—Adiós…
Pero mientras vuelvo a casa siento que me voy poniendo cada vez más nerviosa. Maldita sea. No debería haber aceptado. Quiero decir que me ha puesto entre la espada y la pared. No me he sentido libre de poder elegir. O sea, ¿sabes cuando te das cuenta de que tienes que hacer algo a la fuerza? ¿Que incluso, aunque en un principio te apeteciera, luego no tienes ningunas ganas? Siempre he sido libre de elegir a las personas con las que salir y ahora me pasa esto, todo porque quería que entendiera que el hecho de trabajar en la gasolinera no tenía nada que ver… Bueno, he de reconocer que el lío me lo he buscado yo solita. Maldita sea.
Por la noche sigo agitada. Por suerte, Ale ha salido a cenar, porque, de no ser así, nos habríamos tirado los platos por la cabeza. Además, no tengo el número de móvil de ese tipo —ni siquiera consigo llamarlo Nico de lo nerviosa que estoy—, de modo que no puedo mandarle un sms con una excusa cualquiera… ¡Menudo coñazo!
—¿Qué te pasa, Caro? Te noto muy nerviosa…
—No es nada, mamá.
—¿Seguro?
Me mira a los ojos entornando levemente los suyos. Da la impresión de que consigue leer mis pensamientos, y la verdad es que, en cierto modo, así es. Pero no quiero que se preocupe.
—Te repito que no es nada… He discutido con Alis.
—Siempre he dicho que esa chica es extraña, ¡sois demasiado distintas!…
—Sí, lo sé… Tienes razón, pero ya verás cómo se me pasa en seguida.
Y así es. Después de lavarme los dientes y de arrebujarme entre las sábanas, me tranquilizo un poco. Pues sí, ¿qué más da? En el fondo sólo se trata de salir un rato mañana por la tarde, nada más. Puede que hasta me divierta. Sea como sea, es guapo y, además, a saber adónde me llevará. Y con estos últimos pensamientos, me voy calmando poco a poco y me duermo.
Sin embargo, cuando me levanto a la mañana siguiente vuelvo a sentirme inquieta. Es una agitación extraña, como cuando te das cuenta de que has tenido una pesadilla pero no recuerdas nada, tienes ganas de comer algo para desayunar pero no sabes qué, querrías estar sentada en el pupitre sin moverte y, en cambio, no dejas de toquetear el estuche y de sacar un lápiz tras otro, o de abrir la bolsa y buscar lo que sea, no importa qué…
—¿Qué te ocurre, Caro?
—¿Por qué lo dices?
—No paras de moverte.
—¡Uf!
Incluso tu compañera te lo dice, y tú sabes que ha acertado pero aun así te molesta, en particular porque no le falta razón. En fin, por la tarde, después de haber estudiado lo justo, me planto delante del espejo. Me pruebo varios vestidos y al final elijo lo que me parece más adecuado: un par de vaqueros, una camisa azul oscuro de cuadros celestes y blancos, una sudadera Abercrombie azul claro, unas zapatillas Nike negras, un cinturón ancho D&G y una cazadora azul oscuro Moncler. En pocas palabras, que no quiero ni pasarme ni quedarme corta. Hasta me he recogido el pelo y estoy sentada en la cama mirando fijamente el radiodespertador que hay sobre la mesa donde, a esta hora y en circunstancias normales, seguiría estudiando.
16.10.
16.15.
16.18.
Me recuerda a algo que me contó Rusty James una vez. Cuando hacía el servicio militar se despertaba prontísimo y siempre tenía el día muy ocupado, pero una hora antes del permiso de salida, se quedaba de brazos cruzados. El tiempo se le hacía eterno. Algunos se sentaban sobre un muro con las piernas colgando, otros paseaban arriba y abajo, fumaban un cigarrillo u hojeaban el único periódico disponible, casi reducido a jirones, por enésima vez. ¡Luego, por fin, sonaba la trompeta! Y entonces todos se precipitaban hacia la pequeña puerta, que era la única salida del cuartel. Pues bien, yo me siento exactamente así. Sólo que yo no salgo de permiso. ¡Salgo con el «coronel Nico»! Es como si el reclutamiento fuese de nuevo obligatorio sólo para mí. Bueno, al final, de una manera u otra, incluso ordenando mi habitación por segunda vez, se hacen las 16.50 y yo también puedo salir a toda prisa.
