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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Canción Élfica (14 page)

BOOK: Canción Élfica
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—Sea lo que sea, nos tiene rodeados.

El comentario fue demasiado para Cleddish. Su trenza grisácea empezó a moverse a derecha e izquierda mientras el hombre intentaba frenéticamente encontrar en la marisma a aquellos músicos invisibles. Su caballo tordo percibió el creciente pánico del jinete y empezó a corcovear y encabritarse. Cleddish perdió el control y, soltando la espada en el pantano, abrazó con ambas manos el cuello de su montura, cosa que incrementó el pánico del caballo y lo hizo recular. Las herraduras se acercaron demasiado al borde de la calzada, el firme de piedra se derrumbó y montura y jinete cayeron al pantano. El caballo se levantó a toda prisa y subió tambaleante al camino, con una expresión de terror en los ojos. Cleddish se quedó chapoteando en el agua poco profunda, gritando histéricamente.

—¡Sacadlo! —gritó Danilo a aquellos que estaban más cerca del hombre.

Morgalla saltó del caballo, desató la lanza del soporte y tendió hacia el mercenario un extremo mientras ella sujetaba la punta donde colgaba la cabeza de bufón y plantaba con firmeza los pies en el suelo.

—¡Sujétate fuerte! —exclamó, pero Cleddish parecía no atender a razones.

De repente, comprendieron el motivo de su pánico. Unas manos verdosas emergieron entre las hierbas y el agua para cernirse alrededor de la garganta del histérico mercenario. Danilo alcanzó a ver un hatillo de dedos largos acabados en puntas bulbosas antes de que Cleddish fuera arrastrado. El agua burbujeó intensamente unos instantes. Morgalla dio la vuelta a la lanza y empezó a golpear a un lado y a otro, sin saber demasiado bien por dónde atacar.

—Seguid cabalgando —ordenó Elaith con voz pausada—. Manteneos lo más alejados posible del borde. Quizás esas criaturas sean como los lobos, que sólo atacan a aquellos que por debilidad se separan de la manada.

Morgalla giró en redondo.

—¿Lo vas a abandonar?

—Sí —respondió el elfo secamente—. Y rápido, antes de que ese ser que se lo ha comido decida buscarse un segundo bocado.

Como si lo hubiese oído, una enorme cabeza verde emergió de la superficie del agua a varios metros de distancia de donde había desaparecido Cleddish. La criatura tenía unos ojos amarillos muy abultados y una boca ancha, como de rana, pero al incorporarse vieron que su cuerpo se asemejaba a grandes rasgos al de un hombre. La papada le salió de repente proyectada hacia adelante como si fuera una rana toro gigante, pero con una diferencia: tres grandes apéndices verdes le colgaban por la parte baja del saco de aire gigante. Un sonido estridente y monótono empezó a salir de la criatura, sin lugar a dudas una llamada a la batalla que a Danilo le pareció horriblemente similar a la de una gaita.

Emergieron del pantano más criaturas en respuesta a la llamada, y el grito se convirtió en un canto de batalla. Elaith y sus mercenarios dispararon flechas sin cesar, pero las ágiles ranas se mantenían a cubierto bajo la superficie y pocas flechas alcanzaron el blanco. Las criaturas se acercaron, despacio, por todos lados.

Una de las ranas echó hacia atrás uno de sus verdosos brazos y disparó una caña afilada como si fuera una jabalina, que fue a incrustarse firme en el flanco del caballo de Balindar. El animal soltó un relincho y corcoveó, con lo que tiró al enorme mercenario en la marisma.

Una vez más, los dedos verdosos salieron para coger a su presa, pero esta vez Morgalla estaba lista. Pinchó a la criatura en la muñeca y acto seguido hizo girar bruscamente la lanza de forma que casi tumbó la criatura en mitad de la calzada. Con la mano ilesa, la criatura la sujetó por el tobillo mientras con la quijada probaba otro tipo de ataque: el chillido. Si un huracán se hubiese visto forzado a pasar por una gaita, el sonido apenas habría sido menos estridente. Morgalla se quedó petrificada, con el rostro deformado por una mueca de agonía.

