Las semanas que siguieron se convirtieron, por tanto, en un dulce período de relativo bienestar para los españoles; bienestar que se acentuó a partir del momento en que descubrieron en el interior de uno de los chamizos la mayoría de los enseres que transportaban a bordo del
Seviya
, entre los cuales aparecía, intacta, la caja del ajedrez.
Ninguna de aquellas primitivísimas criaturas había sido capaz de averiguar cómo se descorría el sencillo cerrojo que la mantenía herméticamente cerrada, por lo que todas sus piezas permanecían en su interior, lo que provocó que, casi de inmediato, el viejo
Virutas
y el canario
Cienfuegos
decidieran tomar asiento bajo un alto «paraguatán», para enfrascarse en una larga partida que les permitiese evadirse al menos por unas horas del sinfín de increíbles problemas que les acosaban desde hacía meses.
La primera reacción de las caribes fue de asombro y curiosidad ante el insospechado aspecto de aquel cúmulo de extrañas figuritas que habían hecho su aparición como por arte de magia sin que nadie consiguiera averiguar de dónde habían salido, y a ese asombro siguió muy pronto una especie de respetuosa admiración al advertir cómo dos hombres hechos y derechos cuyas vidas corrían, evidentemente, serio peligro, eran, sin embargo, capaces de permanecer inmóviles durante horas ante el cuadriculado tablero, tan ensimismados como si sus espíritus se encontraran en un mundo muy lejano.
¿Qué hacían y qué significaba todo aquello?
La superstición, innata en todo ser primitivo, entró de inmediato en juego, ya que para sus sencillas mentes no resultaba ni tan siquiera imaginable que aquel complicado altar y el sinfín de diminutos ídolos no constituyeran más que un inocente pasatiempo al que los extraños extranjeros fueran capaces de dedicar tantas horas de sus amenazadas existencias.
El apergaminado brujo fue, aunque se resistiera a aceptarlo, el más fuertemente impactado por un desconcertante comportamiento que escapaba a todas sus previsiones, ya que a través del estudio de las entrañas de un tucán, había llegado tiempo atrás a la conclusión de que terribles desgracias estaban a punto de abatirse sobre su pequeña comunidad. De hecho, y por primera vez desde que guardaba memoria, los guerreros no habían regresado de su expedición de cacería a los dos meses de su marcha, y empezaba a temer que el terrible Hur-a-cán que tiempo atrás se abatiera sobre la región pudiera haberles sorprendido en mar abierto.
Una tribu sin hombres, ni era tribu ni era nada. La media docena de muchachitos que pululaban por el poblado aún tardarían años en estar en condiciones de engendrar nuevos caribes que les convirtieran en un pueblo poderoso, y si durante ese tiempo sus vecinos del sur averiguaban su difícil situación, acudirían de inmediato a adueñarse de las mujeres que habían quedado viudas, apoderándose al propio tiempo de todos sus esclavos pasando a cuchillo al hechicero local para sustituirlo por uno de los suyos.
El futuro se presentaba, por lo tanto, terriblemente incierto, y a ello se añadía ahora la presencia de aquellos peludos forasteros que parecían haber llegado de muy lejos y conseguían la increíble hazaña de que un incontable número de sus dioses nacieran de la nada.
—Ve y pregúntales qué es lo que están haciendo —ordenó a la esclava que más tiempo llevaba entre ellos, y con la que el más joven de los cautivos se entendía a la perfección—. Necesito saberlo.
—Intento impedir que me coma la torre —fue la distraída respuesta de
Cienfuegos
a la pregunta de la haitiana—. Pero tal como están las cosas es como pedir milagros.
La buena mujer tradujo mentalmente la respuesta, la meditó durante el trayecto de regreso a la gran choza, y cuando se encontró frente al anciano hechicero, repitió con manifiesta inocencia:
—Pide un milagro para que no se lo coman.
—¿A quién?
La otra pareció un tanto desconcertada, pero por último replicó lo que se le antojó más lógico:
—A sus pequeños dioses, supongo.
Durante varios días el emplumado brujo se preguntó repetidamente si las minúsculas figuritas que los extranjeros movían tan ceremoniosamente de un lado a otro del extraño altar podrían tener realmente el mágico poder de hacer milagros, y sus dudas se prolongaron hasta el brumoso amanecer en que varias mujeres del poblado le despertaron alarmadas pidiendo que las acompañara a los acantilados que dominaban la costa sur de la isla.
Lo que vio le postró de rodillas.
Llegando del Este, del infinito océano en el que acababa el mundo, surgían de la niebla una pléyade de altísimas naves, mucho mayores que la más amplia de las chozas comunes, deslizándose sobre las aguas como mantenidas por anchas olas de un blanco que hería los ojos, mientras docenas de hermosas banderas y gallardetes de colores ondeaban al viento saludando en la distancia.
¡Era un milagro!
