—Y luego, ¿qué? —pregunta, acercándose el micro a los labios.
—El agente de la Policía del Estado en tierra ya le dirá… —responde uno de los pilotos.
—Usted es de la Policía del Estado —le interrumpe Lamont—. Le pregunto a usted cuál es el plan. ¿Hay medios de comunicación?
—Estoy seguro de que la informarán de todo, señora.
Ahora sobrevuelan el helipuerto de la azotea del hospital, una manga de viento de color naranja intenso aletea en la estela del rotor y una agente de la Policía del Estado con uniforme azul inclina la cabeza frente al viento. El helicóptero toma tierra y Lamont permanece sentada mientras se detiene el motor, contemplando a la agente, una desconocida de aspecto vulgar, alguien en los eslabones inferiores de la cadena alimenticia cuya misión consiste en llevar a la fiscal, traumatizada y asediada, a un refugio seguro. Una maldita escolta, una maldita guardaespaldas, una maldita mujer para recordar a Lamont que es una mujer a la que un hombre acaba de violar y, por lo tanto, lo más probable es que no quiera que sea justamente un hombre quien la proteja. Es una víctima. Imagina a Crawley, imagina lo que dirá, lo que ya está diciendo y pensando.
Los motores guardan silencio, las palas lanzan un tenue gemido al ir perdiendo velocidad y, al cabo, se detienen. Lamont se quita los auriculares y el cinturón de seguridad e imagina el rostro zalamero y santurrón de Crawley mirando a la cámara y compadeciéndose en nombre de los habitantes de Massachusetts de Monique Lamont, La Víctima.
«La Víctima gobernadora. Cualquier crimen en cualquier momento, incluido el mío».
Lamont abre la portezuela del helicóptero sin esperar a que llegue la agente y desciende por sus propios medios antes de que nadie tenga oportunidad de ayudarla.
«Lamont, la de cualquier crimen en cualquier momento, incluido el mío».
—Quiero que me localices a Win Garano, ahora mismo —le ordena a la agente—. Dile que deje todo lo que tenga entre manos y me llame sin pérdida de tiempo —le ordena.
—Sí, señora. Soy la sargento Small.
[1]
—La mujer de uniforme le tiende la mano en un saludo que tiene muy poco de oficial.
—Qué apellido tan desafortunado —responde Lamont, camino ya de una puerta que conduce al interior del hospital.
—Se refiere al investigador, ¿verdad? Ése al que llaman Jerónimo. —La sargento Small se pone a su altura—. Si estuviera gorda sería un apellido de lo más desafortunado, señora. Bastante se cachondean ya. —Coge el micrófono de su voluminoso cinturón negro y abre la puerta—. Tengo el coche abajo, bien escondido. ¿Le importa bajar unas cuantas escaleras? ¿Adónde quiere que la lleve luego?
—Al
Globe
—responde Lamont.
El sótano de Jimmy Barber está cubierto de polvo y moho. Una bombilla desnuda de escasa potencia ilumina el centenar aproximado de cajas de cartón, algunas de ellas con etiquetas, apiladas hasta las vigas.
Sykes ha pasado cuatro horas apartando cajas con porquerías diversas: grabadoras antiguas, montones de cintas, varios jarrones vacíos, aparejos de pesca, gorras de béisbol, un chaleco antibalas de un modelo antiguo, trofeos de
softball
, un millar de fotografías, cartas y revistas, expedientes, libretas con una caligrafía horrenda. Porquería y más porquería. El tipo era demasiado vago para organizar sus recuerdos, así que los metió en cajas y lo guardó prácticamente todo salvo los envases de comida rápida y lo que tiraba a la papelera.
Hasta el momento, ha revisado un buen número de casos, casos que, probablemente, el tipo pensó que merecía la pena guardar: un fugitivo que se escondió en una chimenea y se quedó atascado, una agresión mortal con un bolo, un hombre alcanzado por un rayo cuando dormía en una cama de hierro, una mujer en estado de embriaguez que se paró en medio de la carretera a mear, olvidó poner el coche en punto muerto y se atropello a sí misma. Casos y más casos que Barber no debería haberse llevado a casa cuando se jubiló. Pero aún no ha localizado el KPD 893-85, ni siquiera en una caja que contenía cantidad de documentos, correspondencia y casos de 1985. Llama a Win al móvil por tercera vez, deja otro mensaje, sabe que está ocupado pero se lo toma como algo personal.
No puede por menos de pensar que si fuera alguien importante de veras, quizá como esa fiscal de distrito licenciada en Harvard de la que tanto se queja él, le devolvería la llamada de inmediato. Sykes fue a una diminuta universidad cristiana en Bristol, Tennessee, y lo dejó el segundo año porque detestaba el centro y no veía ninguna razón práctica por la que debiera aprender francés o cálculo o asistir a misa dos veces a la semana. No es del mismo calibre que Win y esa fiscal, ni que todas esas personas del Norte que forman parte de la vida de Win. Prácticamente tiene edad para ser su madre.
Sykes está sentada sobre un gran cubo de plástico vuelto del revés y mira los montones de cajas de cartón con los ojos irritados, picor de garganta y los riñones doloridos. Por un instante se siente abrumada, no sólo por la tarea que tiene ante sí sino por todo, más o menos como se sintió cuando acababa de entrar en la Academia y el segundo día llevaron a toda la clase a hacer una visita al famoso centro de investigación de la Universidad de Tennessee conocido como la Granja de Cuerpos, dos acres boscosos en los que había dispersos cadáveres hediondos en cualquier estado imaginable, restos humanos donados pudriéndose en el suelo o debajo de losas de mármol, en maleteros de coches, dentro de bolsas de plástico o fuera de ellas, vestidos o desnudos, a la vista de antropólogos y entomólogos que paseaban por allí un día tras otro para tomar notas.
—¿Quién podría hacer esto? Quiero decir, ¿qué clase de persona hace algo tan asqueroso para ganarse la vida, u obtener un título, o lo que sea? —le preguntó a Win mientras se ponían en cuclillas para observar los gusanos arracimados sobre un hombre ya medio esqueletizado cuyo cabello se había desprendido del cráneo, por lo visto víctima de un accidente de tráfico, a un metro escaso de ellos.
—Más vale que te acostumbres» —le contestó él como si el hedor y los insectos no lo molestaran en absoluto, como si ella no tuviera ni zorra idea de nada—. No es agradable trabajar con muertos; nunca te dan las gracias. Los gusanos están bien. No son más que criaturillas. ¿Lo ves?». Cogió uno, se lo puso en la yema del dedo, donde quedó encaramado igual que un grano de arroz, un grano de arroz capaz de moverse por sí mismo. «Son nuestros amiguitos. Nos dicen en qué momento se produce la muerte y nos dan toda clase de detalles.
—Puedo detestar los gusanos tanto como me venga en gana —respondió Sykes—. Y no hace falta que me trates como si me chupara el dedo.
Se pone en pie y echa un vistazo por encima a las cajas preguntándose cuáles contendrán más casos antiguos que salieron del despacho bajo el brazo del detective Barben Vaya idiota egoísta. Levanta una caja que está en la cuarta hilera a partir del suelo y suelta un gruñido al notar lo mucho que pesa; confía en no hacerse daño. La mayor parte de las cajas están abiertas, probablemente porque el viejo gilipollas no se tomó la molestia de volver a cerrarlas con cinta adhesiva después de revolver en ellas a lo largo de los años, y empieza a hurgar entre recibos de tarjetas de crédito y facturas de teléfono y servicios domésticos que se remontan a mediados de la década de los ochenta. No es lo que está buscando, pero lo curioso de los recibos y las facturas es que a menudo revelan más acerca de una persona que las confesiones y los relatos de testigos presenciales, y le pica una cierta curiosidad al imaginar el 8 de agosto de veinte años atrás, el día en que asesinaron a Vivian Finlay.
Imagina al detective Barber yendo al trabajo aquel día, probablemente como si fuera otro día cualquiera, para luego recibir una llamada con la orden de que acudiera a la lujosa residencia de la señora Finlay a orillas del río en Sequoyah Hills. Sykes intenta recordar dónde estaba en agosto de hace veinte años. En pleno divorcio, allí estaba. Hace veinte años era una operadora de radio de la policía en Nashville y su marido trabajaba en una discográfica, descubriendo nuevos talentos femeninos que resultaron ser un tanto distintos de lo que Sykes consideraba aceptable.
Saca expedientes etiquetados por meses de manera bastante descuidada y vuelve a sentarse en el cubo de plástico a estudiar una serie de recibos y facturas de teléfono y servicios. La dirección que aparece en los sobres se corresponde con la de la casa donde está ese cuchitril de sótano, y mientras comprueba justificantes de MasterCard, empieza a sospechar que por aquel entonces Barber vivía solo, porque en la mayoría de las entradas figuran comercios como Home Depot, Wal-Mart, una bodega y un bar deportivo. Repara en que durante la primera mitad de 1985 hizo muy pocas llamadas de larga distancia, algunos meses apenas dos o tres. Luego, en agosto, esa tendencia cambió repentinamente.
Ilumina con la linterna una factura de teléfono y recuerda que hace veinte años eran unos trastos grandes e incómodos que tenían todo el aspecto de un contador Geiger. No los usaba nadie, y menos los polis. Cuando estaban lejos de sus mesas y tenían que hacer llamadas, pedían a la operadora que lo hiciera y les enviara la información por radio. Si la información que necesitaba el detective era confidencial o enrevesada, regresaba a comisaría, y si estaba fuera, cargaba las llamadas a la cuenta del departamento y luego tenía que cumplimentar formularios de reembolso.
Lo que no hacían los polis eran llamadas relacionadas con los casos desde sus propios domicilios ni cargarlas a sus números particulares, pero a partir del ocho de agosto por la noche, cuando la señora Finlay ya estaba muerta y en la cámara frigorífica del depósito de cadáveres, Barber empezó a hacer llamadas desde el teléfono de su casa, hasta siete entre las cinco de la tarde y medianoche.
