Cuando el reloj dio las once, se terminó el baile. El señor y la señora de Fezziwig tomaron posiciones cada uno a un lado de la puerta, y dando apretones de manos a todos conforme iban saliendo, les deseaban felices Pascuas. Cuando todos se hubieron retirado, excepto los dos aprendices, hicieron lo mismo con ellos y las alegres voces se extinguieron y los muchachos quedaron en sus lechos, que estaban debajo de un mostrador en la trastienda.
La fiesta del Señor Fezziwig
Durante todo este tiempo Scrooge había obrado como un hombre que no está en su sano juicio. Su corazón y su alma se hallaban en la escena, con su otro él. Lo reconocía todo, lo recordaba todo, gozaba de todo y sufría la más extraña agitación. Hasta el momento en que los brillantes rostros de su imagen y de Dick desaparecieron no se acordó del Espectro, y entonces se dio cuenta de que estaba con la mirada fija en él, mientras la luz ardía sobre su cabeza con claridad deslumbradora.
—No merece la pena —dijo él Espectro— que estas simples gentes hagan tantas demostraciones de gratitud.
—¿Cómo? —respondió Scrooge.
El Espíritu le indicó que escuchase a los dos aprendices cuyos corazones se deshacían en alabanza de Fezziwig, y cuando lo hubo hecho, dijo:
—¡Qué! ¿No es verdad? No ha gastado sino algunas libras de vuestra moneda terrena: tres o cuatro quizás. ¿Es eso tanto como para merecer esa alabanza?
—No es eso —dijo Scrooge, disgustado por la observación y hablando inconscientemente como su otro él, no como quien era en realidad—. No es eso, Espíritu. En su mano está hacernos dichosos o infelices, hacer que nuestra tarea sea leve o abrumadora, que sea un placer o una fatiga. ¿Decís que su poder estriba en palabras y miradas, en cosas tan leves e insignificantes que es imposible contarlas? ¿Y qué? La felicidad que nos proporciona es tan grande como si costase una fortuna.
Sintió la mirada del Espíritu, y se detuvo.
—¿Qué os pasa? —preguntó el Espectro.
—Nada de particular —dijo Scrooge.
—Yo creo que os pasa algo —insistió el Espectro.
—No —dijo Scrooge—. No. Que me agradaría poder decir algunas palabras a mí dependiente precisamente ahora. Nada más.
Su imagen antigua apagó las lámparas al expresar él aquel deseo y Scrooge y el Espectro halláronse de nuevo uno al lado del otro al aire libre.
—Me queda muy poco tiempo —hizo observar el Espíritu—. ¡Rápido!
Tal exclamación no iba dirigida a Scrooge ni a nadie que estuviera presente, pero produjo un efecto inmediato. De nuevo Scrooge contemplóse a sí mismo. Tenía más edad. Estaba en la primavera de la vida. Su cara no tenía las ásperas y rígidas apariencias de los últimos años, pero empezaba a mostrar las señales de la preocupación y de la avaricia. Había en sus ojos una movilidad ardiente, voraz, inquieta, que mostraba la pasión que había arraigado en él y donde haría sombra el árbol que empezaba a crecer.
No estaba solo, sino sentado junto a una hermosa joven vestida de luto, cuyos ojos hallábanse llenos de lágrimas, que lanzaban destellos a la luz que lanzaba el Espectro de la Navidad Pasada.
—Poco importa —decía ella dulcemente—. Para vos, muy poco. Otro ídolo me ha desplazado, pero si puede alegraros y consolaros en el futuro, como
habría procurado
hacerlo yo, no tengo motivo de disgusto.
—¿Qué ídolo os ha desplazado? —preguntó él.
—Uno de oro.
—He ahí la justicia del mundo —dijo Scrooge—. No hay en él nada tan abrumador como la pobreza, y nada se
juzga
en él con tanta severidad como la persecución de la riqueza.
—Tenéis demasiado temor a la opinión del mundo —contestó ella con dulzura—. Todas vuestras demás esperanzas se han confundido con la esperanza de poneros a cubierto de su sórdido reproche. Yo he visto desaparecer vuestras más nobles aspiraciones una por una, hasta que la pasión principal, la Ganancia, os ha absorbido por completo. ¿No es cierto?
—¿Y qué? —replicó él—. Supongamos que me hubiese hecho tan prudente como todo eso; ¿y qué? Para vos yo no he cambiado.
Ella meneó la cabeza.
—¿He cambiado?
