ADN asesino (9 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: ADN asesino
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—No. Ay, lo siento —dice ella—. Debo de haberme equivocado de número —se disculpa, y cuelga.

Repara en que al menos una docena más de las llamadas que cargó Barber a su número particular en los días posteriores al asesinato de Vivian Finlay tienen el prefijo local 704. Prueba con ese número y le sale una grabación: el prefijo se ha cambiado por el 828. Vuelve a marcar.

—¿Dígame? —responde una soñolienta voz masculina.

Sykes mira el reloj. Son casi las siete de la mañana, así que dice:

—Lamento mucho molestarle tan temprano, pero ¿le importaría decirme cuánto tiempo hace que tiene este número de teléfono?

El tipo le cuelga. Seguramente no ha sido la mejor manera de abordarlo. Prueba de nuevo y dice sin más preámbulos:

—Le aseguro que no es ninguna broma, señor. Soy agente del Buró de Investigación de Tennessee y me he encontrado con este número en un caso que estoy investigando.

—Dios santo —dice él—. ¿Me está tomando el pelo?

—Nada de eso. Hablo muy en serio. Se trata de un caso que ocurrió hace veinte años.

—Dios santo —repite—. Debe de referirse a mi tía.

—¿Y su tía era…? —pregunta Sykes.

—Vivían Finlay. Este número era el suyo. Quiero decir que no llegamos a cambiarlo.

—Por lo que dice supongo que su tía tenía otra casa aparte de la de Knoxville.

—Así es, aquí en Fiat Rock. Soy su sobrino.

Sykes le pregunta en tono sosegado:

—¿Recuerda a Jimmy Barber, el detective que se ocupó del caso de su tía?

Oye una voz de mujer en segundo término:

—¿George, quién es?

—No pasa nada, cariño —dice él, y a continuación a Sykes—: Es mi esposa, Kim. —Después otra vez a su esposa—: Sólo es un momento, cariño. —Luego a Sykes—: Sé que se empleó a fondo, probablemente demasiado a fondo. Se condujo como si fuera exclusivamente suyo, y en cierta manera no puedo evitar culparle por no haber llegado a ninguna parte. Ya sabe, lo convirtió en el caso de su carrera, no compartía la información, trabajaba en secreto. Seguro que ya está familiarizada con cosas así.

—Eso me temo.

—Por lo que recuerdo, parecía estar convencido de que había encontrado alguna pista interesante, de que iba por el buen camino, aunque no quería decir qué camino era, y supongo que nadie más sabía cuál era. Probablemente ésa fue la razón de que nunca llegara a resolverse. Al menos yo siempre he estado convencido de ello.

Sykes piensa en las llamadas efectuadas desde el teléfono particular de Barber. Tal vez ésa sea la explicación. Se mostraba muy reservado, no quería que ninguna de las operadoras de radio ni de sus colegas investigadores se oliera la pista que estaba siguiendo. Quizá Barber pretendía resolver el caso por sí solo y no compartir la gloria. Sí, es un modo de proceder con el que está más que familiarizada.

—Cariño —George habla de nuevo con su esposa, a todas luces intentando tranquilizarla—. ¿Por qué no vas a preparar café? No pasa nada. —De nuevo a Sykes—. Kim fue quien peor lo encajó; quería a mi tía como a su propia madre. Es horrible que tenga que surgir todo esto. —Suspira una y otra vez.

Sykes sigue interrogándolo. Tenía poco más de cuarenta años cuando su tía fue asesinada, es hijo del único hermano de ésta, Edmund Finlay, y cuando Sykes intenta encontrar sentido a que George y su tía lleven el mismo apellido, él le explica que era muy obstinada, estaba orgullosa de su distinguido apellido y al casarse se había negado a renunciar a él. George es hijo único. El y su esposa, Kim, tienen dos hijos adultos que viven en el Oeste, la pareja pasa todo su tiempo en Fiat Rock, dejaron Tennessee para no volver poco después del asesinato; sencillamente no podían seguir allí, no podían enfrentarse a los recuerdos, sobre todo Kim, que prácticamente tuvo un colapso nervioso después de los hechos.

Sykes promete volver a ponerse en contacto con él o, más probablemente, que se pondrá en contacto con él un investigador llamado Winston Garano. George no parece alegrarse mucho cuando oye esa parte.

—Volver a hurgar en todo esto es terriblemente doloroso —le explica—. ¿Le importa si le pregunto por qué es necesario después de tantos años?

—Estamos comprobando una serie de cosas, señor. Agradezco su colaboración.

—Naturalmente. Si les puedo ayudar en algo…

«Preferiría comer barro que ayudar», piensa Sykes. Cuando se esfuma la ira y merma el rencor, a mucha gente ya le trae sin cuidado la justicia. Lo único que quieren es olvidar.

—Es una pena —masculla en el sótano oscuro y destartalado de Barben «Tampoco es que yo me lo esté pasando en grande».

Reflexiona, encaramada al cubo de plástico como la estatua esa de
El pensador
, y luego sigue examinando facturas, encuentra un recibo de MasterCard del mes de septiembre, saca lo que hay en el sobre y encuentra algo que le provoca un «error de disco», como ella lo denomina.

—¿Qué demonios…? —murmura para sí, con la vista fija en un documento con una cubierta en la que aparece sellado el número de caso de una autopsia y luego otro número de caso, éste con un número de expediente policial garabateado de cualquier manera a lápiz: KPD 893-85.

La página que hay debajo es el inventario redactado por un forense de los efectos personales de Vivian Finlay, y grapado a la misma hay una fotografía Polaroid de las partes mutiladas del cuerpo de un hombre, toda sucia y sangrienta: pies, brazos y piernas, trozos y pedazos, vísceras y una cabeza separada del tronco colocados sobre una mesa de autopsia de acero cubierta con una sábana verde. El número de caso escrito sobre una regla de nueve centímetros utilizada a modo de escala de referencia indica que la muerte ocurrió en Carolina del Norte en 1983.

  

Win se despierta con un sobresalto y por un instante no está seguro de dónde se encuentra. Cae en la cuenta de que ha dormido más de dos horas, todavía con la ropa de calle, tiene el cuello rígido y el café está frío en la mesilla.

Comprueba los mensajes telefónicos, saltándose los primeros que le ha dejado Sykes cuando estaba demasiado ocupado con Lamont como para ocuparse del caso Finlay. Sykes le ha dejado otro mensaje: le ha enviado unos expedientes por correo electrónico y necesita que les eche un vistazo de inmediato y la llame. Su ordenador ocupa pulcramente el centro de una mesa Stickley (adquirida en un mercadillo particular). Toma asiento, marca el teléfono de Sykes y la localiza por el móvil.

—¡Dios santo! —exclama ella, hiriendo su oído—. ¡Acabo de enterarme!

—Para el carro —responde él—. ¿Estás cerca de una línea telefónica?

Ella le facilita un número que Win reconoce como el de la Academia. Vuelve a llamarla.

—¡Dios bendito! —exclama Sykes—. Lo están difundiendo a los cuatro vientos. ¿Qué ha ocurrido, Win?

—Ya te lo contaré más tarde, Sykes.

—¿Te ves implicado en un tiroteo y me lo contarás más tarde? Lo mataste. Dios santo, y ella… ¿Cómo va a seguir adelante el asunto? ¿La fiscal…? Por aquí abajo nadie habla de otra cosa.

—¿Podemos cambiar de tema, Sykes?

—Lo que no acabo de entender es cómo acabaste en su casa y te metiste en todo el fregado. ¿Te invitó a tomar la penúltima copa o algo por el estilo?

No hace falta ser detective para adivinar sus celos. La bella y poderosa Lamont, más formidable si cabe porque Sykes nunca la ha conocido, y ahora se lo imagina salvándole la vida en plan heroico, probablemente piensa que Lamont ha contraído una deuda eterna de gratitud con él, que quiere dejar el trabajo, casarse, criar a sus hijos y lanzarse a una pira funeraria cuando muera Win.

—Dime qué tienes —le pide él—. ¿Has encontrado el expediente?

—Después de pasar la mitad de la noche en el puto sótano de Barber, he encontrado de todo menos eso.

Win bebe un sorbo de café frío, abre el correo electrónico, ve los archivos que le ha enviado y los convierte en documentos mientras ella habla a toda prisa, sin apenas tomar aliento, poniéndole al tanto de lo de las facturas de MasterCard y de teléfono, de la actitud reservada que probablemente adoptó Barber al considerar que el caso era de su exclusiva competencia, y de sus ansias de gloria, según le ha contado el sobrino de la señora Finlay. Luego llega a la parte de un tipo que tuvo un encontronazo con un tren en Charlotte dos años antes del asesinato de la señora Finlay.

—Alto ahí, no tan aprisa —la interrumpe Win mientras examina un documento en la pantalla—. ¿Qué tiene que ver lo de la muerte bajo las ruedas del tren con todo lo demás?

—Eso dímelo tú. ¿Tienes la fotografía delante?

—La estoy mirando ahora mismo. —Win analiza la foto en la pantalla, no es de muy buena calidad, una Polaroid de extremidades cercenadas de cualquier manera, intestinos y pedazos de carne amontonados junto a un torso mutilado y una cabeza separada del tronco, con lo que parece grasa negra y tierra por todas partes. Un tipo blanco, de pelo moreno, bastante joven, por lo que alcanza a ver Win—. ¿Lo has contrastado con la oficina del forense?

—Vaya, no sabía que el caso fuera mío.

Suena el móvil de Win, que, en lugar de responder, lo acalla con gesto de impaciencia.

—Eh —le dice a Sykes—. Me parece que estás cabreada conmigo.

—No estoy cabreada contigo —replica Sykes, furiosa.

—Me alegro, porque ya tengo un montón de gente cabreada conmigo y no me hace falta que te sumes a la lista.

—¿Como quién?

—Ella, para empezar.

—¿Quieres decir que después de lo que hiciste…?

—Exacto. Ya he intentado decírtelo. Está al límite, es una sociópata, una especie de Bonnie sin Clyde; de hecho, no necesita a ningún Clyde, se cree que todos los demás somos Clyde. Lo cierto es que odia a los Clyde.

—¿Me estás diciendo que a Lamont no le gustan los hombres?

—No estoy seguro de que le guste nadie.

—Bueno, estaría bien que me dieras las gracias. —Sykes intenta mostrarse enfurruñada—. He pasado despierta toda la noche buscándote información, tengo que asistir a clase en cinco minutos y ¿sabes dónde estoy? En la puta sala de ordenadores enviándote archivos, intentando localizar a gente por teléfono y recibiendo insultos. Voy a echar un vistazo al caso más tarde, durante un vuelo a Raleigh, la oficina del forense en Chapel Hill.

—¿Quién te ha insultado? —Win sonríe.

Cuando Sykes se sulfura, parece una cría.

—Algún maldito poli de Charlotte. ¿Y quién va a reembolsarme el dinero del billete de avión, por cierto?

—No te preocupes, yo me encargaré de todo —asegura él, desplazando hacia abajo otro documento, información salida del sótano del detective Barber, perplejo ante un inventario elaborado por el forense de efectos personales encontrados en un cadáver en el depósito—. ¿Qué tenía que decirte el «maldito poli de Charlotte» que se encargó de la víctima del tren?

«Unas bragas de tenis arrugadas con bolsillo para pelotas», va leyendo el inventario.

«Una falda de tenis blanca Izod y camiseta a juego, ensangrentadas…».

Vuelve a sonar el móvil, pero él no hace el menor caso.

—Vaya soplapollas. —Sykes sigue descargando bilis a placer—. Ahora es el jefe de policía; ya sabes lo que se suele decir sobre lo que acaba saliendo a flote.

Enfoca con el zoom un número escrito a lápiz en la esquina superior derecha del informe de efectos personales.

«KPD893-85.»

—¿Sykes?

—… Me ha dicho que si quiero copias de los informes tengo que presentar una solicitud por escrito, que a estas alturas probablemente estarán microfilmados, y ha añadido que no entendía a qué venía tanto interés, que no tuvo mayor importancia…

—¿Sykes? Informe KPD893-85. Vivian Finlay, ¿llevaba ropa de tenis cuando fue asesinada?

—Que se lo digan a él, el tipo hecho pedazos por el puto tren de mercancías. «No tuvo mayor importancia…».

—¡Sykes! ¿Este inventario es de los efectos personales de Vivian Finlay cuando llegó al depósito de cadáveres?

—Esa parte también resulta extraña: es lo único que conseguí encontrar del expediente de su caso. ¿Dónde demonios está todo lo demás?

—Si esta ropa de tenis ensangrentada es lo que lleva veinte años en el almacén de pruebas de la policía de Knoxville, ¿a qué le están haciendo análisis de ADN en California?

El informe de la autopsia que le ha enviado Lamont describe a una anciana diminuta de setenta y tres años.

—¿Estás segura de que este formulario de efectos personales corresponde a su caso?

—Desde luego lleva el número de su caso. He mirado todos los putos documentos en todas las putas cajas mientras esa viuda borracha suya con aspecto de foca peleona metía ruido en la cocina en la planta superior, daba fuertes pisotones de aquí para allá y se aseguraba de hacerme saber que no era bienvenida. No hay nada más.

Win vuelve a mirar el inventario de efectos personales y repara en algo que debería haber visto de inmediato.

—Su sobrino dice que hablará con nosotros encantado —le informa Sykes—. Bueno, tanto como «encantado» no, pero hablará.

—Talla diez —dice Win mientras alguien llama a la puerta—. La ropa de tenis es de la talla diez. Una mujer de metro y medio que pesa cuarenta y cinco kilos no viste la talla diez. ¡Qué pasa ahora! —rezonga al oír que llaman con más insistencia—. Te tengo que dejar —le dice a Sykes al tiempo que se levanta de la mesa y cruza la sala mientras continúan los golpes en la puerta.

Echa un vistazo por la mirilla, ve el rostro sonrojado y cariacontecido de Sammy y abre la puerta.

—Llevo una hora intentando localizarte, maldita sea —le suelta Sammy.

—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —pregunta Win, confuso.

—Soy detective. El teléfono de tu casa no para de comunicar.

—¿Quién…?

—¿Tú qué crees? Tienes que venir conmigo ahora mismo. Te está esperando en el
Globe
.

—Ni hablar —dice Win.

Capítulo 8

S
tuart Hamilton, el director editorial, mantiene un aire apropiado, sentado en su despacho con Lamont, un periodista veterano y un fotógrafo. El despacho tiene tabiques de cristal: todo el mundo en la sala de redacción es testigo de lo que sin duda será una entrevista sin precedentes, tal vez la noticia más importante para la ciudad desde que los Red Sox ganaron las Series Mundiales.

Todo el mundo, y debe de haber un centenar de personas al otro lado del cristal, puede ver a la formidable fiscal de distrito, la renombrada Monique Lamont, con un chándal oscuro, agotada, sin maquillar, sentada en un sofá, y a su jefe supremo, Hamilton, escuchándola y asintiendo con cara de circunstancias. Periodistas, secretarias y editores procuran disimular sus miradas, pero Lamont sabe que la están observando, que están hablando de ella, que envían correos electrónicos de una mesa a otra. Es justo lo que quiere. La entrevista saldrá en primera página, con un titular bien grande en la parte superior. Surcará el ciberespacio e irá a parar a periódicos y páginas de noticias de internet del mundo entero. Se hablará de ella en televisión y en la radio.

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