Winston Garano, investigador del estado de Massachusetts se ve obligado a volver a casa desde Knoxville, Tennessee, donde está terminando un curso en la Academia Forense Nacional. Su superior, la fiscal de distrito, una mujer tan atractiva como ambiciosa, tiene previsto presentarse a gobernadora, y a modo de aliciente para el electorado, planea poner en marcha una nueva iniciativa en la lucha contra el crimen llamada "En peligro", cuyo lema es “Cualquier crimen, en cualquier momento”.
Concretamente, ha estado buscando la manera de utilizar una tecnología de vanguardia para el análisis de ADN, y cree que la ha encontrado en un asesinato cometido veinte años atrás, en Tennessee. Si su fiscalía cierra el caso, su carrera política indudablemente se beneficiará.
Garano no esta tan seguro de ello, en realidad no está seguro de nada que tenga que ver con esa mujer, pero antes de que pueda dar su opinión, ocurrirá un suceso violento que introducirá un giro radical en la investigación.
Patricia Cornwell
ADN asesino
ePUB v1.0
NitoStrad28.04.13
Título original:
At Risk
Autor: Patricia Cornwell
Fecha de publicación del original: mayo 2006
Traducción: Eduardo Iriarte
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Al doctor Joel J. Kassimir,
un auténtico artista
U
na tormenta de otoño lleva azotando Cambridge todo el día y se prepara para un violento bis nocturno. Los relámpagos rasgan el cielo acompañados de terroríficos truenos mientras Winston Garano («Win» o «Jerónimo», como lo llama la mayoría de la gente) recorre a largas zancadas el margen oriental del Patio de Harvard bajo el crepúsculo.
No lleva paraguas ni abrigo. Tiene el traje de Hugo Boss y el cabello moreno empapados y pegados a la piel, y los zapatos de Prada calados y sucios a causa de un paso en falso en un charco al bajar del taxi. Como era de esperar, el maldito taxista se ha equivocado con la maldita dirección y no lo ha dejado en el 20 de Quincy Street delante del Club de Profesores de Harvard, sino en el Museo de Arte Fogg, y en realidad se ha debido a un error de cálculo de Win. Al subir al taxi en el Logan International Airport se le ocurrió decirle al taxista: «Al Club de Profesores de Harvard, cerca del Fogg», pensando que tal vez si hacía referencia a ambos pasaría por un antiguo alumno de Harvard o un coleccionista de obras de arte en lugar de lo que es, un investigador de la Policía del Estado de Massachusetts que intentó entrar en Harvard diecisiete años atrás y no lo consiguió.
Nota el repiqueteo de los goterones en la coronilla y se adueña de él la ansiedad al detenerse en el viejo sendero de ladrillos rojos en medio del viejo patio. Mira Quincy Street arriba y abajo y ve pasar a la gente en coches y bicicletas, algún que otro peatón, encorvado bajo el paraguas: gente privilegiada que avanza entre la lluvia y la neblina, que se siente allí como en su casa y sabe que está en el lugar que le corresponde y a dónde se dirige.
—Perdona —le dice Win a un tipo con chubasquero negro y unos vaqueros amplios y desgastados—. Te voy a hacer un pequeño test de inteligencia.
—¿Qué?
El tipo tiene el ceño fruncido después de haber cruzado la calle mojada de dirección única con una mochila empapada a la espalda.
—¿Dónde está el Club de Profesores?
—Ahí mismo —responde el otro con aspereza innecesaria, probablemente porque si Win fuera un miembro del profesorado o alguien verdaderamente importante sabría dónde está el Club de Profesores.
Se encamina hacia el bello edificio de estilo resurgimiento georgiano con un tejado de pizarra gris y el patio floreciente de paraguas blancos mojados. Las ventanas iluminadas resultan cálidas en la oscuridad en ciernes y el manso chapoteo de una fuente se confunde con el sonido de la lluvia, mientras Win sigue el sendero de adoquines lisos hasta la puerta principal al tiempo que se pasa los dedos por el pelo mojado. Una vez dentro, mira en derredor, como si acabara de entrar en el escenario de un crimen, asimilando el entorno y sopesando lo que debió de ser el salón de algún aristócrata acaudalado, algo más de un siglo atrás. Inspecciona el artesonado de caoba, las alfombras persas, las arañas de luces de latón, los carteles de obras de teatro de la época victoriana, los retratos al óleo y las viejas y lustrosas escaleras que llevan a alguna parte a la que él probablemente nunca accederá.
Toma asiento en un duro y antiguo sofá mientras un reloj de caja le recuerda que llega con puntualidad y que la fiscal de distrito Monique Lamont («Money Lamont», la llama él), la mujer que, en resumidas cuentas, dirige su vida, no está por ninguna parte. En Massachusetts, los fiscales de distrito tienen jurisdicción sobre todos los homicidios y se les asigna su propio servicio de investigación procedente de la Policía del Estado, lo que significa que Lamont puede poner a quien le venga en gana en su brigada personal, lo que a su vez significa que puede deshacerse de quien le apetezca. Él es propiedad suya, y ella siempre se las arregla para hacer que lo tenga bien presente.
Éste es el más reciente, y peor, de todos sus tejemanejes políticos impregnados, en algunos casos, de esa lógica suya carente de visión de futuro, o de lo que Win considera a veces sus fantasías, derivado todo ello de su necesidad de control y ambición insaciables. De pronto Lamont decide enviarlo hacia el Sur, nada menos que hasta Knoxville, Tennessee, para asistir a la Academia Forense Nacional, aduciendo que a su regreso pondrá al corriente a sus colegas de las últimas innovaciones en la investigación criminal y les enseñará a hacer las cosas como es debido, exactamente como es debido. Por ejemplo, les enseñará cómo asegurarse de que ninguna investigación criminal «se vea comprometida, jamás y en ninguna circunstancia, debido a los errores a la hora de recabar pruebas o a la ausencia de procedimientos y análisis que deberían haberse llevado a cabo», dijo la fiscal. Él no lo entiende. Si la Policía del Estado de Massachusetts tiene investigadores forenses, ¿por qué no envía a uno de ellos? Ella no se avino a razones ni quiso darle ninguna explicación.
Win se mira los zapatos mojados que compró por veintidós dólares en la tienda de ropa de segunda mano. Repara en las manchas que empieza a dejar el agua al secarse en el traje gris que consiguió por ciento veinte dólares en esa misma tienda donde ha adquirido cantidad de ropa de marca a unos precios de risa, porque todo es usado, desechado por gente de pasta que se aburre enseguida de las cosas, o que enferma o se muere. Espera y se preocupa mientras se pregunta qué será tan importante como para que Lamont lo haya hecho regresar desde Knoxville. Roy, su secretario de prensa, un individuo de aspecto ñoño y altanero, le ha llamado esa misma mañana, le ha sacado de clase por la fuerza y le ha dicho que tomara el siguiente vuelo a Boston.
—¿En este preciso instante? ¿Por qué? —se quejó Win.
—Porque lo dice ella —respondió Roy.
En el interior del edificio de hormigón en el que se encuentra el Tribunal Federal de primera instancia de Cambridge, Monique Lamont sale del tocador privado que hay en su despacho. A diferencia de muchos fiscales de distrito y demás personajes que vadean las aguas del mundo de la justicia criminal, no colecciona gorras e insignias de policía, ni uniformes y armas extranjeros, ni fotografías enmarcadas de famosos personajes de la administración de justicia. Quienes le ofrecen presentes semejantes sólo llegan a hacerlo una vez, porque no vacila en devolverlos o regalarlos de inmediato. Resulta que lo que le gusta es el vidrio.