Nadie, nunca, a través de los cientos de años de la historia de los valientes caribes antillanos había oído hablar jamás de inmensas cabañas que patinaran sobre las aguas; níveas alas capaces por sí solas de cubrir todo un bosque, o altivos pendones que rivalizaban en colorido con los más espectaculares guacamayos de la selva.
¿Qué significaba tan insólita aparición?
¿Por dónde había descendido de los cielos semejante prodigio nunca antes soñado?
¿Eran acaso los carros de los dioses de aquellos extranjeros que atendían a sus plegarias viniendo en su busca dispuestos a castigar a quienes les habían torturado e intentaban devorarlos?
Los negros presagios que había creído descubrir en las entrañas del tucán parecían por desgracia concretarse, y a la desaparición de los guerreros había que unir ahora la maldición de los diminutos ídolos extranjeros.
Las mujeres temblaban de miedo.
Los blancos monstruos continuaban aproximándose.
Era como si las nubes del cielo se hubiesen solidificado y eligiesen corretear alocadamente sobre el mar.
Repicó, extraña a todo, metálica y aguda, una campana, la primera de las naves escupió una nube de humo y al poco resonó, lejana, la ronca voz del trueno en un cielo tranquilo.
Dos mujeres se arrojaron de bruces al suelo cubriéndose los cabellos de tierra y otra se hizo sus necesidades encima con un estrépito angustioso.
El maltrecho hechicero tuvo que buscar apoyo en un árbol para no caer redondo perdida completamente su dignidad, y por unos momentos se vio a sí mismo degollado y descuartizado para servir de merienda a los enviados de los salvajes dioses de otras tierras.
Las dieciséis naves, sin duda alguna la más poderosa escuadra que hubiera surcado hasta aquellos momentos las aguas del Atlántico, y con las que el altivo Almirante Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, esperaba alcanzar las costas del Catay y el Cipango, viraron levemente a babor, cruzaron a unas dos millas del promontorio sur, y continuaron su ruta, rumbo al Oeste, en busca de las playas de Haití y de los treinta y nueve hombres que allí habían sido abandonados.
Desde el alcázar de popa de la tercera de ellas, Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, contemplaba absorta las cumbres que iban dejando a estribor, incapaz de imaginar que allí se encontraba el hombre por el que no había dudado en abandonar su hogar, su patria y su fortuna, mientras que con una extraña mezcla de decepción y alivio, convencido de que acababa de librarse de la muerte, pero lamentando en lo más íntimo de su ser que el maravilloso prodigio se perdiera de vista en la distancia, el anciano hechicero clavaba los ojos en la popa de los barcos que se alejaban hacia el Oeste, admitiendo a pie juntillas que las diminutas figuras del cuadriculado tablero obraban milagros.
—No les contéis a los prisioneros lo que habéis visto —le advirtió severamente a las mujeres—. Tratadlos bien, pero que no sepan que sus dioses los andan buscando.
Esta vez han pasado de largo, pero pueden volver.
Más tarde, y ya de regreso al poblado, mandó llamar a la haitiana que solía servirle de intérprete y le espetó sin más preámbulos:
—Comunica a los extranjeros que si me proporcionan un altar y unos dioses como los suyos, son libres de pasear por donde quieran y tienen mi promesa de que jamás los mataremos.
El viejo
Virutas
creyó haber entendido mal cuando el canario le tradujo a su vez la propuesta.
—¿Qué es lo que quiere? —inquirió desconcertado.
—Un ajedrez.
—¿Para qué?
—Querrá aprender a jugar.
—¡Tú estás loco! No tienes ni idea de lo que dice esa gorda y te inventas las cosas.
—No me invento nada: el viejo pajarraco quiere un ajedrez, y te juro que si a cambio nos perdona la vida, tendrá su ajedrez como
Cienfuegos
que me llamo.
—¡Toma! ¡Desde luego! En tres días se lo hago. ¿Pero para qué coño quiere un caníbal un ajedrez?
—Puede que para comerse a la reina.
—¡Vete a la mierda!
—En la mierda estamos, viejo. ¡Y hasta el cuello!, pero las cosas pretenden cambiar, y aunque no me explico por qué no pienso complicarme la vida averiguándolo.
Empiezo a creer que nuestras oraciones han dado resultado y tal vez consigamos salir de ésta. ¡Así que déjate de tonterías y manos a la obra!
El anciano carpintero demostró de inmediato que conocía a fondo su oficio puesto que recuperando las herramientas que habían traído a bordo del
Seviya
, le indicó al cabrero qué clase de maderas debía buscarle, aplicándose con notable entusiasmo a la tarea de tallar y pulir peones, caballos, torres, alfiles, reyes y reinas, según el modelo de su hermoso juego de ajedrez.
Unas las dejaba de su color natural y otras las teñía de un rojo vivo con el jugo de la semilla de una planta que crecía en las laderas de las montañas, y le bastaron apenas cinco días para estar en condiciones de entregar personalmente al viejo pajarraco lo que con tanta ansiedad estaba deseando.
