Carmilla (5 page)

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Authors: Joseph Sheridan Le Fanu

Tags: #Terror

BOOK: Carmilla
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Ambas cosas se desvanecieron como nube de verano; y posteriormente, tan sólo una vez presencié un momentáneo signo de furia por su parte. Te diré cómo sucedió.

Ella y yo estábamos mirando por una de las largas ventanas del saloncito cuando entró en el patio, tras cruzar el puente levadizo, la figura de un vagabundo al que yo conocía muy bien. Solía pasar por el castillo, generalmente, dos veces por año.

Era la figura de un jorobado, con los rasgos agudos y secos que generalmente acompañan esta deformidad. Llevaba una barba negra en punta, y sonreía de oreja a oreja, mostrando sus blancos colmillos. Iba vestido con cuero negro y escarlata, y guarnecido con más correas y cintos de los que yo podía contar, colgando de ellos toda clase de objetos. Traía a su lado una linterna mágica, y dos cajas que yo conocía bien, en una de las cuales había una salamandra, y en la otra un dragón. Esos monstruos solían hacer reír a mi padre. Estaban formados por trozos de mono, loro, ardilla, pescado y erizo, secados y pegados con gran esmero y con efectos sorprendentes. Tenía un violín, una caja de aparatos de hechicería, un par de hojas de metal y máscaras atadas al cinturón, varias otras cajitas misteriosas que se columpiaban a su alrededor, y llevaba en la mano un cayado negro con contera de cobre. Su compañero era un perro peludo y seco, que le seguía muy de cerca, pero que se detuvo bruscamente, suspicazmente, ante el puente levadizo, y al poco rato se puso a aullar lúgubremente.

Entretanto, el charlatán, en medio del patio, se quitó su grotesco sombrero y nos hizo una muy ceremoniosa reverencia, saludándonos muy volublemente en un francés execrable y en un alemán no mucho mejor. Luego, sacando su violín, empezó a rasgar una tonada muy viva, cantando a su aire con divertida discordancia y bailando con gestos y ademanes cómicos que me hacían reír, a pesar de los aullidos del perro.

Luego avanzó hacia la ventana con muchas sonrisas y saludos, y, con el sombrero en la mano izquierda, el violín debajo del brazo y una fluidez no interrumpida ni para tomar aire, cotorreó un largo anuncio de todos sus talentos, y de todos los recursos de las distintas artes que ponía a nuestro servicio, y de las curiosidades y entretenimientos que tenía en su poder, esperando nuestras órdenes para mostrárnoslos.

—¿No les gustaría a mis señoras comprar un amuleto contra el upiro
[1]
, que, según me han dicho, anda suelto por este bosque como un lobo? —dijo, dejando caer su sombrero en el suelo—. La gente muere de ello a derecha e izquierda, y aquí tengo un encantamiento que jamás falla; basta con prenderlo de la almohada, y podrán reírse en sus narices.

Esos encantamientos consistían en unos fragmentos oblongos de pergamino, con signos cabalísticos y diagramas trazados en ellos.

Carmilla compró uno inmediatamente, y yo otro.

Él miraba hacia arriba, y nosotros le mirábamos hacia abajo, divertidas; al menos, puedo responder por mí misma. Sus penetrantes ojos negros, mientras miraba nuestros rostros, parecieron detectar algo que por un momento fijó su curiosidad.

Al cabo de un instante había desenrollado un paquete de cuero, repleto de toda clase de pequeños instrumentos de acero.

—Vea, mi señora —dijo, exhibiendo aquello y dirigiéndose a mí—. Profeso, entre otras cosas menos útiles, el arte de la dentistería. ¡Maldito sea el perro! —interpoló—. ¡Cállate, bestia! Aúlla de tal modo que mis señoras apenas podrán oír ni una sola palabra. Su noble amiga, la joven dama a vuestra derecha, tiene dientes muy afilados… Largos, finos, puntiagudos, como una lanza, como una aguja; ¡ja, ja! Con mi vista aguda y certera, mirando hacia arriba, lo he visto claramente; pues bien, si resulta que esto molesta a mi joven señora, y pienso que sí, aquí estoy yo, aquí está mi lima, aquí mi punzón, aquí mis pinzas; los voy a redondear y a hacer romos, si mi señora lo desea; ¡no más dientes de pez, sino de hermosa joven que es! ¿Eh? ¿Se ha disgustado la joven dama? ¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido?

