—¿Amigo? —se sorprendió el desdentado—. Ningún civilizado puede ser amigo de esas bestias. Apenas son algo más que monos y antes prefiero hacerme amigo de un perro que de un indio.
Cienfuegos
estuvo a punto de responder agriamente pero se lo pensó mejor, fingió no dar importancia al comentario y extendió las manos hacia el otro intentando alzarse.
—¡Ayúdame! —pidió—. Necesito moverme o no saldré vivo de ésta. ¡Menudo regalo me hiciste!
—Te apunté al corazón, y si algo lamento es haber fallado —fue la sincera respuesta.
—¡Simpático el calvito…!
Tuvo que buscar apoyo para no caer redondo y, al poco, pasada la primera sensación de vértigo, se esforzó por arrastrar pesadamente los pies, avanzando con estudiada lentitud y sin abandonar la mesa sobre la que colocaba una y otra vez las palmas de las manos consiguiendo de ese modo mantener a duras penas el equilibrio.
Le dolía hasta el alma, ardía de fiebre y las piernas parecían querer negarse a sostenerle, pero continuó su marcha, paso a paso, hasta que un nuevo vahído le obligó a derrumbarse y quedó allí, tendido cuan largo era en mitad de la cabaña, hasta que hizo su aparición el vasco Irigoyen.
—¿Qué coño pasa aquí? —quiso saber lanzando una hosca mirada a Pedro Barba que había vuelto a la tarea de bruñir sus armas—. ¿Vas a dejar que se muera como un cerdo?
—No soy su niñera.
—No. Ya lo veo. Lo único que eres es un grandísimo hijo de la gran puta. ¡Y un estúpido! ¿Es que no te das cuenta de que le necesitamos vivo? ¿Qué haremos cuando hayamos reunido todo el oro que queremos?
¿Cómo saldremos de aquí? Únicamente los salvajes conocen estas tierras, y únicamente este tipo sabe entenderse con ellos. ¡Venga! ¡Cógele por los pies!
El otro obedeció de mala gana, y acomodaron de nuevo al canario que abrió un instante los ojos, lanzó un corto lamento y musitó:
—¡Ingrid!
—Te digo que es inútil —refunfuñó el
Pichabrava
—. Se va a morir porque yo nunca fallo.
Patxi Irigoyen extendió bruscamente la mano y le aferró por el cuello apretando hasta conseguir que los ojos casi se le saltaran de las órbitas.
—¡Escucha bien, pedazo de cretino! —exclamó fuera de sí—. Me tienes hasta los cojones con esa cantinela de que nunca fallas un tiro y te has follado a más de mil mujeres. Es lo único que te he oído decir desde que te conozco, y no me importaba porque todo me daba igual en este mundo. Pero ahora las cosas han cambiado, ahora soy rico, ¡muy rico!, me interesa seguir vivo y, para conseguirlo, necesito rodearme de gente que pueda serme útil. —Le inclinó la cabeza obligándole a observar muy de cerca al inconsciente canario—. Te vas a quedar aquí, a servirle de niñera, y te juro por mi alma que si se muere, no le sobrevivirás más de dos horas. ¿Está claro?
El otro abrió mucho la boca en busca de un aire que le faltaba, tosió y carraspeó sonoramente y, por último, asintió repetidas veces visiblemente impresionado.
—¡Muy claro, Patxi! ¡Muy claro! De acuerdo. Lo cuidaré.
—Más te vale, porque te va en ello la vida.
Debía ser muy grande el respeto que el desdentado sentía por el furibundo vasco, ya que a partir de aquel momento se desvivió por el gomero, y cada vez que éste abría los ojos era para encontrárselo atento a sus menores deseos, dispuesto a traerle agua o comida, e incluso a sostenerle ayudándole a pasear por la cabaña.
Esta, que era bastante amplia, cómoda y muy fresca gracias a la brisa que corría a través del cañizo de sus dos únicas paredes, y a la humedad que le llegaba del río que circulaba mansamente bajo ella, constituía no sólo la vivienda de los cuatro españoles, sino también su puesto de observación, dado que sin apenas necesidad de moverse dominaban las márgenes del río en ambas direcciones, así como la práctica totalidad de las cabañas.
En el rincón que formaban los dos toscos muros, y rodeado por las hamacas de tal modo que cuando sus dueños dormían resultaba imposible aproximarse a él sin despertarlos, destacaba un tosco arcón de madera de los que acostumbraban a usar los capitanes de navío, provisto de una enorme y mohosa cerradura y repleto hasta casi los bordes de polvo de oro.
Constituía un auténtico espectáculo asistir al curioso ritual de guardar en el baúl el contenido de las calabazas que semanalmente traían los indígenas, y al canario
Cienfuegos
se le antojó cosa de locos advertir con cuánta ansiedad desparramaba el liliputiense aquella simple arena sobre el inmenso montón que ya tenían, alisándola luego para marcar con un punzón hasta dónde llegaba su nivel, y calcular con voz trémula a cuánto ascendía en aquellos momentos su fortuna.
