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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

ADN asesino (11 page)

BOOK: ADN asesino
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—Ya las he pasado por la base de datos de identificación de huellas. Nada. —Huber se levanta, rodea su mesa y se sienta en su silla giratoria.

—¿Tienes alguna idea al respecto? —pregunta entonces Win—. ¿Un robo que se desmadró o algo por el estilo?

Huber vacila y luego dice:

—¿Enemigos? La lista es larga, Win. Creo que a estas alturas ya ves la aterradora verdad por ti mismo, y yo en tu lugar tendría cuidado con lo que le dices a Lamont, con lo que le preguntas, mucho, mucho cuidado. Es una pena. Una pena, maldita sea, porque ¿sabes una cosa? No era así cuando empezó, era una auténtica rompepelotas, echó el guante a un montón de chusma, se ganó mi respeto. Por así decirlo, la palabra «ética» ya no figura en su elegante vocabulario.

—Creía que erais colegas. Ahora mismo le está haciendo un favorcillo a tu hijo.

—Claro, colegas. —Huber esboza una sonrisa triste—. En este mundillo nunca hay que dejar que la gente sepa lo que piensas de ella. Desde luego Lamont no tiene la menor idea de lo que Toby piensa de ella en realidad.

—O tú.

—Es una incompetente y culpa a todo y a todos, incluido Toby. ¿En confianza? Que quede entre tú y yo, Jerónimo: se está viniendo abajo —asegura Huber—. Es muy triste.

Capítulo 9

E
l patólogo forense que llevó a cabo la autopsia del atropello ferroviario murió una semana después, durante una tarde de domingo dedicada al paracaidismo acrobático cuando su paracaídas no se abrió.

Si Sykes no tuviera el expediente del caso original delante de ella, probablemente no se lo creería. «Esto me da mala espina», piensa con inquietud. De pequeña, le encantaba la arqueología. Era uno de los pocos temas que le interesaban, tal vez porque no lo enseñaban en la escuela. Perdió interés cuando leyó acerca de la tumba del rey Tut, acerca de maldiciones y gente que moría misteriosamente.

—Hace veinte años, la muerte de la señora Finlay —le está diciendo a Win por teléfono—. Dos años antes una muerte bajo las ruedas del tren, luego la muerte del forense. Esto me está dando mala espina.

—Lo más probable es que sea una coincidencia —dice él.

—Entonces, ¿por qué estaba esta foto grapada al inventario de efectos personales de la señora Finlay?

—Quizá no deberíamos hablar de esto ahora mismo —responde Win, a quien no le gustan los teléfonos móviles ni los considera un modo seguro de mantener una conversación en secreto.

Sykes está sola en el pequeño despacho del depósito de cadáveres, en el piso once de un alto edificio de color beis que se alza detrás de los hospitales de la facultad de Medicina de la UNC, en Chapel Hill. Se siente desconcertada, porque parece que cuanto más ahonda en la muerte violenta de Vivian Finlay, más misteriosa se torna ésta. En primer lugar, el expediente del caso ha desaparecido, a excepción de un inventario de la ropa que supuestamente llevaba la víctima en el momento de ser asesinada, prendas de tenis de una talla que no se corresponde con la suya. En segundo lugar, la muerte bajo las ruedas del tren podría estar relacionada, de alguna manera, con su caso, y ahora el forense y su accidente de paracaidismo.

—Sólo unas cosillas —añade Win—. Reduce los detalles al mínimo. ¿Cómo?

—El paracaídas no se abrió.

—Pues deberían haber hecho una autopsia del paracaídas —dice en tono de broma.

—¿Por qué no te lo envío por correo electrónico? —propone Sykes—. ¿Por qué no lo lees tú mismo? ¿Cuándo vas a venir por aquí?

Se siente muy aislada, abandonada. Él está allí en el Norte con la fiscal de distrito, los dos han salido en los titulares. Por lo que a Sykes respecta, Win se vio implicado en un tiroteo y debería largarse de la ciudad e ir al Sur para ayudarla. El caso le pertenece. Bueno, ya no es ésa la sensación que tiene, pero lo cierto es que el caso es de Win. Como era de esperar, tras los últimos y sensacionales acontecimientos, el asesinato de una anciana ocurrido hace veinte años no tiene la menor importancia para nadie.

—En cuanto pueda —es cuanto Win tiene que decir al respecto.

—Ya sé que allí te enfrentas a graves problemas —responde ella tan razonablemente como puede—, pero este caso es tuyo, Win. Y si no regreso a la Academia, el Buró se me echará encima.

—Ocurra lo que ocurra, ya lo solucionaré —asegura él.

Siempre promete lo mismo, y hasta la fecha no ha solucionado nada de nada. Sykes se pasa el día hablando con él, no estudia ni sale con otros alumnos para charlar de lo que han aprendido ese día en clase, luego va quedándose rezagada y no entiende plenamente la tecnología forense y las técnicas de investigación más novedosas, ni hace amigos. Se queja y él le dice: «No te preocupes. Me tienes a mí y soy un tutor estupendo». Ella le dice que tal vez no debería entregarse hasta tal punto a un hombre lo bastante joven como para ser su hijo, y él responde que la edad le trae sin cuidado, y luego presta atención a alguna mujer más joven o se obsesiona con esa fiscal, Lamont, que es inteligente y hermosa, aunque, bueno, quizás a estas alturas sea mercancía dañada. No está bien pensar así, pero muchos hombres no quieren a una mujer que ha sido violada.

Sykes estudia el caso del forense. Se llamaba doctor Hurt
[2]
. Resultaría gracioso si no fuera tan triste. Se precipitó desde unos mil quinientos metros de altura, lee Sykes, sufrió un traumatismo masivo en la cabeza, parte de su cerebro se desprendió, los fémures se le incrustaron en las caderas, unas cuantas cosas resultaron aplastadas y fracturadas, otras reventadas. La única mención del paracaídas es una breve descripción de un agente de policía que acudió al lugar de los hechos. Dejó constancia de que al parecer el paracaídas no se encontraba en buenas condiciones. Los testigos aseguraron que lo había preparado el propio doctor Hurt. Se planteó la posibilidad de que se tratara de un suicidio.

Colegas y familiares reconocieron que el doctor tenía importantes deudas y se estaba divorciando, pero aseguraron que no estaba deprimido ni tenía un comportamiento extraño; de hecho, parecía bastante animado. Sykes ya ha oído ese cuento chino: nadie se dio cuenta de nada. Adivina por qué. Si reconocen que había aunque sólo fuera una levísima razón para preocuparse, podrían sentirse culpables de haber estado tan absortos en su propia vida que no se tomaron ni un instante para preocuparse por otra persona. Levanta la mirada cuando alguien llama con los nudillos y la puerta se abre. Entra la forense, una mujer de aspecto demacrado y ratonil que debe de andar por los cincuenta y tantos, con gafas de abuelita, una amplia bata de laboratorio y un estetoscopio al cuello.

—Eso sí que tiene gracia —comenta Sykes con la mirada fija en el estetoscopio—. ¿Se asegura de que todo el mundo está muerto antes de empezar a cortar y serrar?

La jefa forense sonríe y dice:

—Mi secretaria me ha pedido que le echara un vistazo a sus pulmones. Tiene bronquitis. Sólo quería asegurarme de que usted no necesita nada.

Es algo más que eso.

—Supongo que usted no estaba por aquí cuando murió el doctor Hurt —indaga Sykes.

—Lo sucedí en el puesto. ¿De qué va esto, exactamente? ¿A qué viene tanto interés? —La mujer mira de soslayo los dos expedientes que hay sobre la mesa.

Sykes no piensa explicárselo, y dice:

—Varias muertes en apariencia sin relación podrían tener algo en común. Ya sabe cómo va eso, hay que comprobarlo todo.

—Creo que está bastante claro que fue un suicidio. ¿Por qué está involucrado el Buró de Investigación de Tennessee?

—No está involucrado, exactamente.

—Entonces, ¿no trabaja usted en el caso? —le interrumpe.

—Estoy ayudando. El caso no es mío. —Como si Sykes necesitase que se lo recordaran una vez más—. Como he dicho, sólo estoy comprobando unas cosillas.

—Bueno, ya lo veo. Supongo que no pasa nada. Estoy en el depósito si me necesita —dice la forense, y cierra la puerta a su espalda.

«Supongo que no pasa nada». Como si Sykes fuese una cría.

Entonces le viene a la cabeza el doctor Hurt, se pregunta por su estado de ánimo, su nivel de competencia profesional, hasta qué punto se esforzaba si estaba ansioso y deprimido y ya no creía que su vida tuviera ningún valor. Se imagina en una situación similar y está considerablemente segura de que pasaría por alto detalles importantes, que tal vez no se entregaría muy a fondo, que quizás incluso le traería sin cuidado. Lo tiene presente mientras lee el expediente de la muerte provocada por el tren, una muerte causada por mutilaciones terribles que tuvo lugar en un cruce de vías en una carretera rural de dos sentidos. Según testificó el maquinista del tren de mercancías, cuando aproximadamente a las ocho y cuarto de la mañana tomó una curva cerrada, vio al fallecido tumbado boca abajo sobre las vías y no pudo frenar a tiempo para evitar arrollarlo. La víctima se llamaba Marc Holland, un detective de la Policía de Asheville de treinta y nueve años.

Su viuda, Kimberly, declaró a la prensa que su marido había salido de su casa, en Asheville, a primera hora de la tarde anterior camino de Charlotte, donde debía encontrarse con alguien. Ella no sabía con quién, aunque «tenía relación con el trabajo». No estaba deprimido y no se le ocurría ninguna razón para que, presuntamente, se quitara la vida; estaba sumamente afectada y se mantenía firme en que no habría hecho nada semejante, sobre todo teniendo en cuenta que «acababa de ser ascendido y nos ilusionaba mucho tener un hijo».

La autopsia que realizaron a Mark Holland reveló una laceración en el cráneo y una fractura subyacente (vaya, qué curioso, ¿eh?) que «concordaba con una caída».