—Nuestro compromiso es antiguo. Lo contrajimos cuando ambos éramos pobres y nos sentíamos contentos de serlo, hasta que consiguiéramos aumentar nuestros bienes terrenales por medio de nuestro paciente trabajo.
Habéis
cambiado. Cuando tal cosa ocurrió, erais otro hombre.
—Yo era un muchacho —dijo él con impaciencia.
—Vuestra propia conciencia os dice que no erais lo que sois —replicó ella—. Yo sí. Lo que prometía la felicidad cuando éramos uno en el corazón, es todo tristeza ahora que somos dos. No diré cuántas veces y cuán ardientemente he pensado en ello. Es suficiente que haya pensado en ello y que pueda devolveros la libertad.
—¿He buscado yo alguna vez esa libertad?
—Con palabras, no. Nunca.
—¿Pues con qué?
—Con vuestra naturaleza cambiada, con vuestro espíritu transformado, con la diferente atmósfera en que vivís, con vuestras nuevas esperanzas. Con todo lo que hizo mi amor de algún valor a vuestros ojos. Si nada de eso hubiera existido entre nosotros —dijo la muchacha, mirándole suavemente, pero con firmeza—, decidme: ¿seríais capaz ahora de solicitarme y de conquistarme? ¡Ah, no!
A pesar suyo, él pareció ceder a la justicia de tal suposición. Pero, haciendo un esfuerzo, dijo:
—No es ése vuestro pensamiento.
—Me causaría júbilo pensar de otro modo si pudiera —contestó ella—. ¡Dios lo sabe! Para convencerme de una verdad como ésa, yo sé cuán fuerte e irresistible tiene que ser. Pero sí fuerais libre hoy, mañana, al otro día, ¿cómo puedo creer que elegiríais una muchacha pobre… vos, que en vuestras confidencias habéis confesado que todo lo apreciáis según la Ganancia que os rinde? O, aunque la escogierais, por azar, en un momento en que os mostrarais tan infiel con el principio que rige vuestras acciones como para hacer tal cosa, ¿es que puedo dudar por un instante que vuestro pesar y vuestro arrepentimiento serían la indudable consecuencia? Lo sé y os dejo en libertad. Con todo el corazón, pues en otro tiempo os amé, aunque el amor que os tenía haya desaparecido.
Intentó él hablar, pero ella, volviéndole la cara, continuó:
—Puede, la experiencia de lo pasado me hace suponerlo, que esto os produzca aflicción. Dentro de poco, muy poco tiempo, ahuyentaréis todo recuerdo de ello, alegremente, como se ahuyenta el recuerdo de un sueño desagradable, del cual surge felizmente la alegría de lo que se encuentra al despertar. ¡Ojalá seáis feliz en la vida que habéis elegido!
Y se marchó.
—¡Espíritu —dijo Scrooge—, no me mostréis más cosas! Llevadme a casa. ¿Por qué gozáis torturándome?
—¡Una sombra más! —exclamó el Espectro.
—¡No más! —gritó Scrooge—. ¡No más! No quiero verla. ¡No me mostréis más cosas!
Pero el inexorable Espectro le sujetó por ambos brazos y le obligó a presenciar lo que iba a ocurrir inmediatamente.
Se hallaban en otra escena y en otro lugar, no muy amplio ni muy hermoso, pero lleno de comodidad. Cerca de la lumbre propia del invierno estaba sentada una hermosa muchacha, tan parecida a la anterior, que Scrooge creyó que era la misma, hasta que vio que era una hermosa matrona, sentada enfrente de su propia hija. El ruido en la habitación era verdaderamente tumultuoso, pues había allí tantos muchachos que Scrooge, en su estado de agitación mental, no pudo contarlos, y a diferencia del grupo celebrado en el poema, en vez de ser cuarenta niños silenciosos como si sólo hubiera uno, cada uno de ellos hacia tanto ruido como cuarenta. Las consecuencias eran de lo más ruidoso que se puede imaginar, pero nadie se preocupaba de ello; al contrario, la madre y la hija reían de muy buena gana y se divertían muchísimo con ello, y esta última, empezando pronto a mezclarse en los juegos, fue hecha prisionera por los pequeños bandidos del modo más despiadado. ¡Qué no habría dado yo por ser uno de ellos! Aunque yo nunca habría sido tan grosero, de ninguna manera. Por todo el oro del mundo no habría yo estrujado sus hermosas trenzas, deshaciéndolas, y respecto de su precioso zapatito, no se lo habría quitado violentamente, ¡Dios me salve!, aunque en ello me fuera la vida. En cuanto a medirle la cintura jugando, como aquellos atrevidos, no me hubiera atrevido a hacerlo, temiendo que en castigo me quedase con el brazo doblado para siempre, a fin de que no pudiera reincidir. Y habríame agradado sobremanera haber tocado sus labios, haberle preguntado algo para hacer que los abriese, haber contemplado las pestañas en sus ojos abatidos, sin producirle nunca rubor; haber dejado sueltas las ondas de cabello, del cual una sola pulgada sería un recuerdo inapreciable; en una palabra, habríame agradado, lo confieso, haber tenido el ágil atrevimiento de un niño, y, sin embargo, haber sido lo bastante hombre para apreciar el valor de tal condición.
