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Authors: John Locke

Tags: #Tolerancia, #Liberalismo, #Empirismo, #Epistemología

Carta sobre la tolerancia y otros escritos

BOOK: Carta sobre la tolerancia y otros escritos
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Bajo el nombre de Carta sobre la tolerancia se engloban las cartas que John Locke publicó entre los años 1689 y 1690, y que ofrecen en buena medida las bases ideológicas esenciales para su teoría política expuesta por las mismas fechas en Dos tratados sobre el gobierno civil. Se divide en: Las dimensiones de la libertad, De la tolerancia a libertad religiosa, Las sectas protestantes, La defensa filosófica de la libertad, La cuestión de Inglaterra y propiamente, La Carta sobre la tolerancia. Para John Locke el hombre es un individuo libre que tiene derechos naturales (entre ellos su autoconservación y su espiritualidad) que serán inviolables tanto por terceros como por un Estado. Carta sobre la Tolerancia, desarrolla el concepto de la libertad individual, criticará la intolerancia y la coacción que tanto las sectas religiosas, como el Estado, pueden llevar a cabo en contra del individuo. Este concepto de libertad individual y tolerancia religiosa, que se traduce en la aparición de la libertad religiosa, es una de las bases sobre las que se asienta el gobierno civil de corte liberal que desarrollará John Locke en Dos Tratados sobre el Gobierno Civil.

John Locke

Carta Sobre la Tolerancia

y otros escritos

ePUB v1.0

Antares
01.03.12

Carta Sobre la Tolerancia

y otros escritos

John Locke

ISBN: 8495311704, 8420639834

Año de publicación: 1689-1690

Si no podemos poner fin a nuestras diferencias, contribuyamos a que el mundo sea un lugar apto para ellas.

John Fitzgerald Kennedy

Carta Sobre la Tolerancia

Ya que os es preciado, ilustrísimo señor, saber lo que pienso sobre la recíproca tolerancia entre los cristianos, habré de contestaros brevemente que considero que es ésta la característica primordial de la verdadera iglesia. Aunque algunos se jacten de antigüedad de lugares y nombres, del fasto de su culto externo, de la reforma de su disciplina (y todos de la ortodoxia de su fe, pues cada uno es, según su propio criterio, ortodoxo), éstas y otras cosas de igual naturaleza resultan más características de hombres que luchan por el poder que de aquellos que pertenecen a la iglesia de Cristo. Quien todo esto lo tuviere, si está desprovisto de caridad, de humildad, de benevolencia hacia todos los hombres del mundo, sin excluir a los paganos, no es cristiano. "Los reyes de las naciones imperan sobre ellas, pero no así vosotros" (Lucas, XXII, 25-26), dijo nuestro Salvador. Otro es el objetivo de la verdadera religión, la cual no ha existido para la pompa, el señorío de los prelados o la fuerza compulsiva, sino para asentar una vida guiada por la rectitud y la caridad. Quien deseara militar en la iglesia de Cristo debería guerrear contra sus propios vicios, contra su orgullo, contra su concupiscencia, pues de otro modo en vano se llamaría cristiano al faltarle santidad de vida, pureza de costumbres, bondad de corazón y mansedumbre "Una vez convertido, confirma a tus hermanos", dijo nuestro Señor a Pedro (Lucas, XXII, 32). Y difícilmente lograría convencer de ocuparse en la salvación ajena quien descuida la propia: sin abrazar la religión de Cristo con todo el corazón, no es posible interesarse sinceramente y con todas las fuerzas en hacer cristianos a los demás. Si creemos en el Evangelio y en los apóstoles, nadie puede ser cristiano sin caridad, sin la fe práctica que no nace de la fuerza sino del amor. Apelo a la conciencia de quienes torturan, maltratan, hieren y degüellan a otros hombres pretextando la religión para que declaren si los mueve la bondad o el amor filial. Y por cierto creeré que así lo hacen al ver que corrigen de la misma manera a sus amigos y familiares que pecan abiertamente contra los preceptos evangélicos, como al ver que persiguen a hierro y fuego a los miembros de su comunidad que están afectados por la corrupción del vicio y sin enmienda se hallan en peligro de perdición, al verlos atestiguar su amor y deseo de salvación infringiendo en sus allegados todo género de crueldades y tormentos. Pues si, como pretenden, es por caridad y deseo de salvar las almas de quienes despojan de bienes, mutilan el cuerpo, atormentan en prisión e incluso quitan la vida, ¿por qué permiten que "prostitución, fraude, maldades y otros horrores" (Romanos, I) que tanto saben a pagana corrupción, según el Apóstol, predominen impunemente en su grey? Estas cosas y otras semejantes son más contrarias a la gloria de Dios, a la pureza de la iglesia y a la salvación de las almas que cualquier convicción errada de conciencia respecto a decisiones de la iglesia o la abstención del culto público, sobre todo si ése se acompaña de una vida limpia. ¿Por qué, insisto, ese celo por Dios, por la iglesia, por la salvación de las almas? Celo ardiente que prefigura la hoguera y pasa desapercibido el mal y el vicio morales, contrarios a la profesión cristiana: ¿por que dirige todo su vigor a enderezar opiniones inaccesibles al vulgo o a discutir sobre las ceremonias? Cuando la causa de la disidencia de opiniones quede esclarecida, se sabrá cuál de los partidos que contienden sobre estos temas tiene razón, cuál es culpable de cisma y herejía, cuál mandará y cuál será el vencido. Y sólo quien siga a Cristo y abrace su doctrina, quien lleve su yugo, aunque abandonara padre, madre, ceremonias y asambleas, hombres y naciones, ese no será herético.