El doctor Hurt no sólo estaba deprimido, piensa Sykes, sino ido, como un zombi, hasta el punto de tragarse la sugerencia del poli de Charlotte de que Holland cruzaba la vía a pie, tal vez de camino a una cita secreta con un testigo, tropezó, cayó y perdió el conocimiento a consecuencia del golpe. El doctor Hurt firmó el informe del caso achacándolo a un accidente.

  

La científica forense Rachael —o «Rake», como la llama Win— deja la carta encima de una plancha metálica porosa denominada bandeja de vacío, aprieta un interruptor y en el recipiente se empieza a hacer el vacío.

Win ya la ha visto en alguna ocasión manejar el sistema de detección electrostática, y a veces han tenido suerte, como hace poco en un caso de secuestro en el que la nota del rescate había sido escrita en una hoja de papel que había estado debajo de otra en la que, a su vez, el secuestrador anotó previamente un número de teléfono que condujo a la policía hasta Papa John's Pizza, donde había hecho un pedido que pagó con tarjeta de crédito. Rake lleva guantes blancos de algodón; se mostró encantada cuando Win le dijo que no había tocado el sobre con las manos descubiertas. Cuando hayan terminado de buscar indicios de escritura marcada en el papel, la carta que dejó en el Café Diesel para Win el hombre del pañuelo rojo irá al laboratorio de huellas dactilares para ser procesada con ninhidrina o algún otro reactivo.

—¿Qué tal por Knoxville? —pregunta Rake, una morena bastante atractiva que empezó trabajando en el laboratorio del FBI en Quantico pero que después del 11 de septiembre y de la nueva legislación antiterrorista decidió que ya no quería seguir con los federales—. ¿Vas a empezar a hablar con ese típico acento sureño?

—Eso no es el norte de Georgia, ni está lleno de paletos tarados como en la peli esa de
Defensa
. En Knoxville no se llevan los duelos de banjo, sólo el naranja intenso por todas partes.

—¿Caza?

—Fútbol, Universidad de Tennessee.

Rake cubre la carta y la plancha con una fina lámina de plástico transparente que a Win le recuerda los plásticos para envolver de la marca Sarán.

—¿Win? —dice ella sin levantar la vista—. Te parecerá manido, pero lamento lo que ocurrió.

—Gracias, Rake.

Pasa por la superficie lo que ella denomina una unidad de descarga Corona. Win siempre huele a ozono cuando lo hace, como si estuviera a punto de llover.

—Me trae sin cuidado lo que digan. Hiciste lo correcto —añade ella—. No entiendo que alguien pueda ponerlo en tela de juicio.

—No sabía que nadie lo pusiera en tela de juicio —responde él, presa de una de sus corazonadas.

Rake ladea la bandeja y vierte una cascada de diminutas cuentas revestidas de tóner sobre el documento recubierto con la fina lámina de plástico.

—Eso he oído en la radio mientras tomaba un café durante el descanso.

La carga electrostática hace que el tóner se precipite hacia las marcas que no resultan aparentes a simple vista, las zonas del papel con desperfectos microscópicos provocados por la escritura a mano.

—Adelante, cuéntame —dice Win, que ya lo sabe.

—Sólo que Lamont ha dicho que estaban investigándote, dando a entender que tal vez no fue un tiroteo del todo limpio. Mañana pasarán un reportaje de los grandes y están anunciándolo con cuñas publicitarias. —Le mira y añade—: Vaya forma de mostrarse agradecida, ¿eh?

—De todos modos, es lo que me temía —dice él mientras aparecen imágenes latentes en un tono negro desleído, partes de palabras, confusas.

Rake, que no se muestra impresionada, señala algo en la carta de amenaza que el hombre del pañuelo rojo dejó para Win, y decide:

—Más vale que probemos con el realce tridimensional.

  

Toby Huber tiene frío, tanto que tiembla mientras está sentado en su balcón del Winnetu Inn en South Beach, Edgartown, fumándose un porro mientras contempla el océano y a la gente que pasea por la playa en pantalón largo y chaqueta.

—Estoy seguro de que ha desaparecido, lo que no sé es dónde, exactamente —dice por el móvil, irritado pero al mismo tiempo divertido—. Lo siento, tío, pero a estas alturas, ya no importa.

—No eres tú quien debe decidir eso. Intenta pensar, aunque sólo sea por una vez.

—Mira, ya te lo he dicho, ¿vale? Debió de ser cuando lo metí todo en bolsas de basura, o algo así. Y me refiero a todo, incluida la comida que pudiera quedar en la nevera, la cerveza, cualquier cosa. Incluso me llevé la basura a unos ocho kilómetros de allí para tirarla en un contenedor detrás de… algún restaurante, no recuerdo cuál. Maldita sea, hace un frío que pela. He mirado una y otra vez y no está aquí. Tienes que tranquilizarte un poco, tío, antes de que te dé un infarto.

Llaman a la puerta de la suite individual, se abre la puerta y el ama de llaves se queda de una pieza al ver que Toby entra y la fulmina con la mirada.

BOOK: ADN asesino
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