Caribes (16 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

BOOK: Caribes
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—A la primera ocasión nos largamos de Isabela —señaló
Goliat
visiblemente orgulloso de su comportamiento—. La gente moría como moscas, y pretendían enviarnos de guarnición a «Santo Tomás». Un buen día decidimos poner tierra por medio y establecernos por nuestra cuenta.

—¿Qué es Isabela?

—La ciudad que el almirante fundó al suroeste de «La Natividad». ¡Una mierda!

—¿Es muy grande?

—Es una mierda —insistió el otro—. Sucia, calurosa, maloliente e infestada de mosquitos. Si no nos hubiéramos largado ya estaríamos bajo tierra.

—¿Está allí Don Luis de Torres?

Los otros se consultaron con la mirada y al fin se encogieron de hombros negativamente.

—No lo sabemos. No conocíamos a todo el mundo.

—Es el intérprete oficial del almirante. Un converso.

—Ahora el intérprete es un salvaje que llevaron a España en el primer viaje —puntualizó Pedro Barba, aquél al que todos llamaban
Pichabrava
—. Un tal Diego, ahijado de Colón.

—Lo conozco —admitió
Cienfuegos
—. Es hermano del cacique de Guanahaní. ¿Y «maese» Juan de La Cosa? ¿Ha vuelto?

—Sí. Ese. Sí. Continúa de piloto mayor, aunque dudo que dure mucho, porque maldito el caso que le hacen pese a que es el que más sabe de navegación de todos ellos.

—Es amigo mío.

—Es un buen tipo —admitió el diminuto
Goliat
como si ésa fuera la mayor concesión que pudiera hacerse en este mundo refiriéndose a una persona—. No merece que lo maten.

—¿Quién va a matarle? —se alarmó él pelirrojo.

—Los salvajes, naturalmente. Estos mal nacidos no saben hacer otra cosa. O los matas, o te matan. —El vasco Irigoyen sonrió ampliamente—. Aunque hasta ahora somos más rápidos. Aquí ni Dios se desmanda.

—¿Y dónde estamos exactamente?

Los otros rompieron a reír divertidos, aunque resultaba evidente que palpitaba un leve deje de inquietud en el fondo de tan estruendosas carcajadas.

—¡Ni puta idea! —admitió el pigmeo trepando a la mesa para tomar también asiento en ella—. Requisamos un falucho y nos hicimos a la mar. —Le dio un sonoro sopapo al calvorota—. Este jodido juraba que sabía todo lo que hay que saber sobre navegación, pero lo cierto es que estamos más perdidos que el virgo de la Reina. Lo que importa es que aquí hay oro, ¡mucho oro!, y hasta que no tengamos el cofre bien repleto, no nos preocuparemos de encontrar la forma de regresar a casa.

—¿Oro? —se sorprendió
Cienfuegos
—. ¿Estás seguro?

—Seguro —exclamó el otro divertido al tiempo que desataba una pesada bolsa que le pendía del cinto y mostraba el dorado polvo que la llenaba—. ¿Qué crees que es esto? Un riachuelo que desemboca al Norte arrastra más polvo de oro que piojos tengo yo en la cabeza. —Le guiñó un ojo con gesto de complicidad—. ¡Dentro de un par de meses todos ricos!

—Entonces ésta debe ser la famosa isla de Babeque que tanto buscaba el almirante —murmuró el canario—.

Recuerdo que…

Hizo intención de añadir algo, pero una fuerte punzada en la herida le cortó el resuello, advirtió cómo le faltaba el aire que parecía negarse a descender a sus pulmones, la fatiga por la larga charla le golpeó como un mazazo, y súbitamente inclinó la cabeza a un lado y perdió el conocimiento como si le hubiera fulminado un rayo.

—¡Mierda! —se asombró el vasco—. Le dieron la puntilla, pues.

—Es que el balazo fue de cojones —le hizo notar el
Pichabrava
—. Lo que es raro es que siga vivo porque yo nunca fallo un tiro. ¿Es posible que su historia sea cierta?

El llamado
Goliat
se lanzó desde la mesa como quien se tira a un abismo al tiempo que asentía.

—No hay nadie capaz de inventar algo así, a no ser que le haya ocurrido —,dijo aproximándose al herido para alzarle desconsideradamente un párpado y cerciorarse de su inconsciencia—. Si como asegura habla el idioma de estos bestias, puede sernos muy útil. —Le pasó el dedo por el cuello—. Y cuando ya no le necesitemos, ¡zaaasss!

—¿Por qué? —quiso saber el vasco—. Aquí hay oro suficiente para todos.

—Nunca hay oro suficiente para todos —sentenció el liliputiense—. Además —añadió— es demasiado alto, y nunca me he fiado de los tipos que crecen tanto.

Abandonó la cabaña y salió al exterior para ir a tomar asiento en el extremo del desvencijado embarcadero, de tal modo que sus diminutas piernas colgaban directamente sobre el agua y los nenúfares, permaneciendo absorto hasta que en el recodo del río hizo su aparición una canoa en la que se distinguían dos hombres y una mujer que bogaban cansinamente en dirección al poblado.

