ADN asesino (3 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: ADN asesino
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—Voy a ser brutalmente sincera —lo interrumpe ella, lo que no constituye ninguna novedad.

—Se te da bien la brutalidad —apunta él con una sonrisa, y de pronto regresa con las copas el camarero, que trata a Lamont como si fuera miembro de la realeza.

—No nos andemos con rodeos —dice—. Eres razonablemente inteligente, y un sueño para los medios de comunicación.

No es la primera vez que a él se le ha pasado por la cabeza dejar la Policía del Estado de Massachusetts. Coge el bourbon; ojalá hubiera pedido uno doble.

—Hubo un caso en Knoxville hace veinte años… —continúa ella.

—¿Knoxville?

El camarero espera para tomar nota. Win ni siquiera ha echado un vistazo al menú.

—La sopa de mariscos para comenzar —pide Lamont—. Salmón. Otra copa de
sauvignon
blanco. A él ponle ese
pinot
de Oregón tan rico.

—El bistec de la casa, poco hecho —dice Win—. Una ensalada con vinagre balsámico. Sin patatas. —Aguarda a que se marche el camarero y continúa—: Vamos a ver, no es más que una casualidad que me enviaran a Knoxville y de pronto hayas decidido resolver un caso olvidado cometido allá en el Sur.

—Una anciana asesinada a golpes —continúa Lamont—. El ladrón entró en la casa y las cosas se torcieron. Posiblemente intentaron agredirla sexualmente; estaba desnuda, con los pantis por debajo de las rodillas.

—¿Fluido seminal?

Win no puede evitarlo. Haya o no política de por medio, los casos le atraen igual que agujeros negros.

—No conozco los detalles.

Ella mete la mano en el bolso, saca un sobre de color ocre y se lo entrega.

—¿Por qué Knoxville? —Win, cada vez más paranoico, no está dispuesto a cejar.

—Hacía falta un asesinato y alguien especial que se encargara de él. Estás en Knoxville, ¿por qué no indagar qué casos sin resolver tenían?, y he ahí el resultado. Al parecer causó bastante revuelo en su momento, pero ahora está tan frío y olvidado como la víctima.

—Hay cantidad de casos sin resolver en Massachusetts. —Win la mira, la analiza, sin tener muy claro lo que está ocurriendo.

—Éste no debería plantear ningún problema.

—Yo no estaría tan seguro.

—Nos conviene por diversas razones. Un fracaso allí no resultaría tan evidente como aquí —le explica ella—. Si nos atenemos al guión, mientras estabas en la Academia oíste hablar del caso y sugeriste ofrecer la ayuda de Massachusetts, probar un nuevo análisis de ADN, echarles un cable…

—Así que quieres que mienta.

—Quiero que seas diplomático, hábil.

Win abre el sobre y saca copias de artículos de prensa, los informes de la autopsia y el laboratorio, ninguna de ellas de muy buena calidad, probablemente obtenidas a partir de microfilme.

—La ciencia —dice ella con aplomo—. Si es cierto que hay un gen divino, entonces tal vez haya también un gen diabólico —añade.

A Lamont le encantan esos enigmáticos pronunciamientos suyos cuasibrillantes.

Casi se presta a la cita.

—Busco al diablo que consiguió escapar, busco su ADN ancestral.

—No sé muy bien por qué no os servís del laboratorio de Florida que tanta fama tiene en todo esto. —Win mira la copia borrosa del informe de la autopsia y agrega—: Vivian Finlay. Sequoyah Hills. Dinero de familia de Knoxville a orillas del río, no se puede conseguir una casa por menos de un millón. Alguien le dio una paliza de muerte.

Aunque en los informes que Lamont le ha facilitado no hay fotografías, el protocolo de la autopsia deja claras varias cosas. Vivian Finlay sobrevivió el tiempo suficiente para que se produjera una reacción apreciable en los tejidos, laceraciones y contusiones en la cara e inflamación de los ojos hasta el punto de quedar cerrados. Al retirarse el cuero cabelludo quedaron a la vista tremendas contusiones, el cráneo con zonas perforadas a fuerza de violentos golpes reiterados con un arma que tenía al menos una superficie redondeada.

—Si vamos a hacer análisis de ADN, debe de haber pruebas. ¿Quién las ha tenido hasta ahora? —pregunta Win.

—Lo único que sé es que por aquel entonces todo el trabajo de laboratorio lo llevaba a cabo el FBI.

—¿El FBI? ¿Qué intereses tenían los federales?

—Me refería a las autoridades del estado.

—El TBI. El Buró de Investigación de Tennessee.

—No creo que hicieran análisis de ADN por aquel entonces.

—No. Aún estaban en la Edad Media. Todavía se hacían buenas pruebas de serología a la antigua usanza, con la tipificación ABO. ¿Qué se analizó exactamente, y quién lo ha tenido todo este tiempo? —pregunta él, intentándolo de nuevo.

—Ropa ensangrentada. Según tengo entendido, aún estaba en el depósito de pruebas en la comisaría de Knoxville. Fue enviada al laboratorio en California…

—¿California?