Dejo una nota para mi madre: «Vuelvo en seguida, Caro». Quizá esta sea la única vez que será cierto. Al menos, ésa es mi intención. Cuando llego delante del colegio, él ya está allí, apoyado en la moto con dos cascos idénticos, uno sobre el depósito y otro a su lado, sobre el sillín.
—¡Hola!
Está exultante.
—Hola…
Espero que el tono de mi voz no me haya delatado. Veo que no. No arranca la moto y se marcha, de manera que no tiene ni idea de lo que pienso.
—Pongo el candado y en seguida estoy contigo…
—Claro, no hay prisa…
Mientras pongo la cadena me inclino junto a la rueda delantera y, como si se tratase de un pequeño detalle situado entre el carburador y el caballete, veo asomar sus zapatos: son de ante, con unos flecos peinados hacia adelante y una pequeña hebilla en un costado. Dios mío, ¿de dónde los habrá sacado? Ni siquiera buscándolos en internet se puede dar con algo semejante, ni aun entrando en eBay y escribiendo en el buscador: «La cosa más horripilante del mundo.» ¡Ni siquiera allí son capaces de llegar a ese extremo! En cualquier caso, da igual. Ahora ya no tiene remedio.
Poco después me encuentro detrás de él, sentada en el sillín. Al menos conduce despacio, tal y como prometió.
—¿Adónde vamos? —pregunto, curiosa.
—Oh… Es una sorpresa…
Me toca la pierna con la mano izquierda y me da unas palmaditas, como si yo fuera uno de esos perros a los que les haces «pam, pam» para tranquilizarlos. Me entran ganas de gritar «¡uuuh!», de aullar al cielo por mi maldita capacidad de meterme en líos. Pero desisto y miro fijamente la calzada al tiempo que le aparto la mano de la pierna.
—Conduce con las dos manos, que me da miedo…
Así está mejor.
Poco después aminora la marcha, se mete entre dos coches parados y aparca la moto.
—¡Hemos llegado!
Baja y se quita el casco.
—¿Te gusta?
El Luneur. El parque de atracciones. Me mira risueño, radiante de felicidad…, ni que lo hubiese construido él.
—¿Has estado ya?
—Oh…, sólo una vez.
En realidad solía ir con mis padres cuando era pequeña y me divertía como una enana. Quizá porque a mi madre le daba miedo todo y mi padre le tomaba el pelo y la asustaba. Recuerdo que en una ocasión queríamos entrar en la Casa del Terror y mi madre se negaba a subir a la vagoneta con la que se hacía el recorrido. Al final, ella y yo subimos juntas en la primera vagoneta, y gritábamos tan fuerte que debimos de asustar incluso a los monstruos.
—Ven, vamos por aquí. —Me coge de la mano y me lleva al Laberinto de los Espejos—. ¿Te apetece?
—Bueno.
—Dos entradas, por favor.
Entramos, pero casi resulta sencillo orientarse allí dentro, de modo que al cabo de unos minutos estamos de nuevo fuera.
—¿Te ha gustado?
—Oh, sí, sólo hubo un momento en que no sabía muy bien hacia adónde ir.
—Lo has hecho muy bien.
En realidad, he chocado dos veces contra un cristal que ni siquiera había visto. Me he echado a reír. Menos mal que no se ha dado cuenta.
—¿Disparamos un poco?
—¡Sí!
Nos dan dos rifles. Yo mantengo apretado el gatillo todo el tiempo, como si fuese una ametralladora.
