Canción de Navidad (5 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Fantástico, #Clásico, #Cuentos

BOOK: Canción de Navidad
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Los alegres viajeros se acercaban, y conforme fueron llegando, Scrooge los conocía y nombraba a cada uno. ¿Por qué se alegró extraordinariamente al verlos? ¿Por qué sus fríos ojos resplandecieron y su corazón brincó al verlos pasar? ¿Por qué se sintió lleno de alegría cuando los oyó desearse mutuamente felices Pascuas al separarse en los atajos y en los cruces, para marchar a sus respectivas casas? ¿Qué era la Navidad para Scrooge? ¡Nada de Navidad! ¿Qué bien le había hecho a él?

—La escuela no está completamente desierta —dijo el Espíritu—. Queda en ella todavía un niño solitario, abandonado por sus amigos.

Scrooge dijo que lo conocía. Y sollozó.

Dejaron el camino real, entrando en una conocida calleja, y pronto llegaron a una casa de toscos ladrillos rojos, con una cupulita coronada por una veleta, y de cuyo tejado colgaba una campana. Era una casa amplia, pero venida a menos, pues las espaciosas dependencias se usaban poco, sus paredes estaban húmedas y mohosas, sus ventanas rotas y sus puertas podridas. Las gallinas cloqueaban y se pavoneaban en las cuadras y las cocheras, y los cobertizos se hallaban asolados por las hierbas. Ni había en el interior más huellas de su antiguo estado, pues al entrar en el sombrío zaguán, y al mirar a través de las francas puertas de muchas habitaciones, se las veía pobremente amuebladas, frías y solitarias. Había en el aire un sabor terroso, una heladora desnudez, que hacía pensar que los que habitaban aquel lugar se levantaban antes de romper el día y no tenían qué comer.

Atravesaron el Espíritu y Scrooge la sala y dirigiéronse a una puerta de la parte trasera de la casa. Mostrábase abierta ante ellos y descubría una habitación larga; desnuda y melancólica, a cuya desnudez contribuían hileras de bancos y mesas, en una de las cuales se hallaba un niño solitario, leyendo cerca de un poco de lumbre. Scrooge se sentó en un banco y lloró al verse retratado en aquel niño, olvidado, abandonado, como acostumbró a verse en su infancia.

Ni un eco latente en la casa, ni un chillido o un rumor de pelea entre los ratones detrás del artesonado, ni la caída de una gota de agua del medio deshelado canalón, ni un suspiro entre las ramas sin hojas de un álamo mustio, ni la ociosa oscilación de la puerta de un almacén vacío, ni un chasquido de la lumbre, que al caer sobre el corazón de Scrooge con suavizadora influencia, dieran libre paso a sus lágrimas.

El Espíritu le tocó en un brazo y señaló hacia su imagen infantil atenta a la lectura. De repente apareció en la ventana, por la parte de afuera, un hombre vestido con traje extranjero, al que se distinguía con admirable exactitud; llevaba un hacha en el cinto y conducía del ronzal un asno cargado de leña.

—¡Sí es Alí Babá! —exclamó Scrooge, extasiado—. ¡Es mi querido Alí Babá! Sí, sí, le conozco. Una vez, por Navidad, cuando todos abandonaron al solitario niño, él vino por primera vez, exactamente como ahora le vemos. ¡Pobre muchacho! Y Valentín —continuó Scrooge—, y su hermano Orson, ¡ahí van! ¿Y cómo se llama aquel a quien dejaron dormido, casi desnudo, a la puerta de Damasco? ¿No le veis? Y el paje del Sultán a quien el Genio hace dar vueltas en el aire. ¡Ahora está cabeza abajó! ¡Muy bien! ¡Dadle lo que merece! ¡Me alegro! ¿Qué necesidad tenía de casarse con la princesa?

Verdaderamente, habría producido sorpresa a sus amigos de negocios de la ciudad oír a Scrooge dedicar toda el fervor de su naturaleza a aquellos recuerdos, en una voz de lo más extraordinario, entre risas y gritos, y ver su rostro alegre y animado.

—¡Ahí está el Loro! —gritó—. Verde el cuerpo y la cola amarilla, con una cosa como una lechuga en la parte superior de la cabeza; ahí está. «Pobre Robinson Crusoe», le decía cuando volvió a su casa, después de navegar alrededor de la isla. «Pobre Robinson Crusoe, ¿dónde habéis estado, Robinson Crusoe?». El hombre creía soñar, pero no soñaba. Era el Loro, ya lo sabéis. Por ahí va Viernes, corriendo hacía la ensenada para salvar la vida. ¡Hala, hala!

Después, con una rapidez de transición muy extraña en su carácter habitual, dijo lleno de piedad por la imagen de sí mismo: «¡Pobre muchacho!», y volvió a llorar.

—Quisiera… —murmuró, llevándose la mano al bolsillo y mirando a su alrededor, después de enjugarse los ojos con la manga—; pero es demasiado tarde.

—¿De qué se trata? —preguntó el Espíritu.

—De nada —dijo Scrooge—. De nada. Había a mi puerta, la noche última, un muchacho cantando una canción de Navidad y me agradaría haberle dado alguna cosa, eso es todo.

El Espectro sonrió pensativamente y agitó una mano, al mismo tiempo que decía:

—Veamos otra Navidad.

A estas palabras, la figura infantil de Scrooge creció y la habitación se hizo algo más obscura y más sucia. Se contrajeron los artesonados, se agrietaron las ventanas, desprendiéronse del techo fragmentos de yeso y en su lugar aparecieron las vigas desnudas; pero Scrooge no supo acerca de cómo ocurrió todo esto más de lo que vosotros sabéis. Solamente supo que todo había ocurrido así, sin violencia, que él se hallaba allí, otra vez solitario, pues todos los demás muchachos habíanse marchado a sus casas para celebrar aquellos alegres días de fiesta.

Ahora no estaba leyendo, sino paseando arriba y abajo desesperadamente. Scrooge miró al Espectro y, moviendo tristemente la cabeza, lanzó una ojeada ansiosa hacia la puerta.

Esta se abrió, y una niña pequeña, mucho más joven que el muchacho, precipitóse dentro y, rodeándole el cuello con los brazos y besándole repetidas veces, se dirigió a él llamándole «hermano querido».

—He venido para llevarte a casa, hermano querido —dijo la niña, palmoteando e inclinándose a fuerza de reír—. ¡Para llevarte a casa, a casa, a casa!

—¿A casa, pequeña? —replicó el muchacho.

—¡Sí! —dijo la niña, rebosando alegría—. A casa, para que estés con nosotros siempre, siempre. Papá es mucho más cariñoso que nunca y nuestra casa se parece al cielo. Me habló tan dulcemente una noche cuando iba a acostarme, que no tuve miedo de pedirle una vez más que te permitiera volver a casa: me dijo que sí y me envió en un coche a buscarte. Tú serás un hombre —dijo la niña, abriendo mucho los ojos— y nunca volverás aquí; por lo pronto, vamos a estar juntos todos los días de Navidad y a pasar las horas más alegres del mundo.

—Eres ya una mujer, pequeña Fanny —exclamó el muchacho.

Palmoteó ella y se echó a reír, tratando de acariciarle la cabeza, pero como era muy pequeña y no alcanzaba, echóse a reír de nuevo, y le abrazó poníéndose en las puntas de los pies. Luego empezó a tirar de él, con afán infantil, hacía la puerta; y él, nada disgustado por ello, la acompañaba.