La joven dama, a decir verdad, parecía muy irritada cuando se apartó de la ventana.

—¿Cómo se atreve ese charlatán a insultarnos? ¿Dónde está tu padre? Le pediré que haga justicia. Mi padre lo hubiera atado a la bomba de agua y lo hubiera azotado con un látigo para caballos, y le hubiera quemado hasta los huesos con hierro al rojo con el blasón del castillo.

Se apartó uno o dos pasos de la ventana, y se sentó; y, apenas hubo perdido de vista al ofensor, su ira se disipó tan súbitamente como había surgido, y volvió gradualmente a su tono normal, pareciendo olvidarse del pequeño charlatán y de sus tonterías.

Mi padre estaba aquella noche de humor abatido. Al llegar nos contó que se había producido otro caso muy similar a los dos casos mortales que habían tenido lugar últimamente. La hermana de un joven campesino de sus dominios, a tan sólo una milla, estaba muy enferma; según la descripción de la propia enferma, había sido atacada casi del mismo modo, y estaba ahora empeorando lenta, pero constantemente.

—Todo esto —dijo mi padre— hay que referirlo estrictamente a causas naturales. Esa pobre gente se contagian unos a otros con sus supersticiones, y de este modo repiten, en su imaginación, las imágenes de terror que han atormentado a sus vecinos.

—Pero esa misma circunstancia la asusta a una horriblemente —dijo Carmilla.

—¿Cómo eso? —inquirió mi padre.

—Tengo mucho miedo de imaginarme que veo cosas como ésas; creo que sería eso tan malo como la realidad.

—Estamos en manos de Dios. Nada puede suceder sin su permiso, y todo terminará bien para los que le aman. Es nuestro justo creador; Él nos ha hecho a todos, y cuidará de nosotros.

—¡Creador! ¡Naturaleza! —dijo la joven dama, en respuesta a mi padre—. Y esta enfermedad que invade el país es natural. Naturaleza. Todas las cosas proceden de la Naturaleza… ¿No es cierto? Todas las cosas, en el cielo, en la tierra, y debajo de la tierra, actúan y viven tal como ordena la Naturaleza: esto es lo que creo.

—El médico dice que vendrá hoy —dijo mi padre, después de un silencio—. Quiero saber qué piensa de esto, y qué cree mejor que hagamos.

—Los médicos no me han hecho nunca bien —dijo Carmilla.

—Entonces, ¿has estado enferma? —pregunté.

—Más de lo que tú hayas estado nunca —respondió.

—¿Hace mucho?

—Sí, hace mucho. Sufrí ese mismo mal; pero lo he olvidado todo, excepto mis sufrimientos y mi debilidad; y no eran tan malos como lo que se sufre con otras enfermedades.

—¿Eras muy joven, entonces?

—Eso creo; pero no hablemos más de ello. ¿Tú no herirías a una amiga? —me miró lánguidamente a los ojos, y me rodeó amorosamente la cintura con el brazo, conduciéndome fuera de la habitación. Mi padre estaba ocupado con unos documentos, cerca de la ventana.

—¿Por qué a tu papá le gusta asustarnos? —dijo la bonita muchacha, con un suspiro y un leve estremecimiento.

—No le gusta, querida Carmilla; no hay nada tan lejos de su mente.

—¿Tienes tú miedo, querida?

—Tendría mucho si imaginara que había algún peligro real de ser atacada como esa pobre gente.

—¿Tienes miedo de morir?

—Sí, todo el mundo lo tiene.