Dos estelas de plata centellearon en dirección a la enana. El primer cuchillo de Elaith se incrustó en la bolsa de aire de la criatura, y el chillido se convirtió en un gorgoteo flatulento. El segundo le atravesó la muñeca y la clavó en mitad de la calzada, liberando a Morgalla. La enana se echó hacia atrás mientras apartaba la lanza de la monstruosa rana y luego se desató el hacha del cinturón y golpeó con ella al monstruo entre sus ojos amarillentos. Acto seguido, Morgalla desclavó el cuchillo de Elaith y de una patada lanzó al monstruo muerto al agua. Éste se zambulló, moviéndose todavía de forma espasmódica, y dejó en el lugar una mancha de pus negruzco cada vez mayor. La enana hizo un gesto de agradecimiento al elfo, pero éste se había dado la vuelta, con la espada a punto para el próximo ataque. Junto a Morgalla, Balindar subió reptando a la calzada con los hombros hundidos mientras se apartaba del agua salobre.

—No están lo bastante cerca —murmuró Wyn mientras agarraba la lira, con una mueca de preocupación en su dorado rostro.

Danilo miró con ojos incrédulos al elfo, pero en ese momento de distracción una de las criaturas se subió a la calzada y lo agarró por el tobillo. En un instante, la enana se situó a su lado y el hacha volvió a relampaguear. La rana gigante soltó un bramido y dio un salto hacia atrás mientras se sujetaba el miembro cortado y goteante. Danilo desenfundó la espada larga y le rebanó el cuello a la criatura, pero tres ranas más saltaron por encima del cuerpo caído de su hermana para acosar a los intrusos por ambos lados del camino.

—¿Ya te parecen bastante cerca? —gritó Danilo a Wyn mientras se abalanzaba sobre la más cercana.

Pero el elfo dorado no lo escuchaba sino que raspaba las cuerdas de su lira mientras empezaba a entonar una melodía, en voz alta y clara como si fuera una mujer pero en un tono indudablemente masculino. La voz de tenor del elfo se impuso a los sonidos de la batalla y al pesado lamento de las gaitas anfibias. Con la misma calma con la que tocaría para un grupo de amigos en sus aposentos, Wyn interpretó una tonada suave de gran lirismo. Pronunciaba las palabras en lengua elfa, pero a medida que proseguía la batalla Danilo percibió que una sensación de paz le inundaba el corazón. Sólo en una ocasión había oído semejante música, y fue tras la batalla de Evereska, cuando un sacerdote elfo había curado la mano quemada gracias a un canto. Ahora percibía el mismo poder, el mismo respeto y la misma humildad frente a una belleza que no podía ni siquiera imitar o comprender.

La música de Wyn parecía envolver al elfo y a su caballo en una especie de esfera protectora e invisible, y todas las ranas que se acercaban a ellos caían hacia atrás. Poco a poco, el área de calma se fue ampliando y las mortales ranas dejaron caer sus armas de caña; sus estridentes cánticos de guerra se fueron apagando como si fuera mejor escuchar la canción elfa. Los gaiteros se retiraron en las profundidades de la marisma, hundiéndose en el agua hasta que sólo se alcanzaron a ver sus ojos bulbosos. Sin dejar de cantar, Wyn empezó a avanzar al paso por el camino.

Los demás lo siguieron y, mientras progresaban por un ambiente cada vez más oscuro, se dieron cuenta de que los seguían decenas de ojos amarillentos e inmóviles.

