—Ya es tarde para lamentaciones —señaló el viejo amargamente—. Ahora lo que importa es alejarse cuanto antes, aunque no creo que llegue muy lejos con esta pata renca.
—¿Sabes navegar?
—He pasado cuarenta años de mi vida en el mar y se cómo manejar un barco, pero no tengo ni puñetera idea de cómo hacerlo llegar a un lugar determinado. —Golpeó con el puño la cubierta—. Y no hay modo de arrastrar hasta el agua esta barca. La construí a conciencia e incluso seis hombres fuertes se romperían la espalda tratando de moverla.
—Alguna forma habrá —señaló el cabrero.
—No, que yo conozca —replicó el otro—. Y tengo hambre.
Le entregó un coco y unos mangos que llevaba en la bolsa, y mientras el anciano los devoraba con ansia se entretuvo en inspeccionar la embarcación buscando una fórmula que le permitiera colocarla sobre las quietas aguas que lamían las rocas a no más de treinta metros de distancia, pero al fin se vio en la obligación de reconocer que el viejo
Virutas
tenía razón y que serían necesarios como mínimo seis hombres para poner a flote en mitad de la bahía aquel tosco armatoste.
Todo en él parecía listo para emprender la navegación puesto que contaba incluso con un recio palo que aparecía tumbado sobre la cubierta, la botavara y dos juegos de velas cuidadosamente doblados a proa, pero el conjunto debía sobrepasar con mucho la media tonelada, y resultaba ilusorio confiar que entre un muchachuelo y un viejo herido consiguieran ni tan siquiera sacarlo de la cueva.
—Hay que buscar agua y provisiones —señaló al fin—.
Mientras tanto tal vez se nos ocurra algo. ¡Piensa!
—¡No seas pesado, rapaz! —fue su agria respuesta—. Recuerda que soy carpintero de ribera y llevo cinco días dándole vueltas al asunto. Sería como tratar de cambiar de sitio una montaña. ¿A dónde vas ahora? —se alarmó.
—A por comida. Dejé un cesto de fruta en la cabaña, y entre los restos del almacén descubrí judías, tocino y algunas cosas que los salvajes nunca prueban.
—¿Y vas a dejarme solo?
—Volveré al anochecer.
—¿Y si no vuelves?
—Será que me han matado, pero lo dudo. A pesar de todo, estos indios son pacíficos y ni siquiera tienen armas.
—Avisarán a Canoabó.
—Es muy posible —admitió—. Pero tardarán por lo menos tres días en regresar.
—¡No te vayas!
—¡No seas caguica, viejo! —se impacientó—. Cualquier cosa es mejor que morirse de hambre. —Se encaminó a la salida—. ¡Y piensa!
Cuando al oscurecer regresó cargado como un burro, el carpintero dormitaba, y al abrir los ojos tuvo que admitir que continuaba sin hallar solución al difícil problema.
—Al fin y al cabo —masculló roncamente—, casi prefiero acabar aquí a ahogarme en ese mar infestado de tiburones. Ya estoy demasiado correoso como para servirle de desayuno a un pez.
—Nadie va a comerte
Virutas
—fue la firme respuesta del cabrero—. También yo tuve hoy un mal momento, pero ya pasó. Y te necesito para salir de este maldito lugar y llegar a Sevilla.
—¡No jodas con Sevilla! —replicó el otro con acritud—.
Por contentos podríamos darnos si llegáramos tan siquiera a mar abierto. Esto no hay quien lo mueva.
—¡Eso lo veremos!
Las tinieblas se habían apoderado ya de la cueva, por lo que decidieron que lo mejor que podían hacer era dormir dejando para la mañana siguiente la búsqueda de una solución factible a su problema, y apenas la primera claridad se filtró por entre la maleza, el canario observó fijamente al anciano que le observaba a su vez desde hacía rato y exclamó guiñándole un ojo.
—¡Ya lo tengo!
El otro se irguió esperanzado.
—¿Qué?
El canario sonrió divertido.
—La solución… Buscaré ayuda.
—¡Vete a la mierda! —barboteó el carpintero furibundo—. Estamos intentando escapar de unos salvajes que quieren cosernos a flechazos, y lo único que se te ocurre es ir a pedirles ayuda. Creo que al fin van a tener razón los que aseguraban que eres tonto.
—Sé cómo hacerlo —replicó
Cienfuegos
al tiempo que se ponía en pie de un salto puesto que se diría que la larga noche de descanso le había insuflado nuevos ánimos y se sentía con fuerzas como para comerse el mundo—. Pero ahora lo primero que quiero hacer es dejar un mensaje que únicamente Don Luis de Torres o «maese» Juan de la Cosa puedan interpretar si es que regresan.
—¿Qué clase de mensaje?
—Uno que les haga comprender que seguimos con vida.
—A mí me importa un carajo que nadie sepa si estoy o no estoy vivo. Con que lo sepa yo, basta.
—¿No tienes amigos?
—Tú.
