Es tarde cuando los borrachos empiezan a salir de los pubs. Es imposible que mi hombre pase inadvertido, aunque sólo sea por sus dimensiones. Grita adiós a sus compañeros sin saber que lo está haciendo por última vez. Giro con el taxi para ponerme en la dirección en que ha echado a andar. Aparece en mi espejo retrovisor y pasa de largo. Cuando lleva recorrido un trecho, pongo el coche en marcha y avanzo despacio. El sudor que noto es ahora un sudor normal, y sé que voy a hacerlo. Estoy concentrado en el ahora. No hay marcha atrás.
Me detengo a su lado y digo con suavidad:
—¿Quiere que le lleve, amigo?
Levanta la vista y eructa.
—No pienso pagarte.
—Suba. Está en bastante mal estado. Le llevaré gratis. —Al oír eso sonríe, escupe y rodea el coche hasta la portezuela del copiloto. Cuando entra empieza a decirme la dirección pero—: No se preocupe —digo—, sé dónde vive.
Algo a mi alrededor me anestesia. Algo sin lo cual no podría continuar. Recuerdo a Angelina y la forma en que la madre se vino abajo en el supermercado. Tengo que hacerlo.
«Tienes que hacerlo, Ed».
Asiento con la cabeza.
Saco el vodka del bolsillo y le ofrezco un trago. Agarra la petaca sin vacilar.
«Lo sabía —me felicito—. Un hombre como éste coge lo que quiere sin detenerse a pensar».
Un hombre como yo piensa demasiado.
—Si no te importa… —dice, y bebe un largo trago.
—Todo suyo —contesto.
No dice nada, pero sigue bebiendo mientras dejo atrás Edgar Street y pongo rumbo al oeste rodeando la parte de atrás del pueblo. Hay un lugar allí, al final de un camino de tierra, llamado la Catedral. Se trata de la cima rocosa de una montaña rodeada de kilómetros y kilómetros de matorral. No hemos salido aún del pueblo cuando se duerme. La petaca de vodka cae y se vuelca sobre su cuerpo mientras sigo conduciendo.
Conduzco durante más de media hora, doblo por el camino de tierra y continúo otra media hora. Llegamos justo pasada la una y cuando apago el motor se hace un silencio.
Hora de ponerse agresivo o, por lo menos, todo lo agresivo de que soy capaz.
Salgo del coche y camino hasta el lado del copiloto.
Le abofeteo la cara con la pistola.
Nada.
Le abofeteo de nuevo.
Al quinto intento se sobresalta momentáneamente al tiempo que nota el gusto de la sangre que mana de su nariz y su boca.
—Despierta —le ordeno.
Tartamudea unos instantes, ignorando dónde se encuentra y qué está pasando.
—Baja.
Le estoy apuntando con la pistola exactamente entre los ojos.
—Si te estás preguntando si está cargada, podría ser el último pensamiento que tengas en tu vida.
Todavía está grogui pero sus ojos se abren como platos. Baraja la posibilidad de hacer un movimiento brusco, pero enseguida comprende que a duras penas puede bajar del coche por su propio pie. Finalmente consigue salir y lo conduzco por el camino clavándole la pistola en la espalda.
—Te atravesaré la columna con esto —digo— y después te dejaré aquí tirado. Llamaré a tu esposa y a tu hija para que vengan y te vean. Podrán bailar a tu alrededor. ¿Te gustaría eso? ¿O debería atravesarte el cráneo y dejar que mueras deprisa? Te dejo elegir. —Cae al suelo, pero aun así le clavo las rodillas. Le inmovilizo con mis delgados huesos y le coloco la pistola en la nuca—. ¿Tienes ganas de morir? —La voz me tiembla pero conserva su dureza—. Te lo mereces, de eso puedes estar seguro. —Me aparto y ladro—: Ahora levántate y sigue andando o te mato aquí mismo.
Oigo un ruido.
Viene del suelo.
Me doy cuenta de que es el sonido de un hombre llorando. Esta noche, sin embargo, me trae sin cuidado. Tengo que matarle porque lentamente, casi sin esfuerzo, con un desprecio total, este hombre mata a su esposa y a su hija cada noche. Y sólo yo, Ed Kennedy, un vulgar arrabalero, tiene la oportunidad de poner fin a eso.
—¡Levántate! —Vuelvo a clavarle la pistola y echamos a andar hacia la cima, la Catedral.
Cuando la alcanzamos, le obligo a detenerse a unos cinco metros del filo. La pistola apunta hacia su cabeza. Estoy detrás de él, a unos tres metros. Nada puede ir mal.
Entonces.
Empiezo a temblar.
Empiezo a tiritar.
Empiezo a estremecerme y a convulsionarme ante la idea de matar a otro ser humano. El aura que antes me rodeaba ha desaparecido. La sensación de ser invencible me ha abandonado y de pronto soy consciente de que tengo que hacer esto envuelto únicamente por mi propia fragilidad humana. Respiro. Casi me vengo abajo.
Os pregunto:
¿Qué haríais si estuvierais en mi lugar? Decídmelo. ¡Os lo ruego, decídmelo!
Pero vosotros estáis lejos de aquí. Vuestros dedos pasan estas extrañas páginas que de algún modo vinculan mi vida con la vuestra. Vuestros ojos están a salvo. Esta historia no son más que unos centenares de páginas en vuestra mente. Para mí, es aquí. Es ahora. Tengo que llegar hasta el final, no hay más salida. Nada volverá a ser lo mismo. Mataré a este hombre y moriré por dentro. Quiero gritar. Quiero gritar, preguntar por qué. Las diseminadas estrellas caen como carámbanos esta noche, pero nada me alivia. Nada me ofrece una escapatoria. La figura que tengo delante se desmorona y permanezco erguido, esperando.
