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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Canción Élfica (12 page)

BOOK: Canción Élfica
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Sea como fuere, Larissa no estaba de humor para representar su papel de cortesana boba que bailaba al son de cualquier extraño. Por lo general, representaba su papel con real orgullo y disfrutaba de verdad, pero hoy no era el caso.

Mas no le quedaba más remedio. Disimuló un bostezo y continuó con los preparativos. Primero se soltó el pelo rojizo. Como llevaba unas trenzas demasiado largas para cepillárselas sin ayuda, hizo sonar la campanita de latón para llamar a la doncella, antes de quitarse los anillos y darse un masaje en las manos con ungüento perfumado. Luego, se levantó del tocador y se acercó a un enorme ropero de roble. El salto de cama verde pálido, una maravilla de seda traslúcida, se arremolinaba y flotaba alrededor de sus piernas al caminar. Abrió de par en par la puerta del armario y empezó a pensar en qué atuendo se merecía su último cliente.

A su espalda oyó rechinar el gozne de la puerta del dormitorio.

—Pasa, Marta, y deprisa. Tengo que estar vestida dentro de una hora —comentó Larissa sin darse la vuelta.

—No se preocupe, querida dama —respondió una voz profunda con marcado acento—. Esa túnica verde que
casi
lleva me gusta mucho.

Larissa se volvió sorprendida y una nube de seda verde flotó a su alrededor. El señor Hhune de Tethyr estaba sentado en el canapé, manoseando con insolencia el satén rojizo del vestido Shou. En el umbral había dos hombres de cabellos oscuros, armados con sables curvos, que sostenían cautiva a una aterrorizada Marta.

La mano derecha de Larissa se movió de forma instintiva hacia el dedo meñique de su mano izquierda en busca del anillo encantado que poseían todos los Señores de Aguas Profundas. El corazón le dio un vuelco cuando se dio cuenta de que lo había dejado en el tocador. El anillo no sólo la hacía inmune a los venenos sino que le habría permitido invocar a sus poderosos colaboradores. Su mente sopesó con rapidez todas las posibilidades. Gritar para pedir ayuda sería inútil. Tenía varios luchadores expertos y leales entre sus sirvientes, pero si no se encontraban ya allí defendiéndola es que estaban muertos. Tenía dagas ocultas en todos sus vestidos, pero los saltos de cama casi transparentes no los tenía equipados con esas protecciones. No le quedaba a mano más que un arma: las artes de una cortesana; y la vida de su doncella dependía de su habilidad para manejar la situación.

Soltó una suave carcajada mientras se deslizaba hacia Hhune.

—Me halaga su impaciencia —musitó en tono seductor. Alzó la vista y le dedicó su sonrisa más coqueta mientras empezaba a juguetear con los botones de su abrigo—. Sin embargo, mi doncella tiene poca experiencia en este tipo de juegos, no como nosotros. Seguramente, sus hombres estarían mejor servidos en alguna de las salas de fiesta. ¿Por qué no les da un día de descanso para que disfruten de los placeres de la ciudad, y así podríamos pasar una velada más… íntima?

Larissa se aproximó todavía más y los ojos de Hhune se oscurecieron con una expresión que la cortesana conocía bien. Empezó a albergar un deje de esperanza.

—Eres hermosa —murmuró el noble con voz ronca mientras cogía un puñado de reluciente pelo rojizo entre sus dedos—. Casi lamento lo que tiene que ocurrir.

Hhune estiró brutalmente del cabello de Larissa y le echó la cabeza hacia atrás mientras con la mano libre le propinaba un fuerte golpe en la garganta. Aturdida por el dolor, la cortesana cayó de rodillas. A una orden de Hhune aparecieron tres hombres más que esperaban en el vestíbulo. Dos de los rufianes la sujetaron mientras el tercero cogía sus manos para romperle, uno a uno y de forma sistemática, los dedos. Cuando acabó la faena, Hhune hizo un gesto de asentimiento y sus hombres se apartaron. Todavía de rodillas, Larissa se balanceaba adelante y atrás, cobijando sus destrozadas manos en el pecho mientras sollozaba con voz entumecida.

