En una perspectiva antropológica, el surgimiento de las democracias parlamentarias burguesas en la Europa de los siglos diecisiete y dieciocho, fue una extraña inversión de la pendiente de la libertad a la esclavitud que había sido la característica más importante de la evolución del estado durante seis mil años. A la afirmación de Marx y Engels en el sentido de que toda la historia es la historia de la lucha de clases, Wittfogel se ha opuesto con la observación de que «la lucha de clases es el lujo de las sociedades abiertas y con múltiples centros». Tal vez un modo mejor de decirlo —ya que no niego que la lucha de clases existió en las sociedades hidráulicas, al menos en forma latente— consista en afirmar que sólo en la historia reciente de Europa y Estados Unidos, las clases más bajas han alcanzado la libertad de luchar abiertamente por el control del estado. Nadie que deteste la práctica de las reverencias y la humillación, que aprecie la búsqueda del conocimiento científico de la cultura y la sociedad, que valore el derecho a estudiar, discutir, debatir y criticar, o que piense que la sociedad es más importante que el estado, puede confundir la aparición de las democracias europea y estadounidense con el producto normal de una marcha hacia la libertad. Es igualmente arriesgado suponer que el capitalismo representa el punto final de la evolución cultural. Y no es posible ignorar la amenaza que hoy representa la intensificación del modo de producción capitalista para la conservación de esos preciosos derechos y libertades que hasta el momento, aunque brevemente, florecieron bajo sus auspicios.
Los críticos más severos del capitalismo —entre ellos Carlos Marx— siempre han reconocido que el movimiento de producción de alimentos y bienes manufacturados relacionado con la aparición de firmas comerciales europeas, bancos y otras organizaciones empresariales, no tuvo precedentes. Con anterioridad, nunca tantos individuos intentaron con mayor firmeza incrementar la producción más rápidamente en tan gran diversidad de empresas. Considero que el secreto de este «gran salto hacia adelante» en el esfuerzo productivo fue la liberación de restricciones políticas, sociales y morales por parte de individuos ambiciosos para realizar intentos personales de acumulación de riqueza. Los empresarios europeos fueron las primeras personas de la historia del mundo que pudieron dedicarse a sus negocios sin preocuparse de que algún «buró de saqueo interno» quisiera frustrar sus pretensiones. También podían acumular riquezas sin tener que preocuparse por compartirlas con los amigos y parientes que los ayudaban a enriquecerse. Como «grandes hombres», los capitalistas acumulaban riquezas haciendo que sus seguidores —ahora llamados empleados— trabajaran más duramente. Pero a diferencia de los mumis de las islas Salomón, los empresarios no tuvieron que rogar, halagar y seducir con mañas. Como poseía capital, el empresario podía comprar «ayuda» y contratar «manos» (además de espaldas, hombros, pies y cerebros). Además, el empresario no tenía que prometer a sus empleados el oro y el moro al preparar la siguiente excursión de la compañía. Puesto que sus seguidores no eran los parientes o los aldeanos del «gran hombre», le resultaba fácil no hacer caso de sus pretensiones a una mayor participación en las ganancias. Más aún, las manos-espaldas-hombros-pies-cerebros que ayudaban no tenían voz ni voto en la cuestión. Privada del acceso a las tierras y a las máquinas, la «ayuda» no podía trabajar a menos que aceptara la legitimidad de las pretensiones del empresario a «la carne y la grasa». La «ayuda» no colaboraba con el empresario para hacer una fiesta sino, sencillamente, para no morirse de hambre. En síntesis, el «gran hombre» empresario era por fin libre de considerar la acumulación del capital como una obligación más elevada que la redistribución de la riqueza o el bienestar de sus seguidores.
El capitalismo, pues, es un sistema lanzado a un aumento ilimitado de la producción en nombre de un aumento ilimitado de los beneficios. Sin embargo, la producción no puede aumentarse de manera ilimitada. Libres de las trabas de los déspotas y de los indigentes, los empresarios capitalistas todavía tienen que enfrentarse con las limitaciones de la naturaleza. La rentabilidad de la producción no puede expandirse indefinidamente. Todo incremento de la cantidad de tierra, agua, minerales o plantas empleados en un proceso productivo específico por unidad de tiempo, constituye una intensificación. El tema principal de este libro consiste en demostrar que la intensificación conduce, inevitablemente, a la disminución del rendimiento. No puede dudarse de que la disminución del rendimiento tiene efectos adversos sobre el promedio del nivel de vida.
Lo que debe quedar bien claro es que las mermas ambientales también conducen a una disminución de los beneficios. No es fácil comprender esta relación porque, de acuerdo con las leyes de la oferta y la demanda, la escasez desemboca en precios más elevados. No obstante, los precios altos tienden a reducir el consumo percápita (el síntoma del descenso de los niveles de vida en el mercado). Pueden mantenerse provisionalmente los beneficios si la caída en el consumo percápita se compensa mediante una expansión de las ventas totales, basada en el crecimiento demográfico o en la conquista de mercados internacionales. Pero tarde o temprano la curva del aumento de precios provocado por las mermas ambientales, comenzará a ascender más rápido que la curva del consumo ascendente, y la tasa de beneficios tiene que empezar a decaer.
La clásica respuesta empresarial a una caída en la tasa de beneficios es exactamente la misma que bajo cualquier modo de producción que ha sido excesivamente intensificado. Para compensar las mermas ambientales y los rendimientos descendentes (que se manifiestan como disminución de los niveles de beneficios), el empresario procura que desciendan los costos de producción introduciendo máquinas destinadas a ahorrar mano de obra. Aunque estas máquinas exigen más capital y por lo general significan, en consecuencia, costos iniciales más elevados, dan por resultado una disminución del costo unitario del producto.
Así, un sistema sometido a una perpetua intensificación sólo puede sobrevivir si está igualmente sometido a un perpetuo cambio tecnológico. Su capacidad de mantener los niveles de vida depende del resultado de una carrera entre el progreso tecnológico y el inexorable deterioro de las condiciones de producción. En las actuales circunstancias, la tecnología está a punto de perder esta carrera.
Todos los sistemas de producción de rápida intensificación —sean socialistas, capitalistas, hidráulicos, neolíticos o paleolíticos— afrontan un dilema común. El incremento de la energía invertida en la producción por unidad de tiempo recargará, inevitablemente, las capacidades auto-renovadoras, auto-depuradoras y auto-generadoras del ecosistema. Sea cual sea el modo de producción, existe un solo medio de evitar las catastróficas consecuencias de la disminución de los rendimientos: pasar a tecnologías más eficaces. Durante los últimos quinientos años, la tecnología científica occidental ha estado compitiendo contra el sistema de producción de más rápida e inexorable intensificación en la historia de nuestra especie.
Gracias a la ciencia y a la ingeniería, el promedio del nivel de vida en las naciones industriales es hoy más alto que en cualquier momento del pasado. Este hecho, más que cualquier otro, refuerza nuestra convicción de que el progreso es inevitable… convicción compartida, dicho sea de paso, tanto por el Komintern como por la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Lo que deseo subrayar es que la elevación de los niveles de vida sólo comenzó hace ciento cincuenta años, mientras que la carrera entre el cambio tecnológico rápido y la intensificación lleva en escena quinientos años. Durante la mayor parte de la época posfeudal, los niveles de vida estuvieron rondando la indigencia y frecuentemente cayeron a abismos sin precedentes, a pesar de la introducción de una no interrumpida serie de ingeniosas máquinas destinadas a ahorrar mano de obra.
Como ha observado Richard Wilkinson, todos los cambios tecnológicos importantes introducidos en Inglaterra entre el 1500 y el 1830, se pusieron en práctica por compulsión y en respuesta directa a la escasez de recursos o al aumento de la población y las inexorables presiones reproductoras. Detrás de todo el proceso había una escasez cada vez más aguda de tierras agrícolas, escasez que obligaba a la gente a volcarse a las fábricas y a los medios urbanos de ganarse el sustento. Los períodos de mayor innovación tecnológica fueron aquellos de mayor acrecentamiento de población, de costos de vida más elevados y de mayor padecimiento entre los pobres.
Durante el siglo XVI, cuando la población comenzó a aumentar por primera vez desde la Peste Negra, la minería y la manufactura evolucionaron con mayor rapidez que durante la revolución industrial del siglo XVIII. Floreció la fabricación de metales y su comercialización. La industria del hierro entró en su etapa de producción masiva al pasar de las pequeñas fraguas a los altos hornos. Experimentaron una rápida expansión e intensificación la manufactura del vidrio, la evaporación de la sal, la elaboración de la cerveza y la fabricación de ladrillos. Los ingleses dejaron de exportar lana cruda y se dedicaron a la manufactura de prendas de vestir. Pero los bosques de Inglaterra no pudieron resistir el enorme aumento del consumo de madera y de carbón vegetal destinado a la construcción y a su uso como combustibles. Para aliviar el «hambre de madera» del siglo XVII se intensificó la explotación de carbón mineral. Para llegar al carbón, los mineros excavaron pozos cada vez más profundos, lo que situó a las minas por debajo del nivel del agua. Con el propósito de extraer el agua, cavaron pozos en las laderas de las montañas. Cuando las minas alcanzaron un nivel demasiado profundo para practicar esos desagües, engancharon caballos a bombas aspirantes, luego a norias y, por último, a bombas al vacío impulsadas a vapor.