—¡
Pichabrava
! —llamó sin volverse—. Vienen tres.

El mencionado —Pedro Barba por verdadero nombre— surgió al poco de la choza portando un pesado mosquete que plantó a modo de aviso bien visible para quien llegara por el río, al tiempo que sus dos compañeros cruzaban una endeble pasarela y se apostaban ante una choza que aparecía herméticamente cerrada y sin más acceso que una gruesa puerta igualmente atrancada.

Caía la tarde, el pesado bochorno, húmedo y pegajoso, disminuía de intensidad mientras un rojo sol rozaba ya las copas de los árboles, y docenas de blancas garzas sobrevolaban majestuosamente a ras de agua mientras oscuros patos se lanzaban en picado contra su superficie o alzaban el vuelo con un pez en el pico para engullírselo posados sobre las ramas de los cercanos araguaneys.

Era, sin duda, la hora más hermosa de la selva, aquélla en la que los verdes cambiaban más los tonos, y el colorido de flores y aves destacaban con más fuerza, la hora en que los sonidos parecían llegar más lejos y más nítidos, y los densos perfumes embriagaban con mayor intensidad.

Todo respiraba belleza y quietud en aquel paradisíaco rincón del universo, y tan sólo la discordante presencia de los cuatro mugrientos españoles con sus amenazantes armas rompía el equilibrio de un paisaje en el que incluso las desnudas figuras de los indígenas que se aproximaban parecían estar en armonía con cuanto les rodeaba, pese a que observaban con ojos de ciervo asustado la figura del enano, y la mujer temblaba en el momento de varar la embarcación y trepar pesadamente al entramado de ramas.

Todo cuanto llevaba, era una calabaza marcada con el número «cinco», número que lucía a su vez toscamente dibujado con tintura roja sobre el pecho.

Entregó con mano trémula la calabaza al pigmeo, que, tras cerciorarse de que se encontraba más que mediada de polvo de oro, la colocó a su lado y le hizo expresivos gestos para que pasara adelante.

—¡El número «cinco» de acuerdo! —gritó luego hacia el vasco y Beltrán Vinuesa.

—¿Cuánto? —quiso saber
Pichabrava
sin abandonar su arma.

—Unas cuatro onzas —fue la respuesta—. No está mal tratándose de una mujer. —Extendió la mano hacia el nativo que había abandonado la piragua en segundo lugar, y que le ofrecía a su vez una nueva calabaza marcada con el número «doce»—. ¡A ver qué coño traes tú, indio de mierda!

Estudió el contenido del recipiente, casi repleto igualmente de polvo de oro, hurgó con el deseo de cerciorarse de que no estaban tratando de engañarle, y por último ordenó al indígena que continuara su camino mientras esbozaba una simiesca sonrisa de satisfacción.

—¡El numero «doce» casi siete onzas! —exclamó en voz alta—. ¡Esto marcha!

A su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, se le antojó un auténtico milagro el hecho de que, tras casi dos meses de infernal travesía a bordo de una minúscula, desvencijada y apestosa carabela, su inepto y beodo piloto hubiera sido capaz de encontrar la isla de «La Española» y fondear frente a la deprimente ciudad de Isabela, poniendo de ese modo fin a la más terrorífica experiencia de toda su larga vida de militar curtido en cien combates.

Los sanguinarios moros, los aguerridos flamencos o los astutos guanches expertos en tender emboscadas, resultaban a todas luces mil veces preferibles a la agonía de un balanceo que le colocaba a cada instante el estómago en los dientes para bajárselo de inmediato hasta el fondillo, obligándole a buscar en las vacías paredes de sus tripas algo que vomitar, al tiempo que se golpeaba la cabeza contra los mamparos en un inútil esfuerzo por evitar que acabara estallándole.

El mareo, aquella estúpida pero invencible enfermedad que muchos consideraban casi femenina, había sido siempre su peor enemigo, y a tal extremo llegaba desde niño su aversión al mar, que el día en que le comunicaron que había heredado una buena parte de la isla de La Gomera, a punto estuvo de renunciar a sus nuevas posesiones con tal de no tener que emprender tan espantosa travesía.

Dos años más tarde, al tomar conciencia de que para llevar a cabo su venganza arrebatándole la vida a la mujer que le había engañado y al muchacho que le robara a la criatura más hermosa que jamás había existido, no le quedaba más remedio que embarcarse nuevamente, tentado estuvo también de olvidar sus ansias de sangre, pero su sentido del honor se impuso, y muy a su pesar había acabado por embarcar a bordo de la más hedionda y putrefacta carraca que se hubiera atrevido nunca a cruzar el oscuro «Océano Tenebroso».

Al poner por fin el pie en tierra su primer impulso fue arrodillarse y besarla, pero era tan irresistible aún el malestar que sentía, que todo cuanto hizo fue ofrecerle unas monedas a un rapazuelo para que se apoderara de su menguado equipaje y le acompañara a la única posada del lugar en la que se tumbó sobre un mugriento camastro con intención de dormir diez días seguidos.