—¿Y parientes?
—Ninguno, gracias a Dios.
—¿Siempre has estado solo en el mundo?
—Mi mundo es demasiado pequeño como para compartirlo. —Acarició la embarcación—. La madera me da cuanto preciso.
—Siempre imaginé que estabas chiflado, pero ya veo que es más de lo que suponía. Haremos buena pareja.
—Se encaminó de nuevo a la salida—. En este caso me ocuparé de dejar un solo mensaje. —Interrumpió el inicio de protesta alzando la mano—. ¡No te inquietes! —le tranquilizó—. Volveré pronto.
—¿Pero adónde diablos vas?
—A cavar mi propia tumba.
—¿Tu propia tumba? —se asombró el otro—. ¿Por qué?
—Porque tan sólo a alguien que me aprecie sinceramente se le ocurrirá la peregrina idea de visitar mi tumba.
El viejo ni respondió siquiera convencido como estaba de que de entre todos los seres de este mundo con los que podía haberse quedado abandonado en una remota isla hostil, ninguno hubiera resultado jamás tan disparatado e incongruente como el pintoresco canario pelirrojo que se había colado de polizón en su barco pretendiendo ir a Sevilla cuando en realidad navegaban en dirección opuesta.
Se limitó, por tanto, a orinar contra un rincón y entretenerse luego en cortar en dos un coco para beberse el dulce líquido y masticar lentamente la pulpa con sus escasas y maltrechas muelas, decidido a no volver a preocuparse por cuanto pudiera ocurrirle, ya que se sentía íntimamente convencido de que su larga existencia había llegado tiempo atrás a su fin, y los días que le estaban concediendo de más eran tan sólo virutas que en cualquier momento se agotarían.
La triste noche en que la
Marigalante
, o
Santa María
, como tan pomposamente la había bautizado el engolado Almirante Colón, encalló para siempre y se vio obligado a deshacerla a martillazos después de haber dedicado media vida a construirla y mantenerla, había llegado a la dolorosa conclusión de que estaba despedazando de igual modo su propio esqueleto, y eran ya muy contadas las ceñidas que le quedaban por dar en este mundo.
Su incontrolado miedo había pasado, porque lo que en verdad le asustaba era el hecho de morir como un perro acurrucado en el sollado de un barcucho oculto en una cueva, aunque pensándolo bien, quizá jamás existió sepultura más adecuada para un carpintero de ribera que aquel mausoleo levantado con sus propias manos.
Era un buen barco, de eso estaba seguro: un lanchón pesado y algo tosco de líneas que probablemente nunca hubiera ganado la más mísera regata, pero era, desde luego, una nave segura y resistente con la que un piloto como su antiguo patrón, Juan de la Cosa, hubiera sido capaz de alcanzar incluso el puerto de Palos.
Se sentía orgulloso de ella y al contemplarla una vez más cayó en la cuenta de que no estaba concluida por completo, por lo que cuando el gomero llegó le encontró atareado tallándole en popa con una letra grande y profunda la palabra
SEVIYA
.
—En honor a ti —señaló—. Aunque sigo convencido de que jamás conseguiremos ponerla a flote.
—Eso está hecho —fue la optimista respuesta.
—¿Cómo?
—Lo verás esta noche.
Y esa noche,
Cienfuegos
abandonó la cueva armado hasta los dientes, se deslizó en silencio junto al escondido cementerio en el que ya figuraba también su propia tumba, y recorrió como una sombra los conocidos senderos de la costa, para penetrar como un fantasma en la primera de las cabañas del poblado, en la que una docena de indígenas dormían balanceándose suavemente en sus hamacas.
El canario acarició en el hombro a uno de ellos que abrió los ojos y a punto estuvo de gritar al descubrir a un palmo de distancia el odiado rostro de un dios blanco pero que ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca, ya que un pesado mazo de carpintero le golpeó secamente la cabeza dejándole inconsciente mientras retumbaba en la estancia un ahogado «cloc» que apenas inquietó al resto de los durmientes.
Cienfuegos
cortó cuidadosamente las sogas que mantenían la hamaca en el aire, envolvió en ella a su víctima y se la echó al hombro, alejándose del lugar tan furtivamente y en silencio como había llegado.
Repitió por cinco veces su aventura nocturna, y con la primera claridad del alba penetró en la cueva precediendo a seis tambaleantes y maniatados haitianos que parecían no haber salido aún de su sueño, y, que abrieron los ojos de asombro al descubrir la embarcación y a un anciano, barbudo y desdentado.
—¡Aquí está la ayuda que esperábamos! —señaló alegremente el canario—. Te dije que sabía dónde encontrarla.
—¡Hijo de puta! —fue la divertida respuesta del carpintero—. Tan sólo a ti podía ocurrírsete.
—Ahora lo que tenemos qué hacer, es darnos prisa porque empezarán a buscarlos. ¡Tú! —indicó a uno de los nativos en su idioma—. Por ese lado. El gordo por el otro, y los demás a empujar desde atrás. ¡Andando que al que no arrime el hombro le corto los huevos!