Para el emplumado hechicero fue como si hubiese recibido el mismísimo Santo Grial o las auténticas Tablas de la Ley del profeta Moisés, y con el tablero en la mano se alejó ceremoniosamente hacia su gran choza circular, en la que se encerró a cal y canto pidiendo que nadie le molestara bajo ninguna circunstancia.
A los pocos instantes la intérprete se aproximó discretamente a
Cienfuegos
y le cuchicheó algo al oído.
—¡La cagamos! —exclamó éste incapaz de contenerse.
—¿Qué ocurre ahora? —se alarmó Bernardino de Pastrana—. ¿Qué ha dicho ésa?
—Que la mujer del jefe también quiere un ajedrez.
—¡Mierda!
—Viene a ser lo mismo.
—¿Qué hacemos ahora?
—¿Qué coño podemos hacer? —señaló el canario—. Si la mujer del jefe quiere un ajedrez, tendremos que proporcionarle un ajedrez.
—Sí —se lamentó el viejo
Virutas
—. Pero después de la mujer del jefe, vendrá la hermana de la mujer del jefe, luego la mujer del hermano del jefe, y así hasta que no quede nadie sin su puto ajedrez.
—¿Y qué? —le hizo notar el gomero—. No creo que nos pudiera ocurrir nada mejor. Nos habremos convertido en los proveedores exclusivos de un bien que constituirá a partir de ahora una perentoria necesidad para estas gentes. Nos tratarán a cuerpo de rey, y nos lo tomaremos con calma mientras buscamos la forma de largarnos.
El otro meditó unos instantes y por último se encogió de hombros al tiempo que se rascaba meditabundo la espesa barba.
—¡Visto de ese modo…! —admitió—. Lo que no acabo de entender, es para qué carajo quieren un ajedrez si no tienen ni pajolera idea de cómo se juega.
—Es que ya no se trata de un juego —apostilló
Cienfuegos
.
El otro le observó con fijeza:
—¡Ah, no! —quiso saber—. ¿De qué se trata entonces?
—De superstición… O mucho me equivoco, o estamos a punto de crear la religión del ajedrez, que no tiene por qué ser mejor ni peor que cualquiera de las que circulan por el mundo… —le golpeó afectuosamente la rodilla tratando de transmitirle su entusiasmo—. ¡Anímate! —pidió—: Ten en cuenta que, en ese caso, nos habremos convertido en sumos sacerdotes de un nuevo rito.
—¡Pues vaya una gracia! —masculló el anciano malhumorado—. ¡A la vejez, viruelas…!
A los cuatro días de haber fondeado en sus tranquilas aguas, el Almirante de la Mar Océana, Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, decidió abandonar la bahía en que había ordenado levantar el mal llamado «Fuerte de La Natividad», tras cerciorarse de que no aparecía ningún superviviente de los treinta y nueve hombres que abandonara a su suerte un año antes, y comprobar, decepcionado, que los muertos no habían escondido oro alguno en el subsuelo de la cabaña del malogrado gobernador Diego de Arana.
Tampoco quiso pedir explicaciones a su amigo el cacique Guacaraní por las razones de la innegable traición que había cometido, limitándose a comentar que ya le ajustaría las cuentas al feroz Canoabó si tenía ocasión de tropezárselo algún día, ordenando el reembarco de toda su gente para zarpar en busca de un enclave más idóneo para la fundación de la nueva «Primera Ciudad» de «La Española».
La mayoría de los miembros de la expedición que habían participado en su primer viaje, se indignaron por la aparente indiferencia con que se aceptaba el desgraciado fin de tantos antiguos compañeros, pero el almirante decidió hacer caso omiso a sus protestas y dejar sin castigo a Guacaraní, considerando, sin duda, que treinta y nueve vidas no eran en verdad un precio excesivo, teniendo en cuenta lo que había conseguido hasta el momento y esperaba conseguir en un futuro.
Luis de Torres, que había ejercido como intérprete real en el transcurso del primer viaje de Colón, pero que había preferido en esta ocasión embarcarse a título personal, procuraba por su parte mantenerse dentro de lo posible en un discreto anonimato, dado que conocía como pocos el difícil carácter del flamante Virrey de las Indias, y guardaba ingratos recuerdos de sus múltiples enfrentamientos a causa de su negativa a aceptar como indiscutible el hecho de que habían arribado a las costas de la India y el Cipango.
Su vuelta a Cádiz tan sólo le había servido para llegar a la conclusión de que los judíos —y los conversos de última hora como él mismo— carecían de futuro en la España de Isabel y Fernando, por lo que prefería intentar como tantos otros la aventura de un «Nuevo Mundo» en el que cabía abrigar la esperanza de que las creencias religiosas no trajeran aparejadas las mismas amarguras que en la vieja Europa.