Una voz terrible gritó en el vestíbulo: «¡Dejad el baúl de master Scrooge, ahí!». Y apareció el maestro de escuela, que miró ferozmente a Scrooge con condescendencia, y lo sumió en un terrible estado de ánimo al estrechar su mano. Luego los llevó a él y a su hermana a una escalofriante habitación que parecía un pozo donde los mapas colgados de la pared y los globos celestes y terrestres, colocados en las ventanas, parecían cubiertos de cera a causa del frío. Una vez allí, sacó una garrafa de vino que brillaba extrañamente y un trozo de macizó pastel y repartió estas golosinas entre los pequeños, al mismo tiempo que enviaba a un flaco criado a ofrecer un vaso de «algo» al postillón, quien le respondió que se lo agradecía al caballero, pero que sí era del mismo barril que había bebido antes, prefería no beberlo. Como el baúl de master Scrooge estaba ya colocado en la parte más alta del coche, los niños se despidieron amablemente del maestro y, subiendo al coche, atravesaron alegremente el jardín, las ágiles ruedas despedían la escarcha y la nieve que llenaban las obscuras hojas de los árboles de hoja perenne.

—Siempre fue una criatura delicada, a quien el simple aliento puede marchitar —dijo el Espectro—; pero tenía un gran corazón.

—Sí que lo tenía —gritó Scrooge—. Tenéis razón. No se puede negar, Espíritu. ¡Dios me libre!

—Murió siendo mujer —dijo el Espectro— y creo que tuvo hijos.

—Un niño —replicó Scrooge.

—Cierto —dijo el Espectro—. ¡Vuestro sobrino!

Scrooge parecía intranquilo, y contestó brevemente:

—Sí.

Aunque hacía un momento que acababan de dejar la escuela tras de sí, hallábanse ahora en las concurridas calles de una ciudad, donde fantásticos transeúntes iban y venían, donde fantásticos carros y coches pasaban por el camino y donde había todo el movimiento y todo el tumulto de una ciudad verdadera. Se comprendía perfectamente, por el aspecto de las tiendas, que otra vez era la época de Navidad, pero era de noche y las calles estaban alumbradas.

El Espectro se detuvo a la puerta de cierto almacén y preguntó a Scrooge si lo conocía.

—¡Conocerlo! —contestó el aludido—. Aquí fui aprendiz.

Entraron. Al ver a un anciano con una peluca de las usadas en el país de Gales, sentado tras un pupitre tan alto que si el caballero hubiera tenido dos pulgadas más de estatura habría tropezado con la cabeza en el techo, Scrooge gritó excitadísimo:

—¡Si es el anciano Fezziwig! ¡Bendito sea Dios! ¡Es Fezziwig, vuelto a la vida!

El anciano Fezziwig dejó la pluma y miró el reloj, que marcaba las siete. Se frotó las manos, se ajustó el amplio chaleco, echóse a reír francamente, recorriéndole la risa todo el cuerpo, y gritó con una voz agradable, suave, y jovial:

—¡Ebenezer! ¡Dick!

La imagen de Scrooge, que ya era un hombre joven, entró alegremente acompañada por la de otro aprendiz.

—¡Dick Wilkins, no hay duda! —dijo Scrooge al Espectro—. Sí, es él. Me tenía verdadero afecto. ¡Pobre Díck! ¡Cuánto le quería yo!

—¡Vamos, muchachos! —dijo Fezziwig—. No se trabaja más esta noche. Es Nochebuena, Dick. Es Nochebuena, Ebenezer. Cerremos la tienda —gritó el anciano, dando una palmada—, antes de lo que alguien tarda en decir Jack Robinson.

No podéis imaginar cómo lo hicieron aquellos dos muchachos. Salieron a la calle cargados con las puertas —una, dos tres—, las colocaron en su sitio —cuatro, cinco, seis—, pusieron las barras y las sujetaron —siete, ocho, nueve— y volvieron antes de que pudierais contar hasta doce, jadeantes, como caballos de carreras.

—¡A ver! —gritó el anciano, saltando del elevado pupitre, con admirable agilidad—. ¡A retirar todo, muchachos, para dejar libre la habitación! ¡Vamos, Dick! ¡Vamos, Ebenezer!

¡Retirar todo! Nada había que no quisieran retirar, ni nada que no pudiesen, bajo la mirada del anciano. Todo se hizo en un minuto. Todos los muebles desaparecieron como si fuesen retirados de la vida pública para siempre; se barrió y se regó el piso, encendiéronse las lámparas, amontonóse e1 combustible sobre el fuego, y el almacén se convirtió en un salón de baile cómodo, y caliente, y seco, y brillante, como desearíais ver en una noche de invierno.