Le costaba trabajo aceptar que pudieran existir seres humanos que, encontrándose perdidos en una tierra desconocida, a miles de millas de la civilización y con la cabeza en peligro por haberse convertido en desertores, se embobaran de aquel modo a la vista de algo que allí, en plena selva, tenía desde luego muchísimo menos valor que un simple saco de garbanzos.
Hablaban de «su oro» como de algo vivo, activo y poderoso, capaz de derribar todas las puertas y vencer todas las dificultades, negándose a aceptar que en aquel rincón del mundo no había puerta alguna que abrir, y las mayores dificultades se las proporcionaría sin duda el propio metal.
Escuchándoles, se acertaba a creer que se encontraban en condiciones de dirigirse a la mañana siguiente a un cambista del barrio judío de Toledo, quien les proporcionaría en el acto su máximo valor en monedas de curso legal, y el gomero no tuvo más remedio que preguntarse qué razones existían para que aquel simple brillo dorado nublase a tal extremo la razón de los hombres.
Años más tarde agradeció —y ése fue un agradecimiento que le acompañaría a todo lo largo de su vida— el hecho que tan maléfico hechizo no causara nunca sobre su ánimo el más mínimo efecto, y que pudiese contemplar baúles como aquél, rebosantes de oro, con la absoluta naturalidad de quien tan sólo contempla un vetusto y destartalado arcón lleno de arena.
—Como tratéis de moverlo se os queda entre las manos —fue lo único que se le ocurrió decir a modo de advertencia—. No aguantará ese peso.
—¡Lo sabemos, so genio! —se apresuró a responder el siempre agresivo y malhumorado
Goliat
—. Cuando llegue la hora del reparto cada cual se las ingeniará como pueda. Lo malo es que en este jodido lugar no hay ni un simple pedazo de tela para hacer sacos. —Lanzó un reniego—. ¡Como no usemos los calzones!
—¡Estarías precioso con los huevos al aire! —señaló riendo Beltrán Vinuesa—. Serías el enano desnudo más rico del mundo.
El único que parecía tener las cosas claras al respecto era el vasco Irigoyen, ya que días atrás había tenido la inmensa fortuna de tropezarse con una enorme anaconda que a punto estuvo de darle un disgusto de muerte, pero que terminó partida en dos de un certero mandoble para pasar a convertirse por tanto en una hermosa bolsa cilíndrica que se curtía lentamente al fuerte sol del trópico.
—¡Un par de meses más y todo habrá acabado! —repetía una y otra vez obsesivamente el pigmeo de Sanlúcar—. En cuanto el oro llegue hasta el borde, nos largamos.
—¿Adónde?
La pregunta había sido hecha por el pelirrojo canario que los contemplaba mientras no cesaba de recorrer la estancia en un continuo esfuerzo por fortalecer sus músculos, y que ni siquiera se detuvo cuando el otro replicó apuntándole amenazadoramente con su peligroso dedo índice.
—Ese es tu problema,
Guanche
. Si consigues que los salvajes nos muestren el camino, tendrás una parte del botín y serás libre de ir adonde quieras. En caso contrario te rebanaré el pescuezo y me quedaré tan ancho.
—¡Más ancho que alto, desde luego! —fue la respuesta—. Pero lo que aún no me has dicho, es adónde coño pretendéis que os lleven.
—A la Corte del Gran Kan. A las ciudades de oro del Cipango.
Ahora sí que el gomero se vio obligado a detenerse buscando apoyo en el palo central de la choza para observar estupefacto a su minúsculo interlocutor.
—¿Al Cipango? —repitió creyendo haber oído mal—. ¿A la corte del Gran Kan? ¡Pero, bueno! ¿Es posible que aún queden idiotas que acepten que las fantasías de Colón tienen algún sentido? ¡Estás loco! Por aquí no se va al Cipango, y si existe un Gran Kan duerme al otro lado del mundo.
—¡Mientes!
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque no te interesa sacarnos de aquí.
Cienfuegos
se volvió a Beltrán Vinuesa que era quien había hablado en último lugar, y que parecía estar intentando leer en lo más profundo de sus pensamientos, ya que era un hombre de aspecto torvo y mirar atravesado que desconfiaba continuamente de cuantos le rodeaban.
—¿Y qué interés tengo en que os quedéis? —Quiso saber—. ¿O en quedarme yo? ¿Imaginas que si tuviera la más remota posibilidad de llegar a algún lugar civilizado no estaría ya en marcha? No soy estúpido, y precisamente porque no lo soy, y porque entiendo tanto la lengua de los caribes, como la de los azawán, he podido enterarme de que a lo largo de cientos de generaciones estas gentes no han oído hablar jamás de una ciudad, ni de un Gran Kan. Y si ni siquiera existe en sus leyendas, mucho menos existirá en la realidad.
—Eso suena lógico, pues… —intervino el vasco Irigoyen que solía dar muestras de ser el más sensato del cuarteto—. Ya vimos qué clase de salvajes había en «La Española» y los que hemos encontrado aquí. Los geógrafos de los reyes aseguraban que cuanto más avanzáramos hacia el Oeste, más nos alejaríamos del Cipango y el Catay, y empiezo a creer que es cierto. El camino más corto desde Europa tiene que ser por tierra firme, hacia el Este, o bordeando Africa por el Sur. Eran ellos los que tenían razón y el almirante el que estaba equivocado.