A los ojos de un visitante, Aguas Profundas podía parecer amplia y misteriosa. La ciudad, además, poseía años de historia e intriga que iban más allá de la imaginación de la mayoría de los ciudadanos. Más allá de las calles y los edificios había una red de túneles secretos y pasajes, ocultos a pesar de todos los esfuerzos que se habían hecho por descubrirlos y explorarlos. En lo más profundo estaban las minas de una antigua nación enana muerta hacía tiempo y, más allá, se contaba que había madrigueras ocultas en cavernas y botines abandonados de dragones. También corrían rumores de túneles de otras esferas, pero la mayoría consideraba que era mejor no hablar de ellos. Aguas Profundas funcionaba bien a pesar de sus secretos o, tal vez, gracias a ellos.

Uno de los túneles secretos más seguros comunicaba el palacio de Piergeiron con la torre de Báculo Oscuro. Muy preocupado, Khelben Arunsun se abrió paso de regreso a su torre intentando sin éxito recordar el rostro hermoso de Larissa Neathal como había sido.

Mirt había encontrado a la cortesana en su casa, apenas con vida y torturada hasta aparecer casi irreconocible. En muy pocas ocasiones había visto Khelben llorar al antiguo mercenario, pero ahora, después de haber visto él mismo a Larissa, también sentía cercanas las lágrimas. La habían trasladado al palacio en cuanto los médicos dictaminaron que podían moverla, y allí permanecía, con los mejores cuidados y la mejor protección que podía ofrecerle la ciudad. Las pociones ganadoras, así como las oraciones de los clérigos, parecían haber aliviado su sufrimiento, pero nada podía hacerla despertar de un sueño parecido a la muerte. Había sido herida de forma tan cruel y en tantos puntos que ningún método era válido. La vida de su amiga estaba en manos de los dioses, y, a pesar de todo su poder, el archimago se sentía impotente.

Khelben subió los peldaños de su torre y, al llegar arriba, vio que la puerta estaba abierta y que Laeral lo estaba esperando. Iba vestida, como de costumbre, con un vestido ceñido y seductor y llevaba el cabello, color plata, suelto sobre los hombros desnudos. Y, sin embargo, por una vez su rostro carecía de alegría y no se le marcaban los hoyuelos de las mejillas.

—¿Cómo está Larissa? —preguntó. A pesar de su inquietud, su voz era seductora como una suave brisa.

—Duerme —musitó Khelben—. Es lo mejor que puede decirse.

Laeral abrió los brazos para ofrecer todo el consuelo que era capaz de dar y durante unos instantes los dos poderosos hechiceros se fundieron en un abrazo. Khelben fue el primero en separarse, acarició el cabello plateado de su dama y le dedicó una breve sonrisa agradecida.

—Ha llegado un mensaje de lady Berdusk mientras estabas fuera —comentó Laeral mientras extraía una diminuta esfera de vigilancia de los pliegues de su vestido. Aquellos artilugios requerían magia de gran poder y los utilizaba los Arpistas y sus aliados sólo en caso de necesidad—. Asper ha sido capturada por una pandilla de bandidos y no sólo piden un rescate, también dicen que sólo lo aceptarán de manos de su padre.

Khelben inhaló una profunda bocanada de aire. Asper era una guerrera que solía trabajar cerca de Puerta de Baldur como vigilante de caravanas. Era una mujer menuda, de piel tostada y carácter bromista y alegre, pero su naturaleza feliz no la hacía por eso menos mortal. Además, era hija adoptiva y la niña de sus ojos de su amigo Mirt, un mercenario retirado que, aunque todavía era capaz de entablar una batalla respetable, estaba entrado en años. Khelben temía que una noticia como ésa pudiera resultar catastrófica para su amigo, más teniendo en cuenta la reciente tragedia de Larissa. Aun así, debía ser informado.

—Se lo comunicaré a Mirt de inmediato.

—Iré contigo —se ofreció Laeral, pero el archimago sacudió la cabeza.