—Todo esto lo ha investigado Huber minuciosamente.

Win señala las fotocopias y luego pregunta:

—¿Esto es todo?

—Por lo visto, desde entonces el depósito de cadáveres de Knoxville se ha trasladado y sus viejos informes están almacenados en alguna parte. Lo que tienes es lo que Toby ha conseguido localizar.

—Querrás decir lo que hizo que la oficina del forense le imprimiera a partir de microfilme. Vaya sabueso —añade él en tono sarcástico—. No sé por qué demonios tienes a un idiota así…

—Sí que lo sabes.

—No sé cómo es posible que Huber tuviera un hijo idiota como él. Deberías tener cuidado con los favores que le haces al director del laboratorio de criminología, por mucho que sea un gran tipo, Monique. Podría interpretarse como un conflicto de intereses.

—Más vale que me dejes eso a mí —replica ella con frialdad.

—Lo único que digo es que Huber tiene una enorme deuda de gratitud contigo si te ha enchufado a Toby.

—Muy bien. Hemos dicho que vamos a ser francos esta noche, ¿verdad? —Ella le clava la mirada en los ojos y se la sostiene—. Fue una metedura de pata por mi parte, tienes razón. Toby es un inútil, un desastre.

—Lo que necesito es el expediente policial. Igual ese desastre de Toby también hizo una fotocopia del mismo en el transcurso de su ardua y concienzuda investigación, ¿no?

—Supongo que podrás ocuparte de ello en persona cuando regreses a Knoxville. Toby acaba de irse de vacaciones.

—Pobrecillo. Seguro que está agotado de tanto trabajar.

Lamont mira al camarero, que regresa con su bandeja de plata y dos copas de vino, y dice:

—Te gustará el
pinot
. Es un Drouhin.

Win lo hace girar lentamente en la copa, lo huele, lo prueba.

—¿Has olvidado que me enviaste a la Academia porque es, y cito textualmente, «el Harvard de la ciencia forense»? Todavía tengo un mes por delante.

—Estoy segura de que te darán facilidades, Win. Nadie ha hablado de que dejes el curso. En realidad, eso también dará buena imagen a la Academia Forense Nacional.

—Así que me ocuparé de ello en sueños. Vamos a ver. —Win bebe un sorbo de vino—. Estás utilizando a la AFN, a la policía de Knoxville, me estás utilizando a mí, estás utilizando a todo el mundo para obtener réditos políticos. Dime una cosa, Monique. —Le lanza una mirada intensa y resuelve desafiar a la suerte—: ¿De veras te importa esa vieja muerta?

—Titular: «Uno de los mejores detectives de Massachusetts ayuda a un departamento de policía local con escasos medios, resuelve un caso con veinte años de antigüedad y consigue que se haga justicia a una anciana asesinada por calderilla».

—¿Calderilla?

—Eso pone en uno de los artículos que te he dado —responde ella—. La señora Finlay coleccionaba monedas. Tenía una caja llena en el tocador, lo único que falta, hasta donde se sabe.

  

Continúa lloviendo cuando salen del Club de Profesores de Harvard y siguen antiguos senderos enladrillados hasta Quincy Street.

—¿Adónde vamos ahora? —pregunta Lamont, medio escondida tras un enorme paraguas negro.

Win se fija en sus dedos ahusados firmemente apretados en torno al mango de madera del paraguas. Lleva las uñas pulcramente cortadas, sin esmalte, y luce un reloj de oro blanco de gran tamaño con correa de piel de cocodrilo negra, un Breguet, así como un anillo con el sello de Harvard. Da igual lo que gane como fiscal e impartiendo clases de vez en cuando en la Facultad de Derecho, Lamont viene de familia adinerada —dinero en abundancia, por lo que tiene entendido—, posee una mansión cerca de Harvard Square y un Range Rover de color verde aparcado al otro lado de la calle húmeda y oscura.

—Ya me apaño —dice él como si ella se hubiera ofrecido a llevarlo—. Iré caminando hasta la plaza y allí cogeré un taxi. O quizá dé un paseo hasta el Charles, a ver si hay un buen concierto de jazz en el Regattabar. ¿Te gusta Coco Montoya?

—Esta noche no.

—No he dicho que tocara esta noche.

Tampoco la estaba invitando.

Ella hurga en los bolsillos del impermeable, buscando algo cada vez con más impaciencia, y dice:

—Mantenme informada, Win. Hasta el último detalle.

—Iré a donde me lleven las pruebas. Y hay una cuestión importante que no se nos debería olvidar, con tanto entusiasmo: no puedo ir a donde no me lleven las pruebas.

Exasperada, ella hurga en su caro bolso.

—Y detesto hacer hincapié en lo obvio —prosigue él mientras la lluvia cae sobre su cabeza descubierta y le gotea por el cuello—, pero no veo de qué puede servir esa iniciativa tuya de «En peligro» si no conseguimos resolver el caso.