—¡Pero Colón siempre dijo…! —quiso intervenir el desdentado
Pichabrava
que permanecía sentado junto al baúl entretenido en coger puñados de oro para permitir que se le escurrieran luego voluptuosamente entre los dedos.
—¡Tonterías! —le atajó el otro—. Siempre dijo tonterías.
Nos prometió el paraíso y nos trajo al infierno; juró llevarnos a una ciudad de oro y nos encerró en Isabela donde nos comían la mierda, el hambre y los mosquitos.
—Lanzó un despectivo escupitajo al río—. Creo que el
Guanche
tiene razón: nos hemos convertido en cuatro hijos de puta inmensamente ricos que se han quedado solos en mitad de la nada.
Se hizo un largo silencio en el que se diría que todos los presentes intentaban asimilar una verdad de la que en lo más profundo de sí mismos tenían conciencia hacía ya mucho tiempo, y por último fue el atravesado Beltrán Vinuesa quien expresó el sentir general al inquirir:
—¿Y ahora qué hacemos?
—Lo mismo que hemos hecho hasta hoy —sentenció el enano intentando inútilmente introducirse un corto y grueso dedo en forma de porra en el agujero de la nariz—.
Reunir todo el oro que podamos, y esperar. Hacia el Este o hacia el Oeste, España seguirá estando siempre en el mismo sitio, y tened por seguro que con lo que tenemos aquí, pronto o tarde encontraremos quien nos lleve hasta allí.
Le dio un golpe en la mano a Pedro Barba para que dejara de juguetear con la dorada arena, y cerrando el cofre se colgó del cuello la pesadísima llave al tiempo que hacía un cómico ademán de amenaza al canario.
—Y tú ten mucho cuidado —dijo—. No me inquietes al personal o me hago una bolsa con el pellejo de tu cipote. Por lo menos cuatro onzas me caben dentro.
Era capaz de hacerlo y
Cienfuegos
lo sabía. Aquel diabólico liliputiense de cara aplastada, ojos zarcos y enorme lengua que le llenaba la boca, tenía todo el aspecto de ser uno de los seres más crueles y retorcidos que hubiesen pisado hasta el presente el «Nuevo Mundo» y si alguna sombra de duda le quedaba, se disipó cuando dos días más tarde un indígena le entregó una calabaza que a su modo de ver no contenía todo el polvo de oro que debía contener.
—¡Te voy a enseñar a obedecer, mono de mierda! —exclamó furibundo aunque resultaba evidente que el pobre nativo no entendía una sola palabra de lo que le estaban diciendo—. De David Sanlúcar no se burla nadie.
¡Vinuesa! —gritó fuera de sí—. ¡Tráeme al número ocho!
El aludido abrió la puerta de la cabaña que permanecía siempre atrancada, y tan sólo entonces pudo advertir
Cienfuegos
que se encontraba prácticamente abarrotada de niños que aparecían desparramados por el suelo, pálidos, famélicos y aterrorizados, como si más que de criaturas llenas de vida se tratara de auténticos cadáveres andantes.
—¡Dios mío! —musitó horrorizado empezando a comprender el sistema que utilizaba aquella pandilla de canallas para obligar a los indígenas a traerles oro—. ¡No es posible!
Pero lo era, y tras penetrar en la choza, Vinuesa regresó con una escuálida chiquilla en cuyo pecho aparecía dibujado un gran número ocho que coincidía con el que lucía igualmente el que al parecer era su padre.
El español la aferró por la cintura cargándosela bajo el brazo como si se tratara de un paquete, para acabar arrojándola sin miramiento alguno ante el pigmeo que se apresuró a ponerle el pie encima presionando hasta inmovilizarla por completo.
Luego, y ante la atónita mirada del canario que no acertó a comprender que la escena a la que estaba asistiendo era real hasta que hubo concluido,
Goliat
extrajo de su funda la afilada y larga espada que eternamente arrastraba tras sí, y aferrando con fuerza el brazo izquierdo de la horrorizada criatura, aulló como un poseso encarándose al indígena:
—¿Esta es tu hija, verdad? Es tu hija y la quieres mucho. ¡Pues mira lo que hago cuando no cumples mis órdenes!
De un tajo brusco y feroz le cercenó la mano que cayó al agua con un tétrico chapoteo, y alzando la voz incluso por encima de los alaridos de dolor de su pobre víctima o los incontenibles sollozos de su padre, añadió haciendo claros gestos que demostraban sus intenciones:
—Y la próxima vez le cortaré la otra mano. Luego un pie, más tarde el otro, y al fin la cabeza. ¿Está claro?
Dio media vuelta para regresar hacia la choza bamboleándose sobre sus cortas piernecillas al tiempo que envainaba el arma, y al cruzar junto al gomero que había tenido que tomar asiento en el suelo y vomitaba incontrolablemente, horrorizado por el espeluznante espectáculo, exclamó: