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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

ADN asesino (2 page)

BOOK: ADN asesino
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—He ahí uno de mis mayores errores —reconoce ella—. Nunca hay que hacer un favor a un colega.

—Es evidente que ya has tomado tu decisión y es tan definitiva como la misma muerte —dice Roy, retomando la conversación donde la había dejado—. Y quiero hacer hincapié en que creo que estás cometiendo un error gravísimo, tal vez fatal.

—Déjate de comparaciones como ésa, Roy. No sabes lo mucho que me molestan. Ahora me vendría bien tomar un café.

  

El gobernador Miles Crawley va en el asiento de atrás de su limusina negra con el panel de separación levantado. Su guardaespaldas está al otro lado y no puede oírle hablar por teléfono.

—No des las cosas por sentadas hasta el punto de cometer un descuido —dice bajando la mirada por las largas piernas estiradas, que lleva enfundadas en unos pantalones de raya diplomática, para contemplar con expresión ausente sus lustrosos zapatos negros—. ¿Y si alguien se va de la lengua? Además, no deberíamos estar hablando de…

—Ese alguien implicado no hablará, eso está garantizado. Y yo nunca cometo descuidos.

—Nada está garantizado salvo la muerte y los impuestos —comenta enigmáticamente el gobernador.

—En ese caso, ya tienes tu garantía; no puedes salir mal parado. ¿Quién no sabía dónde estaba? ¿Quién lo perdió? ¿Quién lo escondió? En cualquier caso, ¿quién queda en mal lugar?

El gobernador contempla por la ventanilla la oscuridad, la lluvia, las luces de Cambridge que brillan a través de una y otra. No está tan seguro de haber hecho bien al seguir adelante con el asunto, pero decide:

—Bueno, ha trascendido a la prensa, de manera que ya no hay vuelta atrás. Más te vale que estés en lo cierto, porque a quien voy a echar la culpa es a ti. Fue idea tuya, maldita sea.

—Confía en mí, no recibirás más que buenas nuevas.

Al gobernador le vendría bien alguna buena nueva. De un tiempo a esta parte su esposa es un auténtico incordio, tiene las entrañas revueltas y va de camino a otra cena, ésta en el Museo de Arte Fogg, donde echará un vistazo a unos cuantos cuadros de Degas y después pronunciará unas palabras para asegurarse de que todos los elitistas de Harvard y los filántropos que se pirran por el arte recuerden lo culto que es.

—No quiero seguir hablando de esto —dice el gobernador.

—Miles…

Detesta que le llamen por su nombre de pila, por mucho que la persona lo conozca desde hace tiempo. Lo adecuado es «gobernador Crawley»; algún día «senador Crawley».

—… Me lo agradecerás, te lo aseguro…

—No me obligues a repetirme —le advierte el gobernador Crawley—. Es la última vez que mantenemos esta conversación. —Pone fin a la llamada y vuelve a meter el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.

La limusina se detiene delante del Fogg. Crawley aguarda a que su protección privada le permita salir y lo escolte hasta su siguiente representación política, solo. Maldita sea su mujer, siempre con sus dolores de cabeza provocados por la sinusitis. Le han informado brevemente sobre Degas hace apenas una hora, y al menos sabe pronunciar el nombre y que el tipo era francés.

  

Lamont se pone en pie y empieza a caminar arriba y abajo lentamente, mirando por la ventana un anochecer tan oscuro y húmedo que resulta deprimente, mientras toma sorbos de un café que sabe a hervido.

—Los medios ya han empezado a llamar —dice Roy a modo de advertencia.

—Creo que eso era lo que teníamos previsto —responde ella.

—Y nos hace falta un plan de control de daños…

—Roy. ¡Estoy a punto de hartarme de esto!

«Vaya cobarde está hecho, todo un prodigio sin agallas», piensa, vuelta de espaldas a él.

—Monique, sencillamente no me explico cómo puedes creer que al gobernador le resultará útil alguno de sus ardides.

—Si vamos a obtener cincuenta millones de dólares para construir un nuevo laboratorio criminalista —repite lentamente, como si Roy fuera estúpido—, debemos llamar la atención, demostrar a los ciudadanos y a los legisladores que está completamente justificado modernizar la tecnología, contratar a más científicos, comprar más material de laboratorio y elaborar la mayor base de datos sobre ADN del país, quizá del mundo. Si resolvemos un viejo caso que la buena gente del viejo Sur dejó abandonado en una caja de cartón hace veinte años, nos convertiremos en héroes y los contribuyentes nos respaldarán. Nada da tanto éxito como el éxito.

—Ya estamos con el lavado de cerebro de Huber. ¿A qué director de un laboratorio criminalista no le gustaría convencerte de algo así, por mucho que suponga un riesgo para ti?

—¿Por qué no quieres ver que es una idea excelente? —insiste, presa de la frustración, mientras contempla la lluvia, la lluvia monótona e incesante.

—Porque el gobernador Crawley te odia —responde Roy con rotundidad—. Pregúntate por qué iba a ponerte algo así en bandeja.

—Porque soy mujer y, por lo tanto, el fiscal de distrito más visible del estado, y así no queda como el intolerante de extrema derecha sexista y mezquino que es en realidad.

—Y si te enfrentas a él, cualquier revés caerá sobre tu cabeza, no sobre la suya. Serás tú, y no él, quien haga las veces de Robert E. Lee rindiendo la espada.

—Así que ahora él es Ulises S. Grant. Win se ocupará del asunto.

—Más bien acabará contigo.

Ella se vuelve lentamente hacia Roy y lo observa hojear un cuaderno.

—¿Qué sabes de él? —pregunta Roy.

—Es el mejor investigador de la unidad. Desde el punto de vista político, una opción perfecta.

—Vanidoso, obsesionado con la ropa —dice él leyendo sus notas—. Trajes de marca, un todoterreno Hummer, una Harley, lo que plantea dudas sobre su situación económica. —Hace una pausa y añade—: Un Rolex…

—Un Breitling, de titanio, es probable que «ligeramente usado», de una de sus muchas tiendas de segunda mano —apunta ella.

Roy, desconcertado, levanta la mirada.

—¿Cómo sabes dónde compra?

—Es que tengo buen ojo para todo lo refinado. Una mañana le pregunté cómo podía permitirse la corbata de Hermés que llevaba ese día.

—Llega sistemáticamente con retraso cuando se requiere su presencia en un escenario del crimen —continúa Roy.

—¿Según quién?

Él pasa varias páginas más y recorre una de ellas con el dedo en sentido descendente. Ella aguarda a que sus labios empiecen a moverse mientras lee en silencio. «Fíjate, se acaban de mover. Dios santo, el mundo está lleno de imbéciles».

—No parece que sea gay —continúa Roy—. Eso es bueno.

—En realidad, sería de una amplitud de miras inmensa por nuestra parte si el detective que vamos a utilizar como reclamo publicitario fuera gay. ¿Qué bebe?

—Bueno, no es gay, de eso no cabe duda —dice Roy—. Es un mujeriego.

—¿Según quién? ¿Qué le gusta beber?

Roy se interrumpe y, desconcertado, dice:

—¿Beber? No, no tiene ese problema, al menos…

—¿Vodka, ginebra, cerveza? —Ella está a punto de perder la paciencia por completo.

—No tengo ni zorra idea.

—Entonces llama a su colega Huber y pregúntaselo. Y hazlo antes de que yo llegue al Club de Profesores.

—A veces sencillamente no te entiendo, Monique. —Roy vuelve a sus notas—. Narcisista.

—¿Quién no sería narcisista con un aspecto como el suyo?

—Engreído, un chico mono dentro de un traje vacío. Deberías oír lo que dicen de él los otros polis.

—Me parece que acabo de oírlo —dice ella.

Le viene a la cabeza la imagen de Win Garano, el cabello oscuro y ondulado, la cara perfecta, un cuerpo que parece esculpido en piedra tersa y bronceada. Y sus ojos… Sus ojos poseen algo especial. Cuando la mira, tiene la extraña sensación de que la está analizando, de que la conoce, incluso de que sabe algo que ella ignora.

Quedará perfecto en televisión, perfecto en las sesiones de fotos.

—… Probablemente las dos únicas cosas favorables que puedo decir sobre él es que tiene buena imagen —comenta el inepto de Roy—, y que en cierta manera pertenece a una minoría. Morenillo pero sin pasarse, ni una cosa ni la otra.

—¿Cómo has dicho? —Lamont lo fulmina con la mirada—. Voy a fingir que no te he oído.

—Entonces, ¿cómo lo llamamos?

—No lo llamamos nada.

—¿Italoafricano? Bueno, supongo que algo así —Roy responde a su propia pregunta mientras sigue hojeando el cuaderno—. Su padre era negro y su madre italiana. Por lo visto decidieron ponerle el nombre de su madre, Garano, por razones evidentes. Ambos están muertos por culpa de una estufa defectuosa en el antro donde vivían cuando él era un crío.

Lamont coge su abrigo de detrás de la puerta.

—Su educación es un misterio. No tengo ni idea de quién lo crió, no hay constancia de ningún pariente cercano, la persona de contacto en caso de emergencia es un tal Farouk, su casero, por lo visto.

Ella saca las llaves del bolso.

—Menos sobre él y más sobre mí —comenta—. Su historia no es importante, la mía sí. Mis logros, mi currículo, mi postura con respecto a los asuntos importantes, como el crimen, pero no sólo el crimen de hoy, no sólo el crimen de ayer. —Sale por la puerta—. Cualquier crimen en cualquier momento.

—Sí. —Roy la sigue—. Vaya eslogan para la campaña.

Capítulo 2

L
amont cierra el paraguas y se desabrocha el largo impermeable negro mientras repara en Win, que está sentado en un antiguo sofá que parece tan cómodo como un tablón de madera.

—Espero no haberte tenido esperando mucho rato —se disculpa.

Si le importara causar molestias, no le habría ordenado que volara hasta allí para la hora de la cena, no habría interrumpido su preparación en la Academia Forense Nacional, no habría interrumpido su vida, como tiene por costumbre. La fiscal lleva una bolsa de plástico con el nombre de una bodega.