Una hora más tarde, cuando la
SEVIYA
flotaba mansamente en mitad de la ensenada contemplada desde la orilla por los aún desconcertados indígenas mientras el viejo
Virutas
apuntalaba el palo asegurando la botavara y el cordaje que le permitiría gobernar la pesada embarcación, en lo alto del acantilado hicieron su aparición una veintena de hombres armados que de inmediato rompieron a gritar y gesticular airadamente.
—¡Mierda! —exclamó el gomero—. ¡Es gente de Canoabó! ¡Hay que largarse!
—¡Los remos! —gritó el anciano—. ¡Agarra los remos!
Precipitadamente, a punto de resbalar y caer al agua o romperse un pie contra todo lo que encontraba a su paso,
Cienfuegos
acertó a apoderarse de los pesados remos, colocarlos en los anchos toletes, y hacer que la embarcación comenzara a moverse hacia mar abierto.
Llovieron piedras y rocas que de haberles alcanzado hubieran hecho saltar en pedazos la embarcación, pero el anciano se arrastró hasta donde el cabrero se encontraba, y juntos consiguieron alejarse del peligro.
Aun así, varias flechas e incluso una corta lanza se clavaron en cubierta, y cuando al fin se sintieron a salvo, se les antojó un auténtico milagro haber logrado escapar con bien del apurado trance.
—¡Cristo! —masculló el viejo—. Si por algo lamento no tener hijos, es por no poder contar a mis nietos tamaña aventura.
—De todos modos no iban a creerte —replicó el canario mientras con un ademán de la cabeza señalaba al grupo de guerreros que aún correteaban por la playa profiriendo amenazas—. Y mejor será que nos apresuremos a perdernos de vista, porque los creo muy capaces de ir a buscar sus piraguas y seguirnos.
El sol caía a plomo, un par de aletas de tiburones les servían de escolta, y ante ellos se abría un horizonte infinito en el que nada más que ignorados peligros les aguardaban, pero se sentían tan felices por haber conseguido un nuevo aplazamiento a la sentencia de muerte que desde meses atrás planeaba sobre sus cabezas, que se mostraban exultantes de alegría, y evitaban por tanto razonar acerca de su incierto futuro.
El viejo
Virutas
, que aferraba con inusitada fuerza la caña del timón y parecía haber recobrado gran parte de su presencia de ánimo, guiñó por último un ojo a su joven compañero de fatigas.
—¿Qué rumbo, capitán? —quiso saber.
El pelirrojo sonrió divertido.
—Hacia donde nace el sol, naturalmente: ¡Hacia Sevilla!
El viejo
Virutas
había sido honrado al admitir que sabía cómo conseguir que un barco avanzase, pero no cómo lograr que lo hiciera siempre en la dirección apetecida.
El viento alejó por propia iniciativa la nave de la costa, pero una vez en alta mar resultó tarea imposible aproarla hacia Levante y exigirle que se mantuviera en ese derrotero, pese a que un mar que de tan quieto semejaba una inmensa esmeralda, ofreciese toda clase de facilidades para trazar sobre su pulida superficie los rumbos que quisieran.
Cansados pues de luchar contra su propia ineptitud y convencidos de que de continuar maniobrando con tan escasa pericia lo único que conseguirían sería zozobrar y convertirse en pasto de los tiburones que les seguían mansamente, optaron por permitir que la vela tomase el viento a su gusto por la amura de estribor para continuar alejándoles sin destino aparente de las costas de aquella inmensa isla de altas montañas que tan tristes y sangrientos recuerdos traía a su memoria.
—¿Adónde iremos a parar?
El carpintero se limitó a encogerse de hombros señalando el vacío horizonte que se abría ante la proa, y sobre el que no destacaba ni tan siquiera la más diminuta de las nubes.
—Adonde Dios y el viento nos lleven —replicó—. Pero ten por seguro que cualquier lugar será mejor que el que dejamos a la espalda. ¡Toma! —pidió—. Coge el timón.
—La última vez que lo hice la
Santa María
se fue al garete.
—Aquí tan sólo puedes chocar contra un tiburón.
Dejó la caña en manos del muchacho, se introdujo en la camareta, y al poco regresó con una gran caja que abrió sobre cubierta para comenzar a encajar cuidadosamente pequeñas piezas de madera en clavos que surgían del centro mismo de grandes cuadrados blancos y negros que conformaban un curioso tablero.
—¿Qué es eso? —quiso saber el canario.
—Un ajedrez de a bordo —replicó el otro con manifiesto orgullo—. Lo hice yo mismo.
—¿Y para qué sirve?
—Para lo que sirven todos: para jugar.
Cienfuegos
tomó una de las figuritas, que constituía en verdad una auténtica obra de arte, y la observó con profundo detenimiento.
—¿Con quién vas a jugar?
—Solo. Casi siempre juego solo.
El muchacho pareció francamente desconcertado.