—Ahora, Larissa, Señor de Aguas Profundas, no vas a poderte comunicar ni de viva voz ni por escrito durante muchos días —informó Hhune con voz gélida—. No temas por tu vida, querida, ni mucho menos. Esta ciudad apesta a magia y muchos serían capaces de conversar con tu espíritu, pero mis hombres son demasiado expertos para dejarte morir, así que vas a vivir durante muchos días como si flotaras en un sueño encantado. Después —se detuvo y se encogió de hombros—, quizá te despiertes, y quizá las pociones y los rezos puedan hacerte recuperar la voz, las manos y la belleza. O tal vez no.

Se volvió hacia los hombres que esperaban.

—Os la dejo —ordenó—. En cuanto a la doncella, matadla y sacadla de aquí. Nuestro agente en Aguas Profundas se encargará de que el cuerpo desaparezca en la bahía.

Hhune giró en redondo y salió apresuradamente de la alcoba, pues le causaba un poco de repugnancia el brillo ansioso que veía en los ojos de sus hombres mientras se aproximaban a la gimoteante cortesana. La tortura no era un arma desconocida para los Caballeros del Escudo, y aquellos hombres habían sido elegidos por su habilidad en semejante arte. Hhune no apreciaba demasiado esas cosas, pero suponía que un hombre debía disfrutar con el trabajo que desempeñaba.

Casi se dio de bruces con Granate, que lo estaba esperando en el vestíbulo. La mirada de descarada desaprobación que le lanzó la mujer hizo que Hhune se pusiese a la defensiva en cuanto a sus métodos.

—Lo de la cortesana está arreglado —comunicó mientras indicaba con un gesto la puerta cerrada—. Como no conseguisteis envenenarla anoche, pensamos que era adecuado intentarlo de otro modo.

Los ojos de la semielfa relampaguearon.

—Lady Thione olvidó decirme que todos los Señores de Aguas Profundas son inmunes al veneno. Si hubiese sabido que el método iba a fracasar, no me habría pasado la noche charlando con ella y fingiendo ser un músico vulgar.

—Thione no os dijo nada de eso, ¿verdad? Muy interesante —musitó Hhune.

Granate percibió que el noble sureño parecía hasta complacido por la omisión de lady Thione, pero como tenía poco interés por los asuntos de política interna de los Caballeros del Escudo, se limitó a encogerse de hombros y dar media vuelta. Cruzó a toda prisa el vestíbulo y franqueó un portal arqueado que desembocaba en una galería.

Hhune contempló con el entrecejo fruncido cómo se marchaba. ¿Qué pretendía hacer la semielfa, volar? La curiosidad pudo más que él y se deslizó tras ella por el vestíbulo con todo el sigilo que su voluminoso cuerpo podía reunir. Se asomó por el borde de la galería y reculó, sorprendido.

Había un caballo blanco como la leche en la galería, dos pisos por encima de la calle tranquila. Mientras Hhune observaba, Granate se montó en la grupa del animal y cogió las riendas para golpear con ellas el cuello del corcel. El caballo titubeó, y el rostro de Granate se endureció con una máscara que mezclaba concentración y cólera. A modo de respuesta, el caballo inclinó la cabeza con un gesto que traducía a la vez tristeza y resignación, y echó a volar por los aires con la ligereza de un colibrí. Luego, con la rapidez propia de esos pájaros tan delicados, se perdió entre el mar de nubes.

—Un
asperii
—balbució Hhune en tono respetuoso. Había oído hablar de aquellos raros corceles mágicos, pero nunca hasta ahora había visto uno. Como los Pegasos, aquellos caballos podían volar, pero no tenían alas. Conseguían elevarse gracias a un poder de levitación natural y eran sumamente rápidos. Un
asperii
formaba una conexión telepática con un mago o hechicero de gran poder, y permanecía junto a su dueño durante toda la vida.