—¡No, así no! —me riñe el encargado—. Un disparo cada vez…
Sigo sus instrucciones, pero eso no impide que Nico se vea obligado a pagar otros diez euros. Le estoy costando una pasta. Aunque, por otra parte, la idea de venir al parque de atracciones ha sido suya.
Después subimos al «Tabata», saltamos por todas partes cuando acelera, y Nico se separa del borde y prueba a llegar hasta el centro. Otro tipo lo consigue también. Se mantienen en pie solos, en el centro, con los brazos extendidos como si se tratase de un desafío entre ambos, un desafío personal, a ver quién resiste más. La chica del otro tipo y yo nos miramos. Ella sacude la cabeza por solidaridad, como si quisiera decirme; «¿Has visto lo que tenemos que aguantar?». A mí me gustaría contestarle: «¡Sí, pero yo no salgo con ése y, en cambio tú sí!». Pero me contengo.
Poco después nos encontramos delante de un montón de peceras de cristal, yo me quedo cerca del borde e intentamos meter dentro una pelotita de ping-pong. Sólo que Nico al final se cabrea y tira cinco a la vez. Las pelotas rebotan sobre los bordes y acaban fuera, no hay nada que hacer. Es gafe. Yo tiro una y doy en el blanco.
—¡Muy bien, Carolina! ¡Bravo!
Un hombre anciano se me acerca con una bolsita transparente que sujeta con dos cordeles, está llena de agua y dentro hay un pez de color rojo.
—Enhorabuena, Es tuyo.
—Gracias.
Miro al pobre pez rojo que hay dentro de la bolsa, prácticamente boquea. Está quieto, en la única posición que le permite el espacio. Me da pena, pero es mejor que dejarlo allí.
—Ven, ¿te apetece comer algo? Vamos.
Nos detenemos delante de un extraño marroquí vestido con ropa abigarrada y alegre que habla por los codos, si bien apenas se entiende lo que dice.
—Entonces, ¿qué quieres dentro?,
¿tzatziki?
Yo, si quieres, le echo tomate y cebolla, además del kebab y la ensalada fresca. Ya lavada, ¿eh? Tú no te preocupes.
Y le enseña a Nico unas manos un poco mugrientas… ¡Madre mía, se las haría lavar cuarenta veces!
—Oh, yo lo quiero con mucha cebolla… ¿Y tú, Carolina?
—No, yo tomaré un helado… industrial, gracias.
El marroquí abre una de las puertas de la nevera que hay a su lado.
—Elígelo tú, coge el que quieras.
Al final opto por un polo de menta. Nico se hace preparar una pita rebosante de kebab, cebolla, mayonesa, nata acida, tomate y lechuga. Comemos sentados a una mesita de acero, las sillas son de hierro y están un poco oxidadas. Delante de nosotros hay una caja de plástico roja, descolorida, donde hay embutidas un montón de servilletas. Nico come con avidez.
—Mmm, está para chuparse los dedos.
Habla sonriendo con la boca llena de comida, pero, por suerte, la mantiene cerrada.
—Ese tipo sabe lo que hace…
Y yo no digo nada. Incluso el envoltorio del helado me parecía mugriento.
Poco después subimos a la noria del Luneur. Es grande, enorme. Nuestra cabina abierta sube balanceándose peligrosamente. Estamos sentados uno junto al otro. Yo llevo en la mano la bolsita con el agua y mi pececito aturdido dentro. Nico huele a cebolla. De repente, la noria se detiene. «Stutump». Un ruido frío, sordo, procedente del mecanismo central. La cabina oscila hacia adelante y hacia atrás. Acto seguido, lentamente, se queda por fin quieta. Nico se asoma.
—Oh, somos los únicos… —A continuación me mira risueño—. Han querido darnos el gusto de parar la noria…
«Pues vaya gusto…». Pero me abstengo de hacer comentarios.
—Mira. Mira qué bonito ahí abajo, se ve la puesta de sol.
