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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Canción Élfica (8 page)

BOOK: Canción Élfica
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—¿Está cantando otra vez esa balada horrible?

—Sí. —Caladorn tenía los dientes firmemente apretados—. Pensé que se había prohibido oficialmente a todos los bardos de la ciudad que la cantaran.

Lucía miró sorprendida a su joven amante. No cabía duda de que era atractivo y simpático, pero nunca lo había visto interesarse por asuntos políticos. Además, aquel aviso había sido difundido por los Señores de Aguas Profundas aquella misma mañana. Lucía conocía la noticia porque tenía que estar al corriente de todo, pero ¿cómo se habría enterado Caladorn? Lo apartó de la muchedumbre para hablar con él en privado.

—¿No hay nada cierto en esa balada?

—Me temo que sí. Lady Laeral viajó una vez con un grupo de aventureros conocidos con el nombre de Los Nueve que descubrieron un poderoso artilugio, un tipo de corona, que la convirtió en una loca y una amenaza.

—Supongo que no se ha difundido —respondió con delicadeza, procurando ocultar a la vez la curiosidad que sentía y el regocijo que le producía oírlo.

—Hasta ahora —admitió él—. Estas cosas no deberían cantarse en todas las esquinas, para deleite de la gente corriente. La caída de Laeral y la intercesión de Khelben Arunsun son asuntos propios de la nobleza y de hechiceros de gran poder.

Los ojos oscuros de Lucía se entrecerraron mientras su mente trabajaba. Era un extraño comentario en boca de Caladorn, un hombre que de joven había cortado los lazos con su noble familia para dedicar su vida a la aventura.

—Estoy de acuerdo contigo, cariño, pero ¿qué podemos hacer tú y yo para impedirlo?

—Nada. Tienes razón. —Caladorn se esforzó en sonreír pero mantenía la vista fija en la multitud. Se removió inquieto y, sin pensar, jugueteó con el anillo de plata que llevaba en la mano izquierda. Lucía lo observaba, fascinada.

—Mira, no estoy de humor para asistir a una actuación en Las Tres Perlas esta noche —comentó ella en tono amistoso—. Faltan sólo dos días para la fiesta en la villa del distrito del Mar, y todavía me quedan un montón de compras por hacer. ¿Te importa que las termine ahora, cariño?

—En absoluto —respondió Caladorn, tal vez con demasiada rapidez. Dio un beso a su dama y se desvaneció entre la multitud.

Después de comprobar que Laeral no seguía en la tienda de sombreros ni se la veía por ningún sitio, Lucía cruzó la calle para introducirse en una taberna pequeña y elegante. Tomó asiento cerca de una ventana abierta, pidió vino con especias y esperó.

No tuvo que aguardar mucho rato. Una patrulla de vigilancia se apresuró a dispersar a la multitud por orden de los Señores de Aguas Profundas. Lucía se recostó en la silla, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Caladorn, su atractivo y caballeroso amante ¡podía ser la conexión que hacía tanto tiempo que buscaba! Por supuesto, podía ser una coincidencia el tiempo que había tardado en intervenir la patrulla. Echó una ojeada al reloj de agua de Neverwinter de la pared de la taberna. No, la vigilancia no tenía que pasar por esta calle hasta diez minutos más tarde. Lucía había hecho un estudio sobre las rutas de las patrullas y sabía cuánto tiempo tardaba en pasar cada turno en cualquier zona de Aguas Profundas. Por supuesto, era algo de lo que no solía vanagloriarse en la mayoría de sus círculos sociales. Se inclinó hacia adelante y observó con interés la escena. Si era cierto que Caladorn estaba detrás de todo, tendría que aprender muchas cosas sobre las personas sobre quien gobernaba. Era un encanto, pero de corazón demasiado puro y sangre demasiado azul para darse cuenta de cómo interpretaba la mayoría de la gente sus actos. Los habitantes de Aguas Profundas eran muy independientes, y dudaba que vieran con buenos ojos aquel tipo de intervenciones.

El instinto de Lucía resultó infalible. El músico no acató la orden y empezó a discutir el asunto con el capitán de la patrulla. Luego, se volvió hacia la multitud que se dispersaba y les ordenó que protestaran contra semejante tiranía y que exigieran que se pudiera oír la verdad. Lucía percibió con cierto cinismo que el músico estaba actuando ahora con más convicción que cuando interpretaba la melodía, y el hecho de que la multitud se estuviera apiñando con rapidez lo corroboraba.

Contempló divertida cómo el músico se subía a un banco para vilipendiar el presuntuoso comportamiento de la patrulla de guardia y de los Señores de Aguas Profundas. Incluso desenfundó una pequeña espada que blandió en el aire para corroborar sus afirmaciones, pero no estaba demasiado ebrio de poder para desafiar al capitán directamente. Sin embargo, el ridículo gesto consiguió sublevar a la multitud y unos pocos empezaron a azuzar a la patrulla, primero con insultos y luego con mercancía de las tiendas cercanas. Otros corrieron a resguardarse, lanzando por los suelos los puestos de venta y pisoteando la mercancía.