El descubrimiento dejó intrigado a Hhune. Había llegado a Aguas Profundas la noche anterior con un cargamento de mercancías para la Fiesta del Solsticio de Verano y, una vez acabadas sus obligaciones como mercader, había acudido a ver a lady Thione esperando un informe rutinario y acabó descubriendo que se había aliado con una hechicera muy poderosa que había puesto en marcha un plan de acción que daría frutos en cuestión de días. No le habían contado los detalles del plan, cosa que no había sorprendido a Hhune; él no era un superior de lady Thione, y los Caballeros del Escudo mantenían secretos incluso entre ellos. Y sin embargo le había quedado la impresión de que ni siquiera lady Thione estaba al corriente de todo lo que iba a suceder.

En opinión de Hhune, Granate era quien tenía el control de todo. La hechicera estaba utilizando a los Caballeros del Escudo como un utensilio personal, de eso estaba seguro, y también sospechaba que conocía algo que le otorgaba poder sobre lady Thione. Le habría encantado saber qué era. Quizá si se quedaba más tiempo en Aguas Profundas pudiera averiguarlo.

La luz matutina se colaba por las largas ventanas que rodeaban la alcoba circular. Lucía Thione se estiró como un gato satisfecho y alargó la mano para acariciar a su amante, pero el lecho estaba vacío y sólo las sábanas de seda arrugadas y un hueco en el mullido colchón indicaba que la noche anterior había sido algo más que un bonito sueño.

—Ah, estás despierta. Ahora sí que puede decirse que se ha levantado la mañana. —Caladorn se introdujo en la habitación, vestido con polainas y botas de montar, y con el cabello castaño todavía húmedo del baño. Lucía se incorporó y alzó la mejilla para recibir un beso. El joven se inclinó para saludarla con cariño.

—¿Te vas tan pronto? —preguntó haciendo pucheros—. Ayer trabajaste hasta muy tarde y apenas hemos tenido tiempo de estar juntos.

—Tengo negocios —respondió Caladorn con una cariñosa sonrisa mientras trazaba con un dedo enguantado la silueta de su nariz—. Seguro que una mercader de tu perspicacia conocerá su importancia.

—¿Qué tipo de negocios?

—Me han encargado que entrene a aquellos que desean competir en los Juegos del Solsticio de Verano. Estaré en el campo del Triunfo todo el día.

Tras prometerle que se verían de nuevo en su casa de la ciudad aquella misma noche, Caladorn se separó de su amante. Una vez a solas, Lucía sonrió y se arrebujó entre las sábanas esperando hasta oír el golpe amortiguado de la puerta principal al cerrarse. Aunque le habría encantado disfrutar de la compañía de Caladorn aquella mañana, necesitaba tiempo a solas para solucionar su dilema.

Al fingir que era uno de los Señores de Aguas Profundas, se había colocado en una situación favorable entre los Caballeros del Escudo. Su apoyo le había permitido amasar una pequeña fortuna, y todo había ido viento en popa hasta que Granate se había inmiscuido en su vida. Lo que la hechicera sabía había colocado a Lucía en una posición de casi esclavitud. La llegada de lord Hhune de Tethyr había empeorado las cosas considerablemente porque los Caballeros del Escudo no iban a ver con buenos ojos su alianza con Granate. Esa colaboración había adquirido un matiz peligroso: Granate había asumido el control sobre Hhune, sus hombres y los agentes locales de Lucía. Y, lo que era peor, la hechicera había exigido que Lucía revelase los nombres de los Señores de Aguas Profundas.