Detrás de las casas que se ven a lo lejos, al fondo, hacia el mar de Ostia, se vislumbra un último gajo rojo. Sí, debe de ser el sol. Los edificios que hay alrededor están envueltos en una luz anaranjada, Nico me señala algo a la izquierda.
—Ése debe de ser el Altar de la Patria…
Un pino alto tapa por completo el monumento.
—Allí —añade volviéndose hacia mí— está el Coliseo… Y allí al fondo está el Stadio Olímpico…, donde el domingo jugará la Magica Roma contra la Juve… Esperemos que vaya bien…
Y yo, silencio. Os lo juro. ¿Sabéis lo que significa silencio absoluto? Quiero decir que no logro encontrar una palabra, un comentario, una frase cualquiera. Sólo tengo una idea fija en la cabeza: que el tipo que está ahí abajo ponga en marcha la noria cuanto antes. Nico me mira y se acomoda la cazadora.
—¿Sabes? Me alegro mucho de que hayas querido salir conmigo… Me arrepiento de haber pensado que eras un poco…, un poco así, en fin, por el hecho de que soy el hijo del gasolinero…
—Ya ves… —Le sonrío—. Bueno, no pienses en eso…
Me gustaría saber qué habría pasado si le hubiese dicho eso mismo a Alis, qué habría contestado ella. Después, lentamente, Nico se aproxima a mí.
—Eres preciosa…
Más cerca, cada vez más cerca… Dios mío…, ya huelo la cebolla. Socorro. ¿Y ahora qué hago?
—Perdona, Nico… —Me aparto volviéndome hacia el otro lado—. No te lo tomes a mal, pero es que apenas nos conocemos.
—Sí, tienes razón…
¡Carolina! Pero si así parece que le estés diciendo que quieres seguir viéndolo y que luego, querido Nico, ¿quién sabe?, ya veremos…
Bingo. Nico sonríe esperanzado.
—Bueno, una de estas noches podríamos salir a cenar…
Me mira muy seguro de sí mismo. Eso sí que no. Basta. El hecho de que no te importa que sea hijo del gasolinero se lo has demostrado ya. Ahora basta.
—Lo siento… —Entonces se me ocurre algo genial—. Pero ya salgo con un chico…
—¿Qué?
Vaya, no lo había pensado, ahora es capaz de decirme de todo, reprocharme que no se lo haya contado antes.
—Bueno, en realidad hemos roto. Nico…, es que no puedo dejar de pensar en él… En fin, que quería probar a salir contigo… Creía que podría…
Me viene a la mente una de esas estupideces que se oyen decir a veces.
—Ya sabes…, un clavo saca otro clavo…
Silencio. Sin embargo, Nico sigue sonriendo, todavía abriga alguna esperanza. ¡Y, de repente, me veo gorda, obesa, con un pecho enorme, embutida en un mono de gasolinero y lavando los cristales de los coches junto a la madre de Nico! A continuación, como en una especie de rápida metamorfosis, adelgazo en un abrir y cerrar de ojos, vuelvo a llevar puesta mi ropa, vuelvo a ser yo misma, la de siempre, libre…
—Pero, en lugar de eso, he comprendido que no hay nada que hacer, que todavía estoy obsesionada con él…
De nuevo, silencio.
—¿Lo entiendes, Nico? Es lo que hay, lo siento.
Poco después nos bajan y abandonamos la cabina. Me acompaña a casa sin pronunciar una palabra durante todo el trayecto.
—Gracias, me he divertido mucho. —En ocasiones se impone la mentira—. Ya nos llamaremos, ¿no?
—Sí, adiós. —Se despide con la boca pequeña y la espalda encorvada, disgustado.
Luego se aleja lentamente con la moto y me deja así, con el pececito en la mano.
Cuando llega al extremo de la calle, hace el caballito, alza la moto y echa a correr con una sola rueda, acelerando y frenando. Por suerte, no se cae. Sólo me habría faltado tener que acompañarlo al hospital.