—Como mínimo, obtendremos un perfil de ADN ancestral y diremos que debido a ello se ha decidido reabrir el caso. Eso ya reviste interés periodístico y nos granjeará una imagen positiva. Además, nunca reconoceremos un fracaso, sencillamente mantendremos el caso abierto, a modo de trabajo en evolución. Tú te gradúas en la AFN y regresas a tus misiones habituales. Con el tiempo, todo el mundo volverá a olvidarse del caso.

—Y para entonces es posible que tú ya seas gobernadora —señala él.

—No seas tan cínico. No soy esa persona de sangre fría que pareces empeñado en hacer que parezca. ¿Dónde demonios están mis llaves?

—Las tienes en la mano.

—Las de casa.

—¿Quieres que te acompañe y me asegure de que llegas bien?

—Tengo otro juego en una cajita con código secreto —dice ella, y de súbito lo deja plantado bajo la lluvia.

Capítulo 3

W
in mira a la gente que camina con aspecto decidido por las aceras, los vehículos que pasan escupiendo agua, a Lamont, que se aleja en su coche.

Se dirige hacia la plaza, donde bares y cafés están repletos a pesar del mal tiempo, y se asoma a Peet's; se mete con calzador entre la concurrencia, sobre todo estudiantes, los privilegiados y los ensimismados. Cuando pide un café con leche, la chica que hay detrás del mostrador lo mira fijamente y se pone roja, como si aguantara la risa. Él está acostumbrado y, por lo general, le divierte y hasta lo halaga, pero esta noche no. No puede dejar de pensar en Lamont y en cómo hace que se sienta consigo mismo.

Pasea su café con leche por Harvard Square, adonde llega el tren de la Línea Roja, la mayoría de cuyos pasajeros están matriculados en Harvard, algunos sin saber siquiera que Harvard no es sencillamente la universidad local. Se entretiene en la acera de John F. Kennedy Street mirando con los ojos entornados los faros que vienen en su dirección, y la lluvia que cae al sesgo sobre las luces le hace pensar en trazos de lápiz, dibujos infantiles de un aguacero, como los que solía dibujar él de niño, cuando concebía algo más que escenarios del crimen y conclusiones desagradables sobre la gente.

—A Tremont con Broadway —dice nada más subir al taxi, al tiempo que coloca con cuidado la bolsa de deporte sobre el asiento de vinilo, a su lado.

El conductor es la silueta de una cabeza que habla, sin volverse, con acento de Oriente Medio.

—¿Traimond con qué?

—Tremont con Broadway, me puede dejar en la esquina. Si no sabe cómo llegar hasta allí, más vale que pare y me deje bajar.

—Traymont. ¿De dónde queda cerca?

—De Inman Square —responde Win a voz en cuello—. Vaya por ahí. Si no la encuentra, yo voy a pie y usted no cobra.

El taxista pisa el freno y vuelve el rostro y los ojos oscuros para lanzarle una mirada furibunda.

—¡Si no paga, bájese!

—¿Ve esto? —Win saca la cartera y le planta delante de la cara su placa de la Policía del Estado de Massachusetts—. ¿Quiere multas para el resto de su vida? Su adhesivo de la inspección técnica de vehículos ha caducado, ¿se da cuenta? Tiene fundida una de las luces de freno, ¿se da cuenta? Lléveme a Broadway, venga. ¿Se ve capaz de encontrar el Anexo al Ayuntamiento? Pues a partir de allí ya le daré indicaciones.

Continúan en silencio. Win se retrepa en el asiento con los puños apretados porque acaba de cenar con Monique Lamont, que se presenta a gobernadora y curiosamente espera dejar en buen lugar al gobernador Crawley, candidato a la reelección, para quedar en buen lugar también ella, de manera que ambos hayan quedado en buen lugar cuando se disputen el puesto. «Joder con la política», piensa Win. Como si a alguno de los dos le importara lo más mínimo una vieja asesinada en lo más recóndito de Tennessee. Cada vez se nota más resentido conforme sigue allí sentado y el taxista conduce sin la menor idea de adonde va a menos que Win se lo indique.

—Ahí está Tremont, gire a la derecha —dice Win, al cabo, y señala con el dedo—. Por ahí arriba a la izquierda. Muy bien, ya me puede dejar aquí.

No puede evitar sentir pena cada vez que ve la casa, con sus dos plantas, las paredes de madera con la pintura descascarillada y casi cubiertas de hiedra. Igual que la mujer que vive en ella, la familia de Win no ha tenido más que una larga mala racha durante los últimos cincuenta años. Se baja del taxi y oye el tenue tintineo de campanillas en el jardín trasero en penumbra. Posa el vaso de café con leche en el techo del taxi, hurga en un bolsillo y lanza un billete de diez dólares arrugado por la ventanilla del conductor.

—¡Eh, son doce dólares!

—¡Eh, a ver si te pillas un GPS! —le suelta Win con la música mágica y etérea de las campanillas como telón de fondo mientras el taxi se pone en marcha de pronto y el recipiente de café resbala del techo, revienta contra el suelo y derrama su contenido lechoso sobre el asfalto negro. Las campanillas repican con dulzura como si se alegraran de verle.

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