Vidrio artesanal, vidrieras de colores, vidrio veneciano, vidrio nuevo, vidrio antiguo. Cuando la luz del sol se filtra en su despacho, lo convierte en una suerte de hoguera prismática que destella, centellea, reluce y chispea en un espectro de colores, lo que resulta tan entretenido como impresionante. Ella da la bienvenida a su arco iris a la gente entretenida e impresionada, y luego la inicia en la atroz tormenta que lo precedió.
—Claro que no, joder —dice, retomando la conversación donde la había dejado al tiempo que se sienta a su amplia mesa de vidrio, una mesa transparente que no la disuade de llevar faldas cortas—. De hacer otro vídeo educativo sobre los efectos perniciosos de conducir bebido, ni hablar. ¿Es que nadie aparte de mí piensa en otra cosa que no sea la puta tele?
—La semana pasada en Tewksbury, toda una familia murió por culpa de un conductor borracho —apunta Roy desde un sofá dispuesto en diagonal con respecto a la mesa, mirándole las piernas cuando supone que ella no se da cuenta—. Eso es mucho más importante para los ciudadanos que un antiguo caso de asesinato en una perdida ciudad sureña que aquí trae a todo el mundo sin cuidado…
—Roy. —Lamont cruza las piernas y observa cómo la mira—. ¿Tienes madre?
—Venga, Monique.
—Claro que tienes madre.
Se levanta y empieza a andar de aquí para allá mientras piensa que ojalá saliera el sol.
Detesta la lluvia.
—¿Qué te parecería, Roy, si tu anciana madre recibiera una brutal paliza en su propia casa y luego la dejaran morir sola?
—No se trata de eso, Monique. Deberíamos centrarnos en un homicidio sin resolver en Massachusetts, no en un pueblucho perdido. ¿Cuántas veces vamos a discutirlo?
—Eres tonto, Roy. Enviamos a uno de nuestros mejores investigadores, lo resolvemos y así conseguimos…
—Lo sé, lo sé; conseguimos que nos presten una enorme atención en todo el país.
—Tendemos una mano fuerte y segura para ayudar a los menos favorecidos, a los menos, bueno… a los menos de todo. Rescatamos viejas pruebas, las volvemos a examinar…
—Y hacemos que Huber quede en buen lugar. De alguna manera, serán él y el gobernador quienes se lleven el mérito. Te engañas si crees que no será así.
—El mérito me lo llevaré yo. Y tú vas a asegurarte de que así sea.
De pronto se interrumpe cuando se abre la puerta del despacho y casualmente, quizá demasiado casualmente, entra sin llamar su pasante, el hijo de Huber. Por un momento se le ocurre que estaba escuchando a hurtadillas, pero la puerta estaba cerrada, así que no es posible.
—¿Toby? —le advierte—. ¿Estoy loca de atar o acabas de entrar sin llamar otra vez?
—Lo siento. Joder, es que tengo muchas cosas en las que pensar. —Sorbe por la nariz, menea la cabeza; lleva el pelo cortado al rape y parece medio colocado—. Sólo quería recordarte que me largo.
«Al fin», piensa ella.
—Soy perfectamente consciente —dice.
—Volveré el lunes que viene. Pasaré unos días en Vineyard, a tomármelo con calma. Mi padre ya sabe dónde encontrarme si me necesitas.
—¿Te has ocupado de todos los asuntos pendientes?
Vuelve a sorber por la nariz. Lamont está casi segura de que le da a la coca.
—¿Eh? ¿Como qué?
—Eh…, como todo lo que he dejado encima de tu mesa —responde ella mientras tamborilea con una pluma dorada sobre un bloc de notas.
—Ah, sí, claro. Y he sido un buen chico, lo he limpiado todo, lo he ordenado para que no tengas que andar recogiendo lo que voy dejando por ahí.
Hace una mueca, dejando entrever en su desconcierto el resentimiento que alberga contra ella, se marcha y cierra la puerta.