—Pero morir como pueden morir los amantes… Morir juntos, para vivir juntos. Las muchachas son orugas mientras viven en el mundo, y se convierten en mariposas cuando llega el verano; pero, entretanto, son gorgojos y larvas, ¿sabes?… Cada cual con sus peculiares inclinaciones, necesidades y estructuras. Eso dice Monsieur Buffon, en su gran libro, que está en la habitación de al lado.

El médico vino más tarde, aquel mismo día, y se encerró con papá durante un buen rato. Era un hombre hábil, de sesenta y tantos; llevaba el cabello empolvado y se afeitaba la cara hasta dejarla tan lisa como una calabaza. Él y papá salieron juntos de la habitación, y oí reír a papá, y decir, mientras salían:

—Bueno, me asombra esto en un hombre sensato como usted. ¿Qué me dice de hipogrifos y dragones?

El médico sonreía, y respondió, meneando la cabeza:

—Pese a todo, la vida y la muerte son estados misteriosos, y sabemos poco de los resortes de uno y otro.

Y, con esto, salieron de la habitación, y no oí nada más. No sabía yo entonces qué había estado exponiendo el médico, pero creo que ahora lo adivino.

Un parecido asombroso

Aquel anochecer llegó de Gratz el solemne hijo, de fúnebre rostro, del restaurador de pinturas, con un caballo y una carreta cargada con dos grandes cajas de embalaje, cada una de las cuales contenía varias pinturas. Era un viaje de diez leguas, y, cada vez que llegaba un mensajero de nuestra pequeña capital de Gratz, solíamos aglomerarnos a su alrededor, en el vestíbulo, para escuchar las noticias.

Esta llegada produjo en nuestros apartados cuarteles una auténtica sensación. Las cajas permanecieron en el vestíbulo, y el mensajero quedó al cuidado de la servidumbre hasta que hubo terminado de cenar. Luego, con algunos ayudantes, y armado con un martillo, un escoplo de raspar y un destornillador, se encontró con nosotros en el vestíbulo, donde nos habíamos reunido para presenciar la apertura de las cajas.

Carmilla estaba sentada, mirando con indiferencia, mientras una tras otra las viejas pinturas, casi todas retratos, que habían pasado por el proceso de renovación, salían a la luz. Mi madre perteneció a una vieja familia húngara, y la mayor parte de esas pinturas, que iban a ser restituidas a sus sitios, nos habían llegado a través suyo.

Mi padre tenía una lista en la mano, y la leía a medida que el artista sacaba, revolviendo, los números correspondientes. No sé si las pinturas eran demasiado buenas, pero, indudablemente, sí muy viejas, y algunas de ellas muy curiosas. Tenían, en su mayor parte, el mérito de ser vistas por mí, por así decirlo, por primera vez; ya que el humo y el polvo del tiempo casi las habían borrado.

—Aquí tenemos una pintura que todavía no he visto —dijo mi padre—. En un ángulo, en la parte superior, está el nombre, según me parece leer, de «Marcia Karnstein», y la fecha de «1698»; y tengo curiosidad por ver qué aspecto tiene.

Yo la recordaba; era una pequeña pintura, como pie y medio de altura, y casi cuadrada, sin marco; pero estaba tan ennegrecida por el tiempo que no había podido distinguir nada en ella.

El artista la sacó ahora, con evidente orgullo. Era realmente hermosa; era sorprendente; parecía tener vida. ¡Era la efigie de Carmilla!

—Carmilla, querida, esto es absolutamente un milagro. Ahí estás, viva, sonriendo, a punto de hablar, en esa pintura. ¿No es hermosa, papá? Mira, incluso el pequeño lunar de la garganta.

Mi padre se rió y dijo:

—Indudablemente, el parecido es maravilloso.

Pero desvió la mirada, y, ante mi sorpresa, pareció escasamente chocado por el hecho, y siguió hablando con el restaurador de pinturas, que tenía también algo de artista, y disertó inteligentemente sobre los retratos u otras obras que su arte acababa de sacar a la luz y al color; mientras, yo me iba quedando cada vez más sumida en el asombro a medida que miraba la pintura.