Entró un violinista con un cuaderno de música y, encaramándose sobre el alto pupitre, hizo de él una platea y empezó a afinar el violín como si sintiera cincuenta dolores de estómago. Entró la señora Fezziwig, toda sonrisas. Entraron las tres señoritas Fezziwig, radiantes y adorables. Entraron los seis jóvenes cuyos corazones sufrían por ellas. Entraron todos los muchachos y muchachas empleados en la casa. Entró la doncella, con su primo el panadero. Entró la cocinera, con el lechero, amigo intimo de su hermano. Entró el muchacho de al lado, de quien se sospechaba que su amo no le daba de comer lo suficiente, y que trataba de esconderse de las muchachas, menos de una a quien su ama había ya tirado de las orejas. Entraron todos uno tras otro, unos tímidos, otros atrevidos. Unos graciosos, otros incultos; unos activos, otros torpes; entraron todos, de un modo o de otro y se formaron veinte parejas, cogidas de la mano y formando un corro. La mitad se adelanta y luego retrocede; éstos se balancean cadenciosamente, aquéllos acompañan el movimiento; después todos empiezan a dar vueltas en redondo varias veces, agrupándose, estrechándose, persiguiéndose unos a otros; como la pareja de ancianos nunca está en su sitio y las parejas jóvenes se apartan rápidamente cuando les han puesto en apuros, en fin, se rompe la cadena y los bailarines se encuentran sin pareja. Después de tan hermoso resultado, el viejo Fezziwig, dando una palmada para suspender el baile, gritó: «Muy bien», y el violinista metió el ardiente rostro en una olla de cerveza, especialmente preparada para ello. Pero cuando reapareció, desdeñando el reposo, instantáneamente empezó a tocar de nuevo, aunque aun no había bailarines, como si el otro violinista hubiera sido llevado a su casa, exhausto, sobre una contraventana, y éste fuera otro músico resuelto a vencerle o a morir.

Hubo más bailes y juegos de prendas y otras danzas, dulces y un refresco a base de una bebida compuesta de vino, agua, azúcar y especias, y un gran pedazo de carne asada, fría, y un buen trozo de carne hervida fría también. Había picadillo de carne con frutas y abundancia de cerveza. Pero la gran sensación de la velada tuvo lugar después del asado y la carne hervida, cuando el violinista (un redomado tunante y consumado artista, podéis creerlo, de esa clase de hombres que saben su obligación mejor de lo que vos o yo podríamos enseñarle) atacó la romanza de «Sir Roger de Coverley». Entonces el viejo Fezziwig salió a bailar con la señora Fezziwig en calidad de parejas principales, con una pieza difícil escogida especialmente para ellos, y veintitrés o veinticuatro parejas más con las cuales no era posible andarse con chiquitas, pues eran gentes que
querían
bailar y no tenían ni idea de caminar.

Pero, aunque esas parejas escogidas hubieran tenido el doble, o cuatro veces más, edad el buen Fezziwig no se hubiera dejado dominar por ellas, y lo mismo hubiera ocurrido con la señora Fezziwig. En cuanto a ella, era el ejemplo vivo de la excelente compañera, en cualquier sentido de la palabra. Si esto no es un elogio completo, absoluto, sugeridme otro, que lo utilizaré gustoso. Una nueva ligereza pareció electrizar las pantorrillas de Fezziwig. Brillaban en cada figura del baile con fulgencias estelares. No hubierais podido predecir, en un momento dado, qué espléndida figura sucedería a la que acababan de dibujar, y cuando el bueno de Fezziwig y la señora Fezziwig hubieron bordado todos sus pasos y figuras, avanzando y retrocediendo, extendiendo las dos manos a su pareja, haciendo un saludo y una reverencia, marcando una voltereta, enhebrada de aguja y paso adelante, y volvieron a su sitio, Fezziwig remató tanto primor, con un brío tan refinado, que pareció como si sus piernas parpadearan, y se quedó firmemente quieto sin la menor vacilación.

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