—Tenía reuniones, y el tráfico estaba fatal —dice, con cuarenta y cinco minutos de retraso.

—Lo cierto es que acabo de llegar. —Win se levanta con el traje cubierto de manchas de agua que no se habrían secado aún si acabara de ponerse a cubierto de la lluvia.

Ella se quita el impermeable y resulta difícil no reparar en lo que hay debajo. Win no sabe de ninguna mujer a la que le siente mejor un traje. Es una pena que la madre naturaleza desperdiciara en ella tanto atractivo. Tiene nombre francés y aspecto francés: exótica, sexy y seductora de una manera peligrosa. Si la vida hubiera ido por otros derroteros y Win hubiese entrado en Harvard y ella no fuera tan ambiciosa y egoísta, probablemente se llevarían bien y acabarían por acostarse juntos.

Ella ve su bolsa de deporte, frunce el entrecejo un poco y dice:

—Eso sí que es ser obsesivo. ¿Has conseguido encontrar un momento para hacer ejercicio entre el aeropuerto y aquí?

—Tenía que traer algo.

Un tanto cohibido, Win pasa la bolsa de una mano a otra con cuidado de que no tintineen los objetos de cristal que hay dentro, objetos que un poli duro como él no debería llevar, sobre todo en presencia de una fiscal de distrito dura como Lamont.

—Lo puedes dejar en el guardarropa, ahí mismo, junto al servicio de caballeros. No llevarás un arma ahí, ¿verdad?

—Sólo una Uzi. Es lo único que permiten llevar en los aviones hoy en día.

—Puedes colgar esto, de paso —dice ella entregándole su impermeable—. Y esto es para ti.

Le entrega la bolsa, Win mira dentro y ve una botella de bourbon Booker's en su caja de madera; es un licor caro, su preferido.

—¿Cómo lo sabías?

—Sé muchas cosas sobre mi personal, me lo he propuesto como misión

A Win le molesta que se refieran a él como mero miembro del «personal».

—Gracias —dice entre dientes.

Dentro del guardarropa, deja cuidadosamente su bolsa en un lugar disimulado encima de una estantería y luego sigue a Lamont hasta un comedor con velas, manteles blancos y camareros con chaquetillas blancas. Intenta no pensar en las manchas de su traje ni en los zapatos empapados mientras él y Lamont se sientan el uno frente al otro a una mesa del rincón. Fuera ya ha oscurecido, las farolas de Quincy Street se ven difuminadas entre la niebla y la lluvia; la gente entra en el club para cenar. No llevan la ropa manchada, se encuentran como en su casa, probablemente cursaron estudios allí, tal vez son miembros del profesorado, la clase de gente con la que Monique Lamont sale o hace amistad.

—«En peligro» —empieza de pronto—. La nueva iniciativa contra el crimen de nuestro gobernador, iniciativa que ha dejado en mis manos. —Agita una servilleta de lino para desdoblarla y la deja sobre su regazo en el momento en que se presenta el camarero—. Una copa de
sauvignon
blanco, ése de Sudáfrica que tomé la última vez. Y agua con gas.

—Té con hielo —dice Win—. ¿Qué iniciativa contra el crimen?

—Date el gusto —dice ella con una sonrisa—. Esta noche vamos a ser francos.

—Booker's, con hielo —le pide al camarero.

—El ADN se remonta al principio de los tiempos —comienza ella—. Y el ADN ancestral, el que define el perfil de ascendencia, puede permitirnos solventar la incógnita de la identidad del asesino en casos donde ésta sigue existiendo. ¿Estás familiarizado con las nuevas tecnologías que vienen desarrollando en algunos de esos laboratorios privados?

—Claro. Los laboratorios DNA Print Genomics en Sarasota. Tengo entendido que han ayudado a resolver diversos casos relacionados con asesinos en serie…

Lamont sigue adelante como si no lo oyera:

—Muestras biológicas dejadas en casos en los que ignoramos por completo quién es el autor y las búsquedas en bases de datos resultan infructuosas. Volvemos a llevar a cabo las pruebas con tecnología de vanguardia. Averiguamos, por ejemplo, que el sospechoso es un hombre con un ochenta y dos por ciento de europeo y un dieciocho por ciento de indígena americano, de modo que ya sabemos que parece blanco e incluso, muy probablemente, conocemos el color de su cabello y sus ojos.

—¿Y la parte de «En peligro»? Más allá de que el gobernador tenga que poner nombre a una nueva iniciativa, supongo.

—Es evidente, Win. Cada vez que dejamos fuera de circulación a un criminal, la sociedad está menos en peligro. El nombre es idea y responsabilidad mía, mi proyecto, y tengo la intención de concentrarme por completo en él.

—Con todo respeto, Monique, ¿no podrías haberme puesto al corriente de todo esto con un correo electrónico? ¿He tenido que venir volando hasta aquí en medio de una tormenta desde Tennessee para hablarme del último numerito publicitario del gobernador?

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