Esperando.
Intentando.
Alcanzar una respuesta mejor que esta.
Dios, noto la pistola tan rígida en mi mano. Está fría y caliente y resbaladiza y dura, todo al mismo tiempo. Tiemblo de forma incontrolada, consciente de que si hago esto, tendré que apretar el arma contra la carne del hombre para no fallar. Tendré que hundirla en él y mirar mientras lo cubre su sangre humana. Observaré cómo muere en un torbellino de violencia inconsciente, y hasta mientras me digo que estoy haciendo lo correcto sigo implorando una respuesta a por qué yo. ¿Por qué no Marv o Audrey o Ritchie?
The Proclaimers retumban en mi cabeza.
Imaginároslo.
Imaginaos matando a alguien acompañado por la tonada de dos repelentes escoceses con gafas y pelo cortado a cepillo. ¿Cómo podré volver a escuchar esa canción? ¿Qué haré si la ponen en la radio? Pensaré en la noche que asesiné a otro hombre, que le robé la vida con mis propias manos.
Tiemblo y espero. Tiemblo y espero.
Se pone a roncar. Durante horas.
Las primeras luces horadan el aire y cuando el sol sale, más próximo al este, decido que ha llegado el momento.
Le despierto con la pistola. Esta vez responde enseguida y me coloco de nuevo a tres metros de su espalda. Se levanta, intenta volverse pero se lo repiensa. Me acerco y sostengo la pistola detrás de su cabeza mientras digo:
—He sido elegido para hacerte esto. He estado observando lo que le haces a tu familia y no vas a hacerlo más. Asiente con la cabeza si me has entendido. —Obedece despacio—. ¿Eres consciente de que vas a morir por lo que has estado haciendo? —Esta vez no asiente. Le golpeo de nuevo—. ¿Y bien? —Asiente.
El sol le abofetea la cara desde el horizonte y hundo la pistola. Tengo el dedo en el gatillo. El sudor rueda por mi cara.
—Por favor —suplica. Al borde de una crisis nerviosa, se inclina hacia delante. Siente que morirá si cae del todo. Un sollozo perturbador se apodera de él—. Lo siento. Yo… No lo haré más, no lo haré más.
—¿No harás qué?
Habla con precipitación.
—Ya sabes…
—Quiero oírtelo decir.
—No la forzaré cuando llego…
—¿Forzaré?
—De acuerdo…, violaré.
—Mejor. Continúa.
—No lo haré más, lo prometo.
—¿Y cómo sé que puedo confiar en tu palabra?
—Puedes.
—No es la respuesta que quiero oír. Sacarías un cero en un examen. —Y hundo la pistola un poco más—. ¡Responde a la pregunta!
—Porque si lo hago me matarás.
—¡Voy a matarte! —Estoy enardecido ahora, bañado en sudor y en lo que estoy haciendo, tratando de creérmelo—. Pon las manos sobre la cabeza. —Lo hace—. Acércate al filo. —Lo hace—. Y ahora, ¿cómo te sientes? Piensa antes de responder. Mucho depende de que aciertes o te equivoques en tu respuesta.
—Me siento como se siente mi esposa cada noche cuando llego a casa.
—¿Muerto de miedo?
—Sí.
—Exacto.
Le sigo hasta el filo, le apunto con la pistola.
El gatillo se moja bajo mi dedo.
Los hombros me duelen.
«Respira —me recuerdo—. Respira».
Me invade un instante de paz y aprieto el gatillo. El estruendo me abrasa los oídos y, como el día del atraco al banco, ahora noto la pistola caliente y blanda en mi mano.
LAS PIEDRAS DE LA CASA
Siempre hay un después
S
equedad.
Salgo del coche a trompicones y me arrastro hasta la puerta mosquitera. Me embarga un sentimiento semejante a una completa y absoluta desolación. Viaja por mi interior. No. Zigzaguea. Ya no me importa ser un mensajero. La culpa me atenaza. Me la sacudo pero siempre vuelve. Nadie dijo que esto iba a ser fácil.
La pistola.
Aún siento en mi mano la pistola. La fusión del metal caliente y suave con la piel. Ahora se halla en el maletero del coche, otra vez fría y pétrea, haciéndose la inocente.
Mientras me dirijo al porche vuelvo a oír el cuerpo del hombre golpeando el suelo. Creo que el tipo no podía creer que siguiera vivo. Cada inhalación que hacía era un grito ahogado, con cada inhalación succionaba, acumulaba vida. Todo había terminado. Yo había disparado al sol, pero, como es lógico, el sol estaba demasiado lejos. En aquel momento me pregunté dónde había aterrizado la bala.
De regreso a casa, con los neumáticos desandando el camino, de vez en cuando me volvía hacia el asiento del copiloto. Estaba lleno de vacío. Probablemente lo que quedaba de un hombre que podría haber muerto yacía aún sobre la tierra plana, respirando polvo hasta revestirle los pulmones.
Ahora lo único que deseo es entrar en casa y abrazar a
Doorman
. Confío en que él también quiera abrazarme.
Compartimos un café.
«¿Está bueno?», le pregunto.
Impecable
, responde.
A veces me gustaría ser perro.
El sol se ha elevado y la gente ya está camino del trabajo. Sentado a la mesa de la cocina, estoy prácticamente seguro de que nadie de esta calle anónima, bañada de rocío, ha tenido una noche como la mía. Los imagino a todos levantándose para orinar o teniendo orgasmos en la cama mientras yo apuntaba con el cañón de una pistola al cuello de otro ser humano. «¿Por qué yo?», pienso, pero, como de costumbre, estoy lloriqueando, aunque siento que estoy en mi pleno derecho. Me habría gustado hