Las observó sin ser visto, admirando lo que conseguía distinguir de sus cuerpos y los lacios cabellos que les caían chorreantes sobre la espalda, se cercioró de que la mayoría eran muy jóvenes y no se distinguía presencia masculina alguna por los alrededores, y a pesar de que se había propuesto extremar la prudencia, la sed pudo más que su fuerza de voluntad, y dando tres últimos pasos, se lanzó de bruces sobre la orilla sumergiendo la cabeza en el agua.
Bebió y bebió hasta reventar y casi atragantarse, ajeno a todo lo que no fuese satisfacer su ansiedad, y cuando al fin alzó el rostro descubrió siete pares de ojos muy negros que le observaban con extraña fijeza.
No hubiera sabido decir si era miedo, furia o sorpresa lo que se reflejaba en ellos, y durante unos minutos que se le antojaron interminables se estudiaron en silencio, como si ni las muchachas ni el canario tuviesen la más mínima idea de qué era lo que tenían que hacer en tan extraña e imprevista circunstancia.
Luego, dos de las mujeres comenzaron a salir del agua por la margen opuesta de la laguna, y
Cienfuegos
reparó en los hermosos pechos de la más joven, su estrecha cintura, las bien torneadas caderas, los poderosos y fuertes muslos que enmarcaban un prominente pubis carente de vello, y por último unas anchas y deformes pantorrillas que conferían a sus piernas un aspecto insólito y monstruoso, lo que le obligó a dejar escapar un sollozo y exclamar aterrorizado:
—¡Dios bendito! ¡Son caribes!
Su compañera mostraba igualmente las pantorrillas atrofiadas, tal como las recordaba de aquella partida de crueles caníbales que devoraron ante su atónita mirada a dos de sus amigos, y si alguna duda le quedaba, pronto quedó despejada porque el resto de las bañistas fueron saliendo una tras otra del agua y todas ofrecían el mismo espantoso aspecto, al tiempo que sus rostros mostraban ahora una bestial ferocidad que contrastaba con las risas y la alegría de momentos antes.
Distinguió entonces las hachas de piedra, las lanzas y las pesadas mazas que descansaban sobre la alta hierba, y al advertir que las empuñaban como si se tratara más de experimentados guerreros que débiles muchachas, tomó plena conciencia del peligro, y dando un salto echó a correr por donde había venido.
Aunque había conseguido beber hasta saciarse, le fallaban las fuerzas, tan débil y desorientado que no se sentía capaz ni de encontrar el camino de regreso, por lo que muy pronto descubrió aterrorizado que vagaba sin rumbo por entre la espesa maleza seguido por media docena de mujeres desnudas que no hacían más que gruñir y emitir una especie de cortos e incomprensibles chillidos con los que parecían transmitirse secas órdenes.
A menos de quinientos metros de la laguna se le doblaron las piernas y el aire se negó a continuar descendiendo a sus pulmones, por lo que decidió acurrucarse bajo un montón de helechos, ocultándose lo mejor que pudo e intentando evitar perder el conocimiento ya que el recuerdo del terrible fin de Dámaso, Alcalde y Mesías
el Negro
le atenazaba el corazón como una zarpa de acero, obligándole a echar mano a toda su entereza para no romper a llorar presa de un ataque de histeria ante la tenebrosa idea de acabar de idéntica manera:
Le tenían acorralado, y cuando el furioso jadear de su respiración se calmó levemente, y el estruendo de su propio pulso cesó de retumbarle como cañonazos en las sienes, le llegó muy claro el rumor de los pasos de sus perseguidoras.
Avanzaban por todas partes, al frente y a la espalda, a diestra y a siniestra, y lo hacían golpeando la maleza con sus afiladas hachas como el batidor que busca hacer saltar de su escondite al jabalí, dispuestas a destrozarle el cráneo en el momento mismo de iniciar su nueva huida.
Atisbó entre las hojas del helecho y pudo distinguir con toda claridad una figura que se aproximaba muy despacio, y que de tanto en tanto se detenía a escuchar e incluso venteaba el aire abriendo mucho las aletas de la nariz, como si intentara atrapar un olor distinto que le condujera hasta su víctima.
Se trataba de una mujer sin duda alguna, aunque más bien podría catalogarse de «hembra joven» de alguna especie de extraña bestia ligeramente emparentada con los seres humanos, puesto que la ancha cara sobre las que destacaban las enormes fosas nasales, los diminutos y acerados ojos y la boca gruesa y carnosa de amarillos y afilados dientes, le conferían un aspecto simiesco pese a que el color de su piel fuera notoriamente claro contrastando con una mata de cabello negro y lacio que le caía, aún chorreante, por la espalda.
Sus gestos carecían igualmente de aquella feminidad que cabía encontrar incluso en las más primitivas indígenas de las restantes islas, puesto que denotaban una agresividad propia de fiera de la jungla, a la par que una marcada felinidad hacía recordar en determinados momentos un enorme gato al acecho de su presa.
Cienfuegos
se supo más cerca que nunca de una muerte cruel e ignominiosa, y al abrigar la absoluta certeza de que en cualquier instante acabaría siendo descubierto, experimentó de nuevo aquella invencible sensación de laxitud que hacía que cada músculo del cuerpo le pesase como el plomo, incapaz por completo de reaccionar pese a que menos de seis metros le separasen de su enemiga, que se detuvo, aventó el aire, pareció cerciorarse de que se encontraba sobre una buena pista, y emitió uno de aquellos cortos y guturales gritos que constituían probablemente una especie de orden.
El canario comprobó que nuevas voces llegaban de los cuatro puntos cardinales, por lo que hizo un supremo esfuerzo de voluntad y dando un salto se lanzó hacia delante buscando tan sólo algún tipo de muerte que no fuera aquélla, tan espantosa, que parecía tenerle reservado su amargo destino.
Esquivó como pudo el hacha de piedra que voló hacia su cabeza y que fue a quebrar la gruesa rama de un árbol, y continuó su enloquecido galopar saltando sobre matojos y troncos caídos sin prestar atención, más que a lo que tenía ante él, y a una desesperada necesidad de encontrar una improbable salida a aquella inmensa trampa.
Una nueva mujer se cruzó en su camino blandiendo un arma, pero no le dio tiempo a alzar el brazo, lanzándose sobre ella y derribándola de un empellón para seguir adelante ciegamente.
Esquivó a una tercera.
Luego a una cuarta.
Dos más le perseguían muy de cerca en el momento mismo en que el azul del mar hizo su aparición ante sus ojos y una leve luz de esperanza nació en su ánimo, pero de improviso sintió un fuerte golpe en la cabeza, el mundo estalló en su interior sonoramente, y dando un último traspiés cayó de bruces como aniquilado por un rayo.
En el instante mismo de perder el conocimiento, por su cerebro cruzó, muy fugazmente, la escena del sangriento festín de que había sido testigo meses antes.
Abrió los ojos para enfrentarse al desencajado rostro de Bernardino de Pastrana, más conocido por el pintoresco apodo de
Virutas
, que parecía haber conseguido el portentoso milagro de envejecer un siglo en pocas horas, ya que sus ralos cabellos habían encanecido aún más, y el millón de arrugas de su rostro se habían multiplicado por diez.
—¡Nos van a devorar,
Guanche
! —fue lo primero que dijo sin poder evitar un sollozo—. Esos salvajes lo están preparando todo para comernos.
Ni siquiera se molestó en buscar palabras de consuelo, puesto que no las había, limitándose a permanecer muy quieto, como alelado, odiando la idea de haber recuperado la noción de las cosas para volver a experimentar el insoportable miedo que se había apoderado de su cuerpo e incluso de su alma, porque se le antojaba preferible haber acabado de una vez cuando cayó sin sentido, que volver a tomar conciencia del espantoso fin que le esperaba.
Sin mover un solo músculo recorrió con la vista el lóbrego pozo en que les mantenían encerrados, qué no ofrecía más salida que una alta boca que mostraba diminutos cuadrados de un cielo muy azul, ya que se encontraba cerrada por un pesado enrejado hecho de gruesas cañas de bambú, y tardó un tiempo que al anciano se le antojó una eternidad en volver a la demoledora realidad del mundo de los vivos, y reparar en el desolado rostro cuyos enrojecidos ojos aparecían ahora empañados en lágrimas.
—¿Por qué permitiste que te atraparan? —inquirió con un claro deje de reproche en la voz—. Morir ahogado era mejor.
—La corriente me empujó hacia la orilla y de pronto comenzaron a caer desde el acantilado. Nadan como patos y el viento no ayudaba. —Hizo una corta pausa y añadió sorprendido—: Son mujeres.
—Ya me he dado cuenta. Mujeres caribes. ¿Vistes sus piernas?
—¡Espantosas! Hinchadas como globos por debajo de las rodillas.
—Igual que las de los guerreros que matamos en el «Fuerte»… ¿Los recuerdas?
—¡Dios si los recuerdo! —sollozó de nuevo el anciano—. No he hecho más que pensar en ellos desde que me cogieron. ¡Nos comerán!
—¿Qué más da los caribes que los gusanos, viejo? Lo que importa es acabar aprisa y sin sufrir ¡Cielos! —añadió el gomero desalentado—. Jamás me imaginé que resultase tan difícil llegar a Sevilla.
—Hubiera sido más digno morir luchando con las gentes de Canoabó —sentenció el carpintero apoyando la nuca en la pared de tierra y alzando el rostro al cielo tras sorber dos gruesos lagrimones—. Aquellos por lo menos no eran caníbales.
—Vi el cadáver de Vargas devorado por los cangrejos al borde del mar. Ya no sufría. Lo que nos va a hacer sufrir es imaginar lo que sucederá cuando nos maten, pero ten por seguro que una vez muertos da lo mismo.
—¿Y qué ocurrirá cuando tengamos que resucitar el día del Juicio Final?
—Yo no creo en esas cosas, viejo —le recordó el cabrero—. Nunca me bautizaron y supongo que por lo tanto no debo tener derecho a Juicio Final, ni nada por el estilo.
¡Mierda, qué miedo tengo! —masculló—. Pero si tu Dios es capaz de resucitar a gente que lleva siglos bajo tierra y ya no es más que polvo también será capaz de devolverte el cuerpo sea cual sea su destino.
—No me consuela.
—Tampoco a mí.
Quedaron en silencio, contemplándose como alelados, capaces de ver únicamente la macabra escena de su propio descuartizamiento a manos de las bestiales criaturas de grotesca apariencia humana que les habían apresado; ciegos y sordos a cuanto no fuera su espantoso final.
El terror alargaba las horas.
La oscuridad acudió a intensificar el pánico.
La noche fue la más larga y silenciosa de todas las noches posibles; densa, caliente, impenetrable; sin tan siquiera el rumor de la brisa, ni una voz, ni un llanto, ni la lejana llamada de amor de un ave nocturna, como si el pozo se adentrara en el corazón de la tierra y se encontraran inmersos en los abismos del infierno; allí donde tan sólo el hedor a miedo que emitían sus propios cuerpos les hacía algún tipo de compañía.
Por último, de las tinieblas, surgió, serena, la ronca voz del carpintero:
—
Guanche
.
—¿Qué?
—Mátame.
Lo meditó en silencio, sin escandalizarse por tan descabellada idea, porque también él hubiera preferido morir a manos de un amigo, a soportar los infinitos sufrimientos que le esperaban, pero al fin negó con un gesto aun a sabiendas de que el otro no podía verle.
—No —fue todo lo que dijo.
—¿Por qué?
—No quiero quedarme solo.
—Eso es injusto. Y egoísta. Yo ya no soy más que un pobre anciano que de poca ayuda puede servirte, y al que le gustaría acabar de una vez, pacíficamente y sin sobresaltos. No tendrías más que apretarme un poco el cuello, tú que eres tan fuerte. ¡Por favor!
—¡No! —volvió a negar el canario con firmeza—. Tú sí que estás intentando ser injusto. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que me quede aquí a solas con tu cadáver, mi miedo y mis remordimientos? ¡No! Estamos juntos en esto, y juntos llegaremos al final.
Se sumieron de nuevo en aquella oscuridad y aquel silencio que hacía daño a los sentidos, y así continuaron hasta que una leve claridad nació en lo alto y una lluvia pesada, cálida y maloliente a la que siguieron fuertes risas, les roció por completo.
—¡Hijas de puta! —masculló el gomero furibundo—.
¡Nos están meando encima!
Así era, en efecto, tres o cuatro mujeres aparecían acuclilladas sobre el enrejado de cañas, orinando entre grandes carcajadas, e incluso una de ellas, defecaba abiertamente.
Media hora después dejaron libre la entrada por la que introdujeron una tosca escala, haciéndoles significativos gestos para que subieran, al tiempo que les amenazaban con sus lanzas emitiendo cortos gruñidos que muy poco parecían tener de humanos.
Bernardino de Pastrana y
Cienfuegos
se contemplaron con afecto, para acabar fundiéndose en un estrecho abrazo:
—Que el Señor nos acoja en su seno, hijo —señaló el primero—. Y que todo transcurra del modo más rápido posible.
—Siento haberte metido en esto.
—Tú no tienes la culpa. Nadie la tiene —le tranquilizó el otro—. ¡Vamos! Que no se diga que los españoles no sabemos morir como es debido. Hay que echarle cojones.
—Le detuvo con un gesto—. Yo delante, que para eso soy más viejo.
Ascendieron en silencio esforzándose por contener el temblor de las piernas y mostrar una entereza que se encontraban muy lejos de sentir, y al llegar a lo alto se irguieron en toda su estatura, que en el caso del gomero superaba en más de dos cabezas a la más alta de sus captoras.
Estas, que les rodeaban acosándoles con sus armas, les condujeron hasta un grupo de postes que se alzaban a poca distancia de la entrada del pozo, a dos de los cuales les maniataron firmemente, y tan sólo entonces pudieron hacerse una idea de dónde se encontraban.
El «poblado», por llamarlo de algún modo, se desparramaba a poco más de un centenar de metros de distancia, y estaba constituido por apenas un par de docenas de chamizos de techo de palma sin paredes, alzado sobre una especie de altozano desde el que se dominaba el mar que lo rodeaba casi por completo, aunque protegido de tal forma por los árboles que desde abajo debía resultar sin duda totalmente invisible.
En el espacio comprendido entre el borde del promontorio y las primeras «chozas» se distinguían una veintena de otros pozos igualmente cubiertos con enrejados de cañas; y a lo lejos se distinguía una gran cabaña circular de paredes de barro.
Las mujeres, unas treinta poco más o menos, aparecían totalmente desnudas, y casi de inmediato se acuclillaron formando un corro en torno a los cautivos, al tiempo que un puñado de mugrientos chiquillos de ambos sexos observaban en silencio la escena desde las márgenes del bosque.