Lucía no podía admitir que eso era algo que ella desconocía, así que había resumido una pequeña lista para Granate: Khelben Arunsun, Larissa Neathal, el usurero Mirt, Durnan y Texter el Paladín. Esos nombres se susurraban en todas las tabernas de Aguas Profundas y por ahora iban a ser suficientes, pero Lucía era consciente de que tendría que hacerlo mejor, y en breve.

La dama apartó el cubrecama y salió de la alcoba. Si Caladorn tenía conexiones con los Señores de Aguas Profundas, no iba a encontrar pruebas de ello en el dormitorio, así que bajó por la escalera de caracol hasta el piso inferior, que albergaba la zona de baño y los vestidores. Una de las estancias estaba llena de arcones y armarios y parecía un buen lugar para iniciar la búsqueda.

Moviéndose con total sigilo para no despertar sospechas en el criado de Caladorn, Lucía abrió sistemáticamente todos los arcones y cajones en busca de algo que pudiese relacionar a Caladorn con los Señores de Aguas Profundas. Durante más de una hora estuvo escudriñando la habitación, pero fue en vano.

Frustrada pero dispuesta a seguir, Lucía se dirigió hacia su propio vestidor. Planeaba rebuscar hasta en el último rincón de la casa, pero no podía hacerlo vestida con un diáfano camisón. Caladorn, que era detallista y romántico hasta en los más nimios detalles, había llenado un armario con varias mudas para que Lucía pudiese vestirse las mañanas en que amanecía allí con sus trajes color púrpura. Con un suspiro, Lucía sacó una túnica color lavanda del armario. Quizá después de bañarse y cambiarse…

Sus pensamientos se interrumpieron de pronto porque, sin motivo aparente, el borde de la túnica se había quedado trabado en el fondo de madera del armario. Dio un ligero estirón, pero estaba atrapado. Se puso de rodillas para examinarlo de cerca. La veta de la madera alrededor de la tela atrapada se veía lisa y sin interrupciones y, cuando pasó un dedo por el suave panel, no percibió ninguna protuberancia ni hueco. Era como si la seda color lavanda surgiera directamente de la madera.

Impaciente, Lucía apartó el resto de ropa y empezó a buscar en el interior del armario. Al cabo de varios minutos, sus dedos palparon un diminuto botón oculto. Al presionarlo, se abrió un panel posterior que, tras soltar el pedazo de tela, dejó al descubierto una pequeña puerta que ocultaba un estante. Lucía rebuscó en el interior y extrajo un casco negro cubierto por un espeso velo.

Se deslizó el casco sobre su cabeza y dio media vuelta para observar su reflejo en el espejo. Aunque podía ver con toda claridad, sus rasgos quedaban totalmente ocultos por el velo. Cantó unas notas de una canción popular de Tethyr y no reconoció la voz como suya. De hecho, el casco distorsionaba por completo su timbre de voz que, bajo aquel atuendo, podía ser tanto de un hombre como de una mujer, de un anciano como de un joven. Soltó una carcajada, presa de gran excitación, y también la risa fue distorsionada de forma mágica por el casco de un Señor de Aguas Profundas.

¡Así que era eso! Su joven amante ostentaba en verdad el puesto al que ella tanto había aspirado. Caladorn no podría negarle nada, y con lo que consiguiera sacar de él podría aplacar con facilidad a Granate. Una sonrisa se dibujó en sus labios y el peso que la preocupación había colocado sobre sus hombros se esfumó.

Lucía se quitó el casco y lo devolvió al armario. Antes de cerrar la puerta, tuvo buen cuidado de colocar el dobladillo de la túnica lavanda de modo que quedara pillado por la puerta oculta. Dispuso el resto de vestidos tal como se los había encontrado para fingir que nadie había tocado el armario y se volvió a vestir con la ropa que llevaba la noche anterior. Cuando la habitación estuvo ordenada, salió de casa de Caladorn en dirección a la Casa de Placer y Salud de la Madre Tathlorn. El descubrimiento bien se merecía un masaje, una manicura y tal vez algo más.

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