—No, será mejor que alguien se quede aquí por si hay noticias de Asper. Tenía planeado ver a Mirt en la taberna de todas formas.

—Ah, había olvidado que ésta es la noche de los Señores de las Almas Gemelas —comentó Laeral con una fugaz sonrisa. Esos seis Señores de Aguas Profundas se reunían regularmente, a veces para planear estrategias y compartir información, pero a menudo sólo para disfrutar de su amistad.

Una vez más el archimago descendió por la escalera hacia el entramado urbano que se desplegaba abajo, pero esta vez eligió el túnel que conducía al Portal del Bostezo, la posada propiedad de su amigo Durnan. Khelben se abrió paso con rapidez por el laberinto de puertas, pasadizos y escaleras que desembocaba en la trastienda secreta de la taberna.

La reunión de Señores era esa noche reducida y sombría. Mirt, Durnan y Kitten esperaban con las respectivas jarras de cerveza intactas. Brian, el Maestro de Esgrima, llegó poco después que Khelben.

El archimago transmitió las noticias. Mirt, que escuchaba en silencio, hizo un gesto de asentimiento y se puso de pie.

—Me voy —se limitó a decir.

Durnan agarró a su amigo de la recia muñeca.

—Dame una hora para que pueda cerrar la taberna. Han pasado muchos años, pero me encantará cabalgar de nuevo contigo.

El mercenario retirado sacudió la cabeza declinando la oferta de su amigo y antiguo compañero.

—Quédate, Durnan, y vigila la ciudad. Quedamos ya muy pocos.

Tras pronunciar esas palabras, Mirt desapareció escalera abajo con una agilidad sorprendente en un hombre de su tamaño y edad.

La voz de Mirt pareció resonar en la estancia.

—Tiene razón, y lo sabéis —señaló Kitten—. Primero, Larissa, y ahora Mirt, fuera de combate. Texter ha salido de nuevo a la aventura y sólo los dioses saben dónde está Sammer. —Bebió un sorbo de cerveza y sonrió—. Aunque en su caso bien pueden mantenerse callados.

Durnan asintió en señal de consentimiento. El viajero mercader Sammereza Salphontis aportaba información valiosa de los reinos vecinos, pero no era muy apreciado entre los demás Señores.

—Tengo más noticias malas —intervino Brian—. Durante la última feria, recibí más de veinte pedidos de cimitarras.

—Eso quiere decir que el negocio va bien —puntualizó Kitten mientras se examinaba la manicura de los dedos. Aunque por lo general aparecía en público tan despeinada y descuidada como si acabara de levantarse de la cama (y, más concretamente, de la cama de otro), esa noche se la veía elegantemente peinada y vestida como cualquier dama de la ciudad—. ¿Qué insinúas?

El Maestro de Esgrima extrajo un diminuto cuchillo curvo de su bolsa de cuero y lo deslizó por encima de la mesa hacia ella.

—¿Has visto alguna vez uno como ése?

Kitten lo levantó para examinarlo y frunció el entrecejo al ver las docenas de diminutas muescas en la hoja.

—Parece que alguien ha estado llevando las cuentas con este artilugio.

—Precisamente —intervino Khelben, cogiéndole el cuchillo de las manos con una expresión tensa y severa en el rostro—. Los asesinos del sur suelen utilizar cuchillos como ésos. Cuantas más muescas, más ilustre la carrera. ¿Cómo lo conseguiste, Brian?

El hombre se encogió de hombros.

—Conseguí un nuevo aprendiz, un chico que necesitaba trabajar. Es incapaz de blandir un martillo pero vacía los bolsillos con la agilidad de un halfling. El hombre al que le quitó esto pidió seis cimitarras.

—Que son las armas preferidas de los hombres del sur —añadió Khelben con voz cansada—. Es posible que tengamos una gran afluencia de asesinos del sur. Alguien debería avisar de inmediato a Piergeiron porque es el objetivo habitual.

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