Había algo tan distinguido en el aire y apariencia de aquella dama, algo incluso tan imponente, y, en sus modales, tan fascinante, como para impresionar a cualquiera, dejando totalmente de lado la suntuosidad de su tren, con la convicción de que era una persona de importancia.
Por entonces, el carruaje había sido vuelto a colocar en su posición correcta, y los caballos, ya completamente calmados, estaban de nuevo enganchados.
La dama arrojó sobre su hija una mirada que me pareció no ser todo lo afectuosa que hubiera podido preverse en base al comienzo de la escena; luego le hizo a mi padre una breve seña con la cabeza, y se apartó con él algunos pasos, donde no pudieran ser oídos; y le habló con expresión rígida y severa, en nada semejante a aquélla con la que había hablado hasta entonces.
Yo estaba llena de asombro de que mi padre pareciera no percibir el cambio, y también tenía una indecible curiosidad por averiguar qué podía estar diciéndole, casi al oído, con tanta vehemencia y velocidad.
Dos o tres minutos como mucho, según creo, se mantuvo en aquella ocupación; luego se volvió, y en unos pocos pasos llegó donde yacía su hija, asistida por Madame Perrodon. Se arrodilló un momento junto a ella y le susurró al oído, según supuso Madame, una breve bendición; luego, tras besarla apresuradamente, volvió a subir al carruaje, se cerró la puerta, los lacayos, con espléndidas libreas, se subieron detrás de un salto, los jinetes delanteros espolearon a sus bestias, los postillones hicieron chasquear sus látigos, los caballos rompieron súbitamente en un brioso trote que amenazaba con no tardar en volver a convertirse en un galope, y el carruaje avanzó velozmente, seguido, al mismo ritmo rápido, por los dos jinetes de retaguardia.
Seguimos el
cortège
con la mirada hasta que se perdió ligero en el bosque brumoso; y el mismo sonido de los cascos y las ruedas se extinguió en el silencioso aire nocturno.
No quedaba, para asegurarnos de que la aventura no había sido la ilusión de un momento, más que la joven dama, que, precisamente en aquel momento, abría los ojos. Yo no pude verlo, porque tenía el rostro apartado de mí, pero levantó la cabeza, mirando, evidentemente, a su alrededor, y oí una voz muy dulce preguntar, quejumbrosamente:
—¿Dónde está mamá?
Nuestra buena Madame Perrodon le respondió con ternura, y añadió algunas afirmaciones confortadoras.
Luego la oí preguntar:
—¿Dónde estoy? ¿Cuál es este sitio? —y, después, dijo—: No veo el carruaje; ¿y Matska? ¿Dónde está?
Madame le respondió todas las preguntas en la medida en que las entendía; y gradualmente, la joven dama fue recordando cómo se había producido el percance, y le encantó saber que nadie, ni dentro del carruaje ni entre la servidumbre, estaba herido; y, al enterarse de que su madre la había dejado allí, hasta su regreso al cabo de unos tres meses, se echó a llorar.
Yo iba a añadir mis consuelos a los de Madame Perrodon cuando Mademoiselle De Lafontaine me puso la mano sobre el brazo, diciendo:
—No se acerque, una sola persona a un tiempo es el máximo de con quien puede conversar; la más mínima excitación podría ahora abrumarla.
En cuanto estuviera confortablemente instalada en la cama, pensé, correría a su habitación a verla. Mi padre, entretanto, había enviado a un sirviente a caballo a buscar al médico, que vivía a unas dos leguas; y estaba siendo preparado un dormitorio para acoger a la joven dama.
Ahora la forastera se puso en pie, y, apoyándose en el brazo de Madame, caminó lentamente sobre el puente levadizo y cruzó la puerta del castillo.
La servidumbre esperaba en el vestíbulo para recibirla, y fue conducida inmediatamente a su habitación.
La sala en la que habitualmente nos instalábamos, usándola de saloncito, tenía cuatro ventanas que, por encima del foso y del puente levadizo, miraban al panorama boscoso que antes he descrito.
Tiene un viejo mobiliario de roble, con grandes piezas de mobiliario talladas, y las sillas están tapizadas con terciopelo de Utrecht de color escarlata. Las paredes están cubiertas por tapicerías y enmarcadas por grandes franjas doradas; las figuras son de tamaño natural, llevan atuendos antiguos y muy curiosos, y los temas representados son de caza, cetrería, y generalmente festivos. No es demasiado imponente para que se esté sumamente cómodo. Allí tomábamos el té, porque, con su habitual inclinación patriótica, mi padre insistía en que el brebaje nacional hiciera regularmente su aparición junto con el café y el chocolate.
Allí nos instalamos aquella noche, y, con las velas encendidas, hablamos de la aventura de la noche.
Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine formaban parte de nuestro grupo. La joven forastera no había acabado de caer en la cama cuando se quedó sumida en un profundo sueño; y aquellas damas la habían dejado al cuidado de una criada.
—¿Qué le parece nuestra huésped? —pregunté, en cuanto entró Madame—. Cuéntemelo todo de ella.