Pese a que las divisiones entre las sectas son sumamente opuestas a la salvación de las almas, el adulterio, la fornicación, la impureza, la lascivia, la idolatría y cosas semejantes no son menos obra de la carne, y respecto a ellas el Apóstol dice tajantemente que quienes tal hagan "no heredarán el reino de Dios" (Galileos, V, 21). Por ello, quien se sintiera sinceramente afanoso del reino de Dios y piense que debe extenderlo, ha de prestar su dedicación más a extirpar estas cosas que a terminar con las sectas. Quien obra de manera contraria y es duro y cruel contra los que no sostienen su opinión, es indulgente hacia los pecados y vicios indignos del hombre cristiano, demuestra claramente que no busca el reino de Dios sino otro.

Me maravilla grandemente y creo que también a los demás el que intente obligar a otro hombre, a quien desea salvar, por medio de torturas que lo matan y muchas veces en condición de no converso. Nadie creerá que tal comportamiento puede proceder de amor, benevolencia o caridad. Si los hombres deben ser obligados con hierro y fuego a abrazar cierta doctrina y deben ser reducidos a actuar por la fuerza en un culto exterior, sin prestar ojos a la vida interior, si se intenta convertir al heterodoxo imponiéndole lo que no cree y permitiéndole lo que el Evangelio censura en sus fieles, no es de dudar que quien así obrara desea un contingente de su misma opinión, mas ¿pensaríamos que anhela formar, mediante estas prácticas, una verdadera iglesia cristiana? Por esto no es extraño que quienes no luchan por una verdadera iglesia de Cristo usen armas que no pertenecen a la milicia cristiana. Si, imitando al guía de nuestra salvación, desearan la salvación de las almas, marcharían por sus huellas y seguirían el ejemplo de aquel príncipe de paz, que envió a sus soldados a conquistar naciones congregándolas en su iglesia, mas no armados con hierro u otra fuerza, sino acompañados tan solo del Evangelio de paz y con la santidad de las buenas costumbres. De haberse necesitado la fuerza para convertir a los infieles, para Él hubiera sido más fácil hacerlo con legiones celestiales que encomendarlo a cualquier patrono de la iglesia, por poderoso que fuera y por muchos seguidores que tuviera.

Tolerar a aquellos que difieren de los demás en asuntos de religión es asunto que concuerda con el Evangelio y con la razón, y extraña que ciertos hombres cieguen ante esta luz. Sin censurar el orgullo de algunos, el celo incompasivo de otros, sino remitiéndome a los defectos en sí, son éstos inherentes a lo humano, y nada humano queda exento de defecto. Mas nadie quiere que les sean abiertamente imputado, como nadie hay quien por su propio impulso, cubriéndose en la capa de honestidad, no busque ser alabado. Para que nadie cubra su ansia de persecución y su impía crueldad con el pretendido cuidado de la comunidad social o el respeto a la ley; de que otros se escuden en la religión para buscar libertad a sus desarreglos e impunidad para sus delitos; de que; haciéndose pasar por súbdito del príncipe o servidor de Dios se engañe a sí y a los demás, considero que es necesario distinguir el menester civil y el religioso estableciendo la frontera entre la iglesia y el Estado. Sin esto no se pondrá fin a las controversias entre quienes tienen o simulan tener interés por la salvación de las almas.

Considero que el Estado es una sociedad constituida para conservar y organizar intereses civiles, como la vida, la libertad, la protección personal, así como posesión de cosas exteriores, como tierra, dinero, enseres, etcétera.

Es deber del gobernante, por medio de leyes equitativas para todos cuidar de que todo el pueblo cada súbdito disfrute de la posesión justa de las cosas mundanas. La violación posible de alguien a estas disposiciones debe ser contenida por el temor al castigo, que consiste en la disminución de los bienes que se pueden gozar. Como nadie se deja castigar voluntariamente en sus bienes y menos en su libertad y en su propia vida, el magistrado tiene en sus manos el poder de todos los súbditos para imponer castigo a quien viole el derecho ajeno.

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