Despertó casi al oscurecer del tercero, y por unos instantes se consideró el hombre mas feliz del mundo al comprobar que el suelo no se movía bajo sus pies, por lo que abrió de par en par la ventana y aspiró profundamente unos aromas nuevos, embriagantes y totalmente desconocidos, que pretendían hablarle de mundos de los que ni siquiera sospechó anteriormente su existencia.

Las copas de altísimos árboles jugaban a fundirse con las sombras del cielo, mil aves exóticas chillaban en la espesura a tiro de piedra de las últimas casas, y media docena de mortecinas luces que comenzaban a brillar en la distancia le devolvieron a la realidad del rencor que sentía, obligándole a preguntarse si alguna de ellas iluminaría en aquellos momentos a los dos seres a los que había venido a matar.

Por último le asaltó un hambre de meses, y abandonando el inmundo cuartucho atravesó un oscuro y tétrico pasillo para ir a desembocar en una especie de pringosa y maloliente taberna, en uno de cuyos extremos cuatro hombres jugaban a los dados, mientras un mustio aborigen —el primero que veía desde su llegada al Cipango— fregoteaba detrás de un mostrador alzado sobre barricas.

—¡Buenas noches, caballeros! —saludó cortésmente—.

¿Podrían informarme de qué debo hacer para conseguir algo de comer en este lugar?

Los desconocidos respondieron al saludo amablemente, mostrando una discreta curiosidad ante su inesperada aparición hasta que el más grueso de entre ellos indicó con un gesto hacia el indígena.

—Por un maravedí el indio le servirá pan y pescado —dijo—. Por dos, carne de iguana. Por tres, medio conejo.

—¿Tres maravedíes por medio conejo? —se asombró el capitán—. Con ese dinero se pueden comprar cincuenta en La Gomera.

—Os queda la solución de ir a cenar a La Gomera —fue la respuesta de un segundo jugador de alta estatura y cara de caballo que de inmediato alzó la mano conciliador—. ¡No! No he pretendido ofenderos. ¡Venid! Sentaos con nosotros —hizo un gesto hacia el nativo y añadió—: ¡Dóngoro!, medio conejo para el caballero. Invito yo…

—¡De ninguna manera! —se apresuró a señalar levemente amoscado. No puedo consentir que paguéis, aunque acepto la invitación a compartir vuestra mesa.

Permitid que me presente: capitán León de Luna, vizconde de Teguise.

—Encantado, Señor —fue la respuesta del cara de caballo—. Yo soy Juan de Oviedo asturiano de profesión, y aquí, mis amigos, el marqués de Gándara, Don Felipe Manglano, y «maese» Justo Palomino. ¿Cómo es que no os habíamos visto con anterioridad?

—Llegué a la isla hace tres días, pero lo cierto es que me encontraba francamente agotado. El viaje ha sido muy pesado y debo reconocer que la navegación no es mi fuerte.

—Tampoco la mía —admitió el marqués de Gándara, un apuesto joven cuyos exquisitos ademanes obligaban a pensar en alguien de muy alta cuna—. Y a fuer de sincero, debo admitir que antes prefiero morir de viejo en estas tierras, que tener que regresar en una de esas sucias naves.

—¿Morir de viejo vos? —comentó irónicamente Juan de Oviedo, pero una mirada de atención por parte de sus compañeros le obligó, al parecer, a recapacitar, tartamudeando desconcertado, para tomar los dados y lanzarlos con gesto nervioso sobre el tablero al tiempo que inquiría como si se esforzara por cambiar de tema—: pero decidme, vizconde, ¿qué os trae por estas tierras salvajes?

—La curiosidad.

—¿Curiosidad? —se sorprendió el gordo Manglano que debía ser probablemente el propietario del local—.

¡Hermosa respuesta! Aquí hay mucha gente que ha venido en pos del oro, aventuras, honores o poder. Incluso algunos huyen de una mujer, del hambre o la justicia…

Pero, por simple curiosidad, a fe que sois el único que conozco.

—¿Realmente no os persiguen? —intervino por primera vez «maese» Justo Palomino, que lucía una barba patriarcal lo que le hacía parecer más anciano de lo que era en realidad, y que ante la firme negativa, añadió—: En ese caso permitid que os confiese que jamás conocí a nadie que emprendiera un largo viaje si no es porque busca algo, o porque le buscan. Y vuestro aspecto es el de un hombre acomodado.

—Lo soy —admitió el capitán De Luna, que a continuación ensayó una leve sonrisa de disculpa—. Pero me perdonaréis si os hago notar que, aparte de la curiosidad, cualquier otra razón que tenga para haber venido tan sólo a mí me incumbe.

—¡Desde luego! —se apresuró a tranquilizarle Juan de Oviedo—. Y quedad tranquilo que nadie volverá a preguntar nada al respecto. A este lado del océano no existe el pasado.

—Se me antoja una medida en verdad inteligente. —El vizconde se interrumpió porque el indígena había colocado ante él un inmenso plato de madera en el que la mitad de un conejo navegaba en un mar de lentejas, y aunque el aspecto del grasiento y peculiar guisote no era en absoluto atrayente, era tal su apetito que se apresuró a devorarlo con ansia, observado con extraña atención por el resto de los presentes.

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