—¿Me permitirás colgar esta pintura en mi habitación, papá? —pregunté.

—Desde luego, querida —dijo él, sonriendo— estoy encantado de que le veas tanto parecido. Debe ser más bonita incluso de lo que yo pensaba, siendo así.

La joven dama no dio muestra de agradecimiento ante este amable discursillo; ni siquiera pareció oírlo. Estaba echada hacia atrás en su asiento; sus hermosos ojos, bajo sus largas pestañas estaban fijos en mí, contemplándome y sonreía en una especie de éxtasis.

—Y ahora puedes leer con toda claridad el nombre; está escrito en ángulo. No es Marcia; parece como si estuviera hecho en oro. El nombre es Mircalla, condesa Karnstein, y allí hay una pequeña corona heráldica, y, debajo, 1698 D. C. Desciendo de los Karnstein; es decir, mamá descendía de ellos.

—¡Ah! —dijo la dama, lánguidamente—. También yo, según creo; una ascendencia muy remota, muy vieja. ¿Vive ahora algún Karnstein?

—Ninguno que lleve el apellido, me parece. La familia se arruinó, me parece, en ciertas guerras civiles, hace mucho; pero las ruinas del castillo están a sólo unas tres millas.

—¡Qué interesante! —dijo ella, lánguidamente—. Pero ¡fíjate qué hermosa luna! —miraba a través de la puerta del vestíbulo, que estaba un poco abierta—. ¿Y si diéramos una vuelta por el patio, y fuéramos a echar un vistazo al camino y al río?

—Fue en una noche como ésta que llegaste aquí —dije.

Suspiró, sonriendo.

Se puso en pie, y, cada una rodeando la cintura de la otra con el brazo, salimos al patio empedrado.

Cruzamos en silencio, lentamente, el puente levadizo, y el hermoso paisaje se abrió ante nosotras.

—¿Y estabas así pensativa la noche que yo llegué? —casi susurraba—. ¿Estás contenta de mi venida?

—Encantada, querida Carmilla —respondí.

—Y has pedido la pintura en la que ves un parecido conmigo, para colgarla en tu habitación —murmuró, con un suspiro, apretando más su brazo alrededor de mi cintura y dejando caer su linda cabeza sobre mi hombro.

—¡Qué romántica eres, Carmilla! —le dije—. Si alguna vez me cuentas tu historia, seguro que consistirá sobre todo en algún gran romance.

Me besó en silencio.

—Estoy segura, Carmilla, de que has estado enamorada; que, en este mismo momento, tienes en curso algún asunto sentimental.

—Jamás me he enamorado de nadie, y jamás me enamoraré —susurró—; a menos que sea de ti.

¡Qué hermosa estaba esa noche a la luz de la luna!

Su rostro tenía una expresión tímida y extraña cuando lo ocultó apresuradamente en mi cuello y mis cabellos, con tumultuosos suspiros que parecían casi sollozos; y puso en mi mano su mano temblorosa.

Su dulce mejilla ardía contra la mía.

—Querida, querida mía —murmuró—, vivo en ti; y tú morirías por mí; te amo tanto…

Me aparté de ella súbitamente.

Ella me miraba con unos ojos de los que había desaparecido todo fuego, todo significado, y su rostro estaba sin color ni expresión.

—¿Es frío el aire, querida? —dijo, soñolientamente—. Estoy casi temblando; ¿he estado soñando? Vayamos dentro. Entremos, entremos.

—Pareces enferma, Carmilla; un poco débil. Seguro que te irá bien un poco de vino —le dije.

—Sí, tomaré un poco. Ya me siento mejor. Estaré totalmente repuesta dentro de unos minutos. Sí, que me traigan un poco de vino —respondió Carmilla, mientras nos acercábamos a la puerta—. Quedémonos a mirar aún unos momentos; es quizá la última vez que veo contigo la luz de la luna.

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