La milicia mejor armada de Aguas Profundas, la guardia, llegó enseguida en ayuda de la patrulla de vigilancia y en pocos instantes disolvieron a las personas que habían provocado disturbios y restablecieron el orden. Lady Thione chasqueó la lengua al ver que una pareja de guardias se llevaba a rastras al juglar, que no cejaba de hacer oír a gritos su protesta. Los tenderos y vendedores empezaron a escudriñar entre los desechos en busca de lo que pudiesen recuperar o que hubiera sido robado por los ladrones y pillos que medraban incluso en las ciudades mejor vigiladas.

Lady Thione era única en aprovechar las oportunidades. Salió de la taberna y se aproximó con lentitud a una mujer mayor que estaba barriendo flores chafadas y desperdigadas. Lucía escuchó unos instantes los lamentos de la vendedora de flores y luego le tendió una bolsa diminuta. Acto seguido, se escabulló, no sin antes llevarse un dedo a los labios. Con toda la sutileza que fue capaz de reunir, se abrió camino por las calles, consciente de que había malgastado el puñado de monedas de plata en una sutil mezcla de compasión y sedición.

Danilo se apresuraba en dirección a la tienda de laúdes de Halambar, sin apenas darse cuenta de que el distrito comercial de la calle de las Espadas se veía inusualmente tranquilo a aquella hora. Tal vez fuera cosa del tiempo. La noche era fría y soplaba una fuerte brisa marina que hacía balancear y tintinear las farolas de las calles. El atuendo púrpura de Danilo, aunque adecuado para el clima cálido y seco de Tethyr, lo dejaba temblando de frío en aquel ambiente gélido y húmedo. Entró en una tienda que vendía ropa y se compró una capa de color verde oscuro, un recambio completo de atuendo y un par de prácticos pares de botas de cuero. Con unas monedas más, consiguió que el tendero se deshiciera de su atuendo de color púrpura.

En cuestión de minutos, Danilo encontró la casa elegante que buscaba. Al igual que muchos otros edificios de la misma calle, era un inmueble de tres pisos de reluciente yeso blanco y travesaños oscuros. Los amplios ventanales que había a ambos lados de la puerta estaban formados por multitud de diminutos cristales tallados en forma de rombo, y la propia puerta estaba formada por gruesos paneles de roble. Las bisagras de latón y los pestillos de las puertas y contraventanas tenían un diseño en forma de diminutas arpas…, un pequeño capricho que obedecía a un solo propósito: cualquier intento de forzar los pestillos disparaba una alarma mágica de gran poder. La naturaleza de aquel tipo de alarma apenas sí era conocida porque ninguno de los ladrones que había intentado franquearla vivía para contar los detalles.

Cuando Danilo entró, su llegada fue anunciada por el suave tañido del arpa de la puerta. Franqueó el umbral y dejó que el sirviente que había salido a recibirlo le sostuviera la capa.

La tienda era una única estancia que ocupaba todo un piso. A mano derecha, según se entraba, había una hilera de instrumentos dispuestos para la venta, desde laúdes de renombrada fama diseñados por el propietario a diminutos silbatos procedentes de las Moonshaes occidentales. A mano izquierda estaba el taller donde los fabricantes de instrumentos y los aprendices diseñaban y reparaban los mejores instrumentos de Aguas Profundas. El propio Kriios Halambar estaba allí aquella noche, inclinado sobre un enorme laúd de latón conocido con el nombre de tiorba y ajustando con paciencia las clavijas recién afinadas. Halambar alzó los ojos hundidos al oír la puerta y su rostro pareció iluminarse con una sonrisa al ver a Dan. El artesano apartó con suavidad el laúd y se puso de pie.

—¡Bienvenido, señor Thann! Por fin habéis regresado a Aguas Profundas. Supongo que habréis venido a inscribiros en el registro, pero ¿podemos ayudaros en algo más?

Danilo parpadeó. Había visitado la tienda de Kriios Halambar un par de decenas de veces pero en ninguna ocasión se le había pedido que añadiera su nombre al registro de bardos, ni nunca había sido él recibido, o ningún otro, con tanta efusividad por parte del artesano, de naturaleza altanera.

—Necesito un laúd —explicó Dan—. En uno de mis últimos viajes he tenido que abandonar el mío.

El artesano sacudió la cabeza como gesto de conmiseración tácita por semejante pérdida.

—Si no recuerdo mal, tocáis un laúd de siete cuerdas. Tengo uno que creo que os irá bien. —Se acercó a un extremo de la estancia y descolgó de un gancho de la pared un instrumento de excepcional belleza.

El laúd estaba fabricado en madera de arce de color crema y el agujero central estaba rodeado de un rosetón de madera de teca y de ébano. Danilo lo cogió, se quitó los guantes y se sentó en un taburete para tocar una serie de notas. El instrumento resonaba bien, y las cuerdas parecían afinadas.

Alzó la vista, sonriente.

—Por el tono y el diseño supongo que es uno de los suyos, maestro Halambar. Me lo quedo, pero dígame antes el precio.

Halambar hizo una reverencia.

—Para vos, veinte monedas de cien.

El laúd valía eso y más, pero Danilo sacudió la cabeza y tendió vacilante el laúd al artesano.

—Me temo que no tengo tanto dinero encima, y necesito comprar un laúd esta noche. ¿No tiene un instrumento de menos valor?

—Por favor, ni se los mire. Puedo aceptar dinero a crédito.

Ya era algo, pero Dan no estaba dispuesto a discutir su buena suerte. Compró también un recambio de cuerdas, una funda de cuero a prueba de lluvia para el laúd y un fajo de papel pautado para garabatear nuevas canciones. Si los Arpistas lo requerían para que actuara como bardo, Danilo suponía que debía llevar a cabo unos cuantos trabajos originales.

Mientras el cajero de Halambar hacía la cuenta, Danilo se acercó al registro y empezó a ojear las páginas, con un solícito Halambar a la espalda.

—¿Conoce el paradero de un maestro de acertijos llamado Vartain? Estaba en Aguas Profundas cuando salí de aquí hace varios meses.

Halambar titubeó.

—Vartain ha entrado y salido más veces que cuerdas tiene una lira. Sus servicios son de gran valor, pero aquellos que lo contratan se cansan de él pronto.

—¿Yeso?

—Vartain tiene una costumbre muy enojosa —explicó el artesano—. Siempre cree tener razón.

—Comprendo que eso pueda resultar exasperante, pero es precisamente lo que busco. Si no está disponible, ¿podría recomendarme a alguien que fuese igual de bueno?

—Ya quisiera —se lamentó Halambar, ojeando el registro—. Los maestros de acertijos no abundan estos días, y pocos pueden igualar la habilidad o los conocimientos de Vartain. La verdad es que no hay ninguno disponible en Aguas Profundas en este momento. Quizá podríais hablar con el contratante de Vartain y pedirle los servicios del maestro. Es muy probable que esa persona se haya arrepentido ya del contrato y reciba con buenos ojos la ocasión de librarse de Vartain. Ajá, aquí está el registro.

Una severa sonrisa curvó los labios de Halambar mientras tamborileaba la página con un dedo.

—Quizá después de todo exista justicia en el mundo. Si hay alguien que se merezca a Vartain, ¡es este canalla!

Danilo observó por encima del hombro del artesano y soltó un gruñido. En una letra que parecía un montón de patas de mosca se leía:

Vartain de Calimport, maestro de acertijos.

Alquilado este veintiocho día de Mirtul

Contratante: Elaith Craulnober.

3

La capa negra de Elaith Craulnober flotaba a su espalda como una enojada sombra mientras caminaba por una aldea conocida con el nombre de Taskerleigh, un diminuto conjunto de casas en mitad de los campos y el bosque. La aldea estaba totalmente desierta, salvo por un puñado de cadáveres que se pudrían en alguna casa. Por extraño que pareciese, sólo una de las moradas, una pequeña vivienda situada en un extremo del bosque, mostraba síntomas de deterioro. No había rastro de lucha, de plaga ninguna y, en apariencia, ningún botín.

Elaith se acercó a toda prisa a la vivienda en ruinas y empezó a dar puntapiés a los despojos. Detrás de él caminaba un hombre de mediana edad, bronceado y completamente calvo, cuyos ojos ligeramente protuberantes observaban la escena con una expresión de imparcialidad. Los hombres contratados por el elfo, una docena de mercenarios duros y experimentados, refunfuñaban y se santiguaban sin cesar mientras avanzaban por la aldea fantasma. Procuraban ocultar el desagrado que les producía el elfo que los había contratado, que tenía poca paciencia con las supersticiones y menos aún con la cobardía.

Por el rabillo del ojo captó Elaith un destello plateado y arrojó a un lado un madero caído para llegar al objeto. Se inclinó y extrajo un alambre plateado y retorcido. Cerró el puño alrededor del objeto en señal de frustración.

—Estaba aquí —murmuró el elfo. Durante casi un año, había estado buscando un tesoro extraño de incalculable valor, y había gastado una pequeña fortuna para seguirle la pista hasta aquella remota aldea. Se irguió despacio y se volvió a hablar con Vartain de Calimport.

—Demasiado tarde —concluyó, enseñando a Vartain lo que había encontrado.

El maestro de acertijos asintió con calma, como si ya hubiera previsto aquel súbito giro en los acontecimientos.

—Esperemos que no nos vuelva a ocurrir hoy. —Se volvió y echó a andar hacia el huerto recubierto de vegetación de una granja cercana.

Elaith apretó los dientes y lo siguió. Reconocía la valía de Vartain, el maestro de acertijos era un hombre brillante y lleno de recursos, una baza útil en cualquier búsqueda porque Vartain siempre reflexionaba, lo observaba todo, sopesaba todos los hechos, consideraba y evaluaba todos los factores. Cuando se le preguntaba, compartía sus observaciones sin problema ninguno y expresaba con toda honradez sus opiniones, y nunca parecía equivocarse en nada. En resumen, era peor que un dolor de muelas.

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