantescos senos que semejaban globos de carne aposentados en él. La otra podía ser su hija, o una amiga, porque era más joven, mucho más joven, pero estaba igualmente gorda para sus años, con la diferencia de que, a causa de ellos, lucía un espléndido escote, sin complejos.

Lo más curioso era que iban por la calle comiéndose un fantástico helado.

Y riendo.

Reían sin parar, abriendo la boca, ofreciendo toda su abundante felicidad a los que, como ella, las miraban por la calle.

Loreto las vio pasar, alejarse, darle lametones al helado, reírse.

Como si tal cosa.

Felices.

Ella, con sólo un par de kilos de más, había empezado sus regímenes a los trece años, y ése fue el comienzo, el detonante. Después, las frustraciones, la culpabilidad, el progresivo hundimiento de su ánimo, el hallazgo de los vómitos como remedio para su hambre, las ganas de morirse, el delicado equilibrio de todo un mundo que acabó convergiendo exclusivamente en sí misma y en sus dos únicas acciones, comer y devolver, y así, el inexorable declinar hacia el abismo.

Apartó esos recuerdos de su mente. Y le dio la espalda a las dos mujeres obesas.

Ahora sólo contaba Luciana.

Tenía que verla.

Saber.

Era como si el futuro se concentrara de pronto en ese punto inmediato, y en nada más.

Levantó una mano al ver el primer taxi con la luz verde iluminada en la capota.

—¡Taxi!

Y cuando se metió en él, casi sin darse cuenta, sí miró un instante a su casa, al balcón de su piso. Lo justo para ver a su padre y a su madre allí, quietos, observando sus movimientos con atención, como hacían a cada momento fingiendo no hacerlo desde que la crisis había sido ya tan irremediable que el desenlace parecía aterradoramente próximo.

Capítulo 51
Blancas: g4

Máximo llamó al portero automático y no tuvo tiempo de preguntarse si había cometido una estupidez yendo hasta allí. La voz de Cinta sonó por el interfono.

—¿Sí?

—Soy yo, abre.

—¡Jo, tío, menudo susto nos has dado! —exclamó la voz antes de oírse el zumbido de la puerta al ser abierta desde arriba.

«¿Nos?» Bien. Eso quería decir que Santi estaba allí también. Mejor. Los tres juntos podrían pensar en hacer algo. Por lo menos podrían compartir la inquietud, y apoyarse mutuamente.

Subió al piso y al salir del ascensor se encontró con la puerta abierta. Entró. Santi apareció en el pasillo, en calzoncillos. Cinta no estaba.

—Oye, no estaríais… —lamentó de pronto.

—Sí, hombre —suspiró Santi—. Para eso estamos.

—¿Y Cinta?

—Vistiéndose.

—¿Creíais que eran sus padres?

—Ellos tienen llave, pero como no esperaba a nadie y menos a esta hora… ¿Sabes algo?

—No, nada. He estado en casa. ¿Y vosotros?

—Tampoco sabemos nada.

Cinta salió de su habitación acabando de abrocharse los vaqueros. Llevaba una camisa suelta por encima.

—¿Sabes algo? —repitió la pregunta de su novio sin darse cuenta.

—No, ya le he dicho a Santi que he estado en casa, y no he querido llamar al hospital para no tener que explicarles nada a mis padres. Sólo hubiera faltado eso.

—Ya.

—¿Habéis dormido?

—Éste, un poco, aunque no sé cómo ha podido —dijo Cinta señalando a Santi con el dedo.

—Yo es que estoy como… —no encontró la palabra adecuada para referirse a su estado.

—Como nosotros —terminó Santi.

—¿Qué hacemos?

Estaban en la sala. Máximo esperó una respuesta, pero ésta no llegó. Cinta volvió a dejarse caer sobre la butaca. Y Santi se cruzó de brazos.

—Oye, vístete, ¿no? —le reprochó Cinta—. A ver si aún vas a tener que salir por la ventana.

—Vale, vale.

Pero no se movió, y los tres se miraron de nuevo el uno al otro, hasta que Máximo repitió la pregunta.

—¿Qué hacemos?

Capítulo 52
Negras: Reina g6

Vicente Espinós levantó el auricular del teléfono y marcó él mismo el número del hospital. El sonido del disco al girar en el viejo aparato, extrañamente audible, le hizo recordar que era sábado por la tarde, y que no había mucha gente en comisaría, como si los sábados ellos, los protectores de la ley, tuviesen vacaciones.

—¿Hospital Clínico? —dijo una voz.

—Inspector Espinós. Con el doctor Pons, por favor.

—El doctor Pons ha salido ya, señor.

—Pues con alguien que atienda a Luciana Salas.

—¿Luciana Salas? Un momento, no se retire.

No tuvo que esperar demasiado. Una voz femenina tomó el relevo de la anterior. Ni siquiera preguntó quién era. Desde luego no se trataba de la madre de la chica.

—Soy el inspector Espinós. Llamaba para saber el estado de Luciana Salas.

—Sigue igual, señor inspector, aunque hemos estado a punto de perderla hace un rato. Ahora está estabilizada.

—Gracias —suspiró.

Colgó el aparato y miró los nombres anotados en su libreta, los que había copiado del listado hallado en la habitación del Mosca. Se los sabía ya de memoria, pero los repitió una vez más.

—¡Roca! —llamó de pronto.

Lorenzo Roca apareció ante él. Era alto y delgado, de nariz prominente y ojos saltones, de la nueva escuela, un buen policía. Casado, con hijos, pero tenía futuro, eso sí. Llegaría lejos.

—Mírame dónde están esos cinco locales, hazme el favor —le pidió.

—Enseguida, jefe.

Lo vio alejarse en dirección a su mesa y coger un listín telefónico y una guía de calles. Se echó hacia atrás y recapituló por el breve recorrido del día en busca de Policarpo García, alias el Mosca. La tarde enfilaba su última hora y pronto anochecería. Era la hora de moverse.

Lorenzo Roca reapareció frente a él en un tiempo inusitadamente corto, o tal vez fuera que él se había quedado pensativo sin darse cuenta mucho más allá de lo calculado.

—Vea, jefe —dijo su subordinado dando la vuelta a la mesa para situarse frente al mapa de la ciudad que presidía la pared—: El Calígula Ciego está aquí; La Mirinda, aquí; el Popes, aquí; el Marcha Atrás, aquí, y el Peñón de Gabriltar… aquí —y dio por concluida la señalización enfatizando las dos sílabas del último «aquí». Luego agregó—: Vaya nombres, ¿no? Los hay que…

No estaban lejos unos de otros. Se podían recorrer en una noche.

Todo dependía del Mosca.

—¿Puedes averiguarme algo más acerca de ellos? Horarios y todo eso, clase de público, etcétera.

—Sí, claro —Roca hizo ademán de alejarse.

—Espera.

—Esperó.

—Antes da aviso de búsqueda de Policarpo García, alias el Mosca, y envía un coche para que vigilen discretamente la pensión Costa Roja, por si aparece por su habitación.

—¿Algo más?

—No. Tráeme esos datos cuanto antes.

Lorenzo Roca volvió a dejarle solo.

Capítulo 53
Blancas: f3

La música
mákina,
el
bakalao
puro, atronaba el lugar con una amplitud decibélica ensordecedora incluso para él en sus circunstancias, con la presión de lo sucedido, el recuerdo constante de Luciana en el hospital y una noche casi en vela.

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