Pero de pronto se oyó que llamaban a la puerta, e inmediatamente se produjo tal conmoción, que la matrona, con cara sonriente, se dirigió a abrir la puerta en medio de un grupo jubiloso y alegre que saludó ruidosamente al padre que llegaba a casa precediendo a un hombre cargado de regalos y juguetes de Navidad. Entonces, ¡qué griterío, qué forcejeo! ¡Y qué ataque contra el portador indefenso! El asalto sirviéndose de las sillas a modo de escalas, para registrarle los bolsillos, despojarle de los paquetes envueltos en papel de estraza, agarrársele a la corbata, colgársele del cuello, darle golpes en la espalda y puntapiés en las piernas con irrefrenable entusiasmo. ¡Las exclamaciones de admiración y delicia con que era recibido el descubrimiento de cada envoltorio! ¡El terrible anuncio de que el más pequeño había sido sorprendido metíéndose en la boca una sartén de muñeca y era más que probable que se hubiese tragado un pavo de juguete pegado en una peana de madera! ¡El inmenso alivio al saber que sólo era una falsa alarma! ¡La alegría, y la gratitud, y el entusiasmo eran igualmente indescriptibles! Poco a poco los niños con sus emociones salieron del salón y fueron subiendo por una escalera hasta la parte más alta de la casa, donde se acostaron, y renació la calma.
Entonces Scrooge fijó su atención más atentamente que nunca, cuando el señor de la casa, con su hija cariñosamente apoyada en él, se sentó con ella y junto a su madre, al lado del fuego; y cuando pensó que una criatura como aquélla, tan graciosa y tan llena de promesas, podía haberle llamado padre, convirtiendo en alegría el hosco invierno de su vida, se le nublaron los ojos de lágrimas.
—Hermosa mía —dijo el marido, volviéndose hacia su esposa sonriendo—, esta tarde he visto a un antiguo amigo tuyo.
—¿A quién?
—A ver si lo aciertas.
—¿Cómo puedo acertarlo? No lo sé —añadió riendo, a la vez que reía él—. El señor Scrooge.
—El mismo. Pasé junto a la ventana de su despacho y como no estaba cerrado aún y tenía una luz en el interior, no pude menos que verle. He oído que su socio hállase a las puertas de la muerte y ahora él se encuentra solo. Completamente solo en el mundo, supongo.
—¡Espíritu —dijo Scrooge, con la voz destrozada—, sacadme de este sitio!
—Ya os dije que éstas eran sombras de las cosas que han sido —dijo el Espectro—. Si ellas son lo que son, no tenéis por qué censurarme.
—¡Llevadme de aquí! —exclamó Scrooge—. ¡No puedo resistirlo!
Volvióse hacia el Espectro, y al ver que le miraba con una cara en la cual aparecían de modo extraordinario fragmentos de todas las caras que le había mostrado, se arrojó sobre él.
—¡Dejadme! ¡Llevadme de vuelta! ¡No me atormentéis más!
En la lucha —si aquello podía llamarse lucha, pues el Espectro, con invisible resistencia por su parte, no se alteró por ninguno de los esfuerzos de su adversario—, Scrooge observó que la luz sobre su cabeza brillaba con gran esplendor, y relacionando esto con la influencia que ejercía sobre él, se apoderó del gorro apagador y con un movimiento repentino se lo encasquetó.
El Espíritu se encogió de modo que el apagador cubrió toda su figura, pero aunque Scrooge lo oprimía hacia abajo con toda su fuerza, no podía ocultar la luz, que brotaba de su parte inferior, iluminando esplendorosamente el suelo.
Notó que sus fuerzas se extinguían y que se apoderaba de él una irresistible somnolencia y, además, que se hallaba en su propio dormitorio. Hizo un gran esfuerzo sobre el apagador, con el cual se relajó su mano, y apenas tuvo tiempo de tenderse sobre el lecho, cayendo en un profundo sueño.
Scrooge extingue al primero de los tres espíritus