E
l apartamento de Win está en la tercera planta de un edificio de ladrillo y piedra arenisca en el que a mediados del siglo XIX había funcionado una escuela. Teniendo en cuenta que tuvo tantos problemas para entrar en centros de enseñanza, es curioso que acabara viviendo en uno de ellos.
No fue premeditado. Cuando lo contrató la Policía del Estado de Massachusetts, tenía veintidós años y no poseía nada a su nombre salvo un jeep de diez años, ropa de segunda mano y los quinientos dólares que había conseguido ahorrar Nana a modo de regalo de graduación. Encontrar un sitio al alcance de su bolsillo en Cambridge estaba descartado hasta que dio con la vieja escuela en Orchard Street, abandonada durante décadas y reconvertida posteriormente en apartamentos. El edificio todavía no era habitable, y Win llegó a un acuerdo con Farouk, el propietario: si el alquiler era lo bastante barato y Farouk prometía no subirlo más de un tres por ciento anual, Win viviría allí durante el prolongado proceso de renovación y se encargaría de la seguridad y la supervisión.
Ahora su presencia policial es suficiente. No tiene que supervisar nada y Farouk le permite aparcar su Hummer H2 (incautado a un traficante y obtenido en una subasta a precio de ganga), su Harley-Davidson Road King (recuperada por impago y apenas usada) y su coche de policía sin marcas en una pequeña zona asfaltada en la parte de atrás. Ninguno de los demás inquilinos dispone de aparcamiento, y tienen que pelearse por una plaza en la calle estrecha, a merced de abolladuras, golpes y arañazos.
Win abre con la llave la puerta trasera y sube tres tramos de escaleras hasta un pasillo flanqueado por apartamentos que antaño fueron aulas. Él vive al fondo del pasillo, en el número 31. Abre la robusta puerta de roble y entra en su enclave privado con paredes de ladrillo de las que aún cuelgan las pizarras originales, suelos y revestimientos de abeto y techos abovedados. Su mobiliario es menos antiguo: un sofá de cuero pardo Ralph Lauren (de segunda mano), un sillón y una alfombra oriental (eBay), una mesita de centro de Thomas Moser (en exposición en una tienda, levemente dañada). Mira, aguza el oído, pone a trabajar todos sus sentidos. El aire parece estancado; el salón, solitario. Saca una linterna de un cajón, la enciende e ilumina en sentido oblicuo el suelo, los muebles, las ventanas, en busca de huellas de pies o dedos en el polvo o en las superficies brillantes. No tiene un sistema de alarma, apenas si puede permitirse el de casa de Nana. Da igual, dispone de su propio método para encargarse de los intrusos.
Va hasta el armario que hay cerca de la puerta principal, abre una caja de seguridad empotrada en la pared, saca su Smith & Wesson 357, del modelo 340, con percutor interno —o «sin percutor», para que no se enganche con la ropa—, y fabricada de una aleación de titanio y aluminio, tan ligera que parece un juguete. Se mete el arma en un bolsillo y va a la cocina, prepara una cafetera, echa un vistazo al correo que Farouk le ha dejado en la encimera, mayormente revistas, hojea
Forbes
mientras se hace el café, lee en diagonal un artículo sobre los coches más veloces, el nuevo Porsche 911, el nuevo Mercedes SLK55, el Maserati Spyder…
Se dirige a su dormitorio con paredes de obra vista, otra pizarra (para llevar la cuenta, les dice a algunas de las mujeres con las que sale, les guiña el ojo, es broma), se sienta en la cama, toma unos sorbos de café, pensando, nota los párpados pesados.
A Sykes se le pasa por la cabeza que debería haberse acordado de traer una botella de agua y algo para comer. Tiene la boca reseca y con sabor a polvo. Están descendiendo sus niveles de azúcar en la sangre.
En varias ocasiones se ha planteado aventurarse a subir de nuevo y pedir un poco de hospitalidad a la viuda del detective Jimmy Barber, pero cuando ha subido para preguntar si podía utilizar el cuarto de baño, la señora Barber, que en teoría estaba durmiendo, resulta que estaba sentada a la mesa de la cocina bebiendo vodka a palo seco con todo el aire antipático y desagradable de una mofeta.
—Adelante —dice. Borracha, vuelve la cabeza hacia el cuarto de baño que hay al final del pasillo y añade—: Después sigue con lo tuyo y déjame en paz de una puta vez. Estoy harta de todo esto, ya he cumplido con mi parte.
Sola y agotada en el sótano, Sykes sigue examinando las desconcertantes facturas telefónicas de Barber en un intento de dar con la razón que le llevó a cargar tantas llamadas a su teléfono particular. Cinco de ellas tienen el prefijo 919, todas las veces el mismo número. Sykes prueba suerte y le sale el servicio telefónico del Médico Forense del Estado de Carolina del Norte; una voz le pregunta si quiere dar parte de algún caso.