—Me gusta muchísimo —respondió Madame—. Casi diría que es la criatura más bonita que jamás he visto; como de su edad, y muy gentil y afable.
—Es increíblemente hermosa —incidió Mademoiselle, que se había asomado un momento en la habitación de la forastera.
—¡Y qué voz tan dulce! —añadió Madame Perrodon.
—¿No observaron a una mujer, dentro del carruaje, cuando volvió a ponerse en marcha —inquirió Mademoiselle—, que no había salido, y que tan sólo miraba por la ventana?
—No, no la habíamos visto.
Entonces describió a una horrenda mujer negruzca, con una especie de turbante de colores en la cabeza, que miraba todo el tiempo por la ventana del carruaje, haciendo gestos y muecas de irrisión hacia las damas, con ojos brillantes y los globos oculares grandes y blancos, y los dientes apretados como si estuviera enfurecida.
—¿No observaron qué grupo de hombres de mal aspecto eran los sirvientes? —preguntó Madame.
—Sí —dijo mi padre, que acababa de entrar—. Unos tipos tan feos y de aspecto tan vil como no había visto en mi vida. Espero que no roben a la pobre dama en el bosque. Son tipos listos, sin embargo; lo pusieron todo en orden en un minuto.
—Yo diría que están cansados por exceso de trayecto —dijo Madame—. Además de tener un aire maligno, sus caras estaban delgadas, y sombrías, y hoscas. Soy muy curiosa, lo confieso; pero diría que la joven dama nos lo contará todo mañana, si se ha recobrado lo suficiente.
—No creo que lo haga —dijo mi padre, con una misteriosa sonrisa y un pequeño signo de cabeza, como si supiera más de lo que deseaba decirnos.
Esto me produjo todavía más curiosidad acerca de lo que había ocurrido entre él y la dama de terciopelo negro en la breve, pero intensa entrevista que había precedido la inmediata partida de la dama.
Apenas estuvimos solos, le supliqué que me lo contara todo. Mi padre no necesitaba que le apremiaran demasiado.
—No hay ninguna razón especial por la que no debiera contártelo. Me expresó su resistencia a molestarnos con el cuidado de su hija, diciendo que era de salud delicada, y nerviosa, aunque no sujeta a ninguna clase de ataque (dijo esto por propia iniciativa), ni a ilusiones, ya que, de hecho, está perfectamente cuerda.
—¡Es realmente curioso decir todo esto! —incidí—. Era realmente innecesario.
—De cualquier modo, fue dicho —dijo él, riendo—, y, puesto que deseas saber todo lo que ocurrió, que, a decir verdad, fue muy poco, voy a contártelo. Dijo, entonces: «Estoy haciendo un largo viaje de importancia vital» (subrayó la palabra) «rápido y secreto; volveré a por mi hija dentro de tres meses; entretanto, ella guardará silencio acerca de quiénes somos, de dónde venimos, y por qué viajamos». Eso fue todo lo que dijo. Hablaba un francés muy puro. Cuando dijo la palabra «secreto», se detuvo unos segundos, y me miró severamente, con sus ojos fijos en los míos. Imagino que le da mucha importancia a eso. Ya viste lo aprisa que se fue. Espero no haber hecho una auténtica estupidez al asumir la responsabilidad de esa joven dama.
En cuanto a mí, estaba encantada. Anhelaba verla y hablarle, y esperaba tan sólo a que el médico me diera permiso para ello. Vosotros, los que vivís en ciudades, no podéis tener ni idea de hasta qué punto era un gran acontecimiento la aparición de una nueva amistad, en una soledad como la que nos rodeaba.
El médico no llegó hasta cerca de la una; pero me hubiera sido tan imposible haberme ido a la cama como alcanzar a pie el carruaje en el que la princesa de terciopelo negro se había marchado.
Cuando el médico bajó al saloncito, fue para dar un informe muy favorable de su paciente. Estaba en aquel momento despierta, su pulso era absolutamente normal, y se encontraba, en apariencia, perfectamente. No había sufrido ninguna herida, y la pequeña conmoción nerviosa había desaparecido casi sin dejar huella. Desde luego, no podía causar ningún daño el que yo la viera, si ambas lo deseábamos; y, con esta autorización, envié de inmediato a alguien a averiguar si me permitiría hacerle una visita de unos pocos minutos en su habitación.
La criada volvió inmediatamente para comunicar que nada le gustaría más. Pueden estar seguros de que no tardé mucho tiempo en valerme de este permiso.
Nuestra visitante estaba en una de las habitaciones más hermosas del
schloss
. Era, quizá, un punto excesivamente imponente. Había una sombría obra de tapicería frente al pie de la cama, que representaba a Cleopatra con el áspid junto a su pecho; y otras escenas clásicas se extendían, un poco diluidas, por las demás paredes. Pero había tallas doradas, y ricos y variados coloridos en las demás decoraciones de la habitación, para redimir más que sobradamente la lobreguez de la vieja tapicería.