Entretanto, la mayoría de las fábricas continuaban funcionando con fuerza hidráulica. A medida que empezó a escasear la tierra, aumentó el precio de la lana. En poco tiempo resultó más barato importar algodón de la India que criar ovejas en Inglaterra. Para que funcionaran las hilanderías de algodón era necesaria más fuerza hidráulica. Pero en breve comenzaron a escasear los parajes convenientes para instalar bombas hidráulicas. Entonces, y sólo entonces, Watt y Boulton diseñaron el primer motor a vapor destinado a producir el movimiento rotativo de las máquinas de hilar.
A medida que se expandió la manufactura, creció el volumen comercial. Los animales de tiro ya no podían soportar las cargas. Los comerciantes aumentaron el empleo de carros y carretas. Pero las ruedas deterioraron los caminos, abrieron baches y los convirtieron en lodazales. En consecuencia, se crearon sociedades para proporcionar otras formas de transporte. Se construyeron redes de canales y se ensayaron vagones sobre raíles, arrastrados por caballos. Se necesitaba un gran número de animales para arrastrar las barcas, los carros y las carretas, pero seguía disminuyendo la cantidad disponible de tierra para cultivar heno. En un breve lapso, el costo del heno para alimentar los caballos excedía el costo del carbón para alimentar las locomotoras. Entonces, y sólo entonces —en 1830—, se inició la era de la locomotora a vapor.
Según palabras de Wilkinson, todo esto fue «esencialmente un intento por mantenerse a la altura de las crecientes dificultades de producción con las que tropezaba una sociedad en expansión». En ningún momento anterior a 1830 la tecnología a la que estaba dando forma el ingenio de algunos de los mejores cerebros de Inglaterra, se adelantó al voraz apetito del sistema por los recursos naturales. Quinientos años después de la Peste Negra, la pobreza y el infortunio de las clases trabajadoras de Inglaterra permanecían siendo básicamente las mismas.
Las valoraciones convencionales del nivel de vida del siglo XVIII pintan un cuadro más rosa al concentrarse en el desarrollo de una clase media urbana. Sin duda alguna, la clase media creció uniformemente en números absolutos a partir del año 1500, pero no constituyó un porcentaje significativo de la población europea con anterioridad al tercer cuarto del siglo XIX. Antes, la distribución de la riqueza se asemejaba notoriamente a la situación de muchos países subdesarrollados contemporáneos. Uno puede dejarse engañar fácilmente por el bullicio y los entretenimientos ciudadanos de Londres o París en el siglo XVIII, del mismo modo que hoy uno puede dejarse engañar fácilmente por los rascacielos de Ciudad de México o de Bombay. Pero debajo del brillo del que disfrutaba el 10 por ciento de la población, sólo existía la mera subsistencia y la miseria para el restante 90 por ciento.
El ascenso de la clase media en Estados Unidos tiende a deformar la percepción de la historia, ya que creció a un ritmo más rápido que en Europa. Pero la experiencia colonial americana fue una anomalía. Los americanos tomaron posesión de un continente que, con anterioridad, no había estado densamente poblado. Hasta un pueblo de la Edad del Bronce que hubiera disfrutado de cien años de crecientes niveles de vida habría sido capaz de seguir elevando esos niveles en una tierra virgen tan ricamente dotada de tierras, bosques y minerales. La única prueba real de los frutos de los primeros tres siglos de rápido cambio tecnológico tuvo lugar en Europa, donde el progreso de la ciencia y la tecnología no sólo no pudo aliviar la situación de los campesinos, sino que creó nuevas formas de miseria y degradación urbana.
Algunos hechos parecen incontrovertibles. Cuanto más grandes fueron las máquinas, más tiempo y más duramente tuvo que trabajar la gente que las manejaba. En la primera década del siglo XIX, los operarios fabriles y los mineros trabajaban doce horas diarias en condiciones que no habría tolerado ningún bosquimán, trobriandés, cherokee ni hoques que se respetara. Al final de la jornada, después de luchar con el continuo gemido y estruendo de máquinas y ejes, el polvo, el humo y los olores hediondos, los operarios de los nuevos artilugios destinados a ahorrar mano de obra se retiraban a sus sombríos tugurios llenos de piojos y de pulgas. Como en pocas anteriores, sólo los ricos podían permitirse el lujo de comer carne. El raquitismo —una nueva enfermedad deformante de los huesos causada por la falta de sol y la carencia dietética de vitamina D— se volvió endémico en las ciudades y en los distritos fabriles. También aumentó la incidencia de la tuberculosis y de otras enfermedades típicas de dietas insuficientes.