Había velas junto al lecho. Ella estaba incorporada; su bonita figura delgada estaba envuelta en un suave camisón de seda, bordado con flores, y forrado con un grueso estofado de seda, que su madre le había arrojado sobre los pies mientras yacía sobre el suelo.
¿Qué fue lo que, al llegar junto al lecho, y habiendo apenas iniciado mi breve saludo, me enmudeció en un instante, y me hizo retroceder uno o dos pasos ante ella? Voy a contártelo.
Vi el mismo rostro que me había visitado nocturnamente en mi infancia, que se mantenía fijo en mi memoria y sobre el que durante tantos años había cavilado con horror tan a menudo, cuando nadie sospechaba en lo que estaba pensando.
Era un rostro bonito, incluso hermoso; y, en el primer momento en que lo vi, tenía la misma expresión melancólica.
Pero esa expresión se iluminó casi al instante en una extraña sonrisa fija de identificación.
Hubo silencio durante un largo minuto, y, finalmente, ella habló, yo no podía.
—¡Es maravilloso! —exclamó—. Hace doce años, vi su rostro en un sueño, y me ha obsesionado desde entonces.
—¡Maravilloso, realmente! —repetí yo, superando con esfuerzo el horror que, durante un rato, me había cortado el habla—. Hace doce años, en visión o realidad, yo ciertamente la vi. No puedo olvidar su rostro. Ha permanecido en mi visión desde entonces.
Su sonrisa se había dulcificado. Fuera lo que fuera que viera yo de extraño en ella, había desaparecido, y sus mejillas con hoyuelos eran ahora deliciosamente lindas e inteligentes.
Me sentí tranquilizada, y proseguí más en la vena de lo que la hospitalidad aconsejaba, dándole la bienvenida y contándole cuánto placer nos había proporcionado su accidental llegada, y, especialmente, la bendición que era para mí.
Le tomé la mano mientras hablaba. Yo era un poco tímida, como lo es la gente solitaria, pero la situación me hizo elocuente, e incluso audaz. Ella me apretó la mano, me la apretó entre las suyas, y sus ojos brillaban mientras, mirando vivamente a los míos, volvía a sonreír, y se sonrojaba.
Respondió muy gentilmente a mi bienvenida. Me senté a su lado, todavía sorprendida; y ella dijo:
—Debo contarle mi visión relativa a usted; ¡es tan extraño que tanto usted como yo hayamos tenido, cada cual de la otra, un sueño tan vivo, que cada cual haya visto, usted a mí y yo a usted, mirándonos tal como ahora nos miramos, cuando, claro está, éramos tan sólo niñas! Yo era una niña de unos seis años, y me desperté de un sueño confuso y perturbador, y me encontré en una habitación distinta a mi cuarto infantil, enmaderado toscamente con cierta madera oscura, y que tenía armarios, y sillas, y bancos todo alrededor. Los lechos, creo, estaban todos vacíos, y en toda la habitación no había nadie aparte de mí; y yo, después de mirar a mi alrededor durante algún rato, y tras admirar especialmente un candelabro de hierro con dos brazos que, indudablemente, reconocería ahora, me arrastré debajo de una de las dos camas para alcanzar la ventana; pero cuando me levanté de debajo de la cama, oí gritar a alguien; y, levantando la mirada, cuando estaba todavía de rodillas, la vi a usted, sin duda alguna a usted, tal como la veo ahora: una joven y hermosa dama, con cabellos de oro y grandes ojos azules, y unos labios… tus labios… tú, tal como estás ahora. Tus miradas me fascinaron; me encaramé a la cama y te rodeé con mis brazos, y creo que ambas nos quedamos dormidas. Me despertó un grito; tú estabas incorporada, gritando. Yo me asusté, y me deslicé al suelo, y me pareció perder el conocimiento durante unos momentos; y, cuando volví en mí, volvía a estar en mí cuarto, en casa. Jamás he vuelto a olvidar tu cara. No podría engañarme el parecido. Tú eres la dama que yo vi.
Era mi turno de relatar mi correspondiente visión, cosa que hice, ante el no disimulado asombro de mi nueva amiga.
—No sé cuál debería asustarse más de la otra —dijo, volviendo a sonreír—. Si fueras menos bonita, creo que tendría mucho miedo de ti, pero, siendo como eres, y siendo tanto tú como yo tan jóvenes, tan sólo tengo la sensación de haberte conocido hace doce años, y tener ya un derecho a tu intimidad; de cualquier modo, me parece como si hubiéramos estado destinadas, desde nuestra primera infancia, a ser amigas. Me pregunto si tú te sentiste tan extrañamente atraída hacia mí como yo hacia ti; yo nunca he tenido una amiga…, ¿encontraré ahora una? —suspiró; y sus hermosos ojos oscuros me miraron apasionadamente.
Ahora bien, lo cierto es que sentía una sensación extraña hacia la hermosa forastera. Me sentía, como ella decía, «atraída hacia ella», pero había también algo de repulsión. En ese sentimiento ambiguo, sin embargo, la atracción prevalecía inmensamente. Me interesaba y me fascinaba; ¡era tan hermosa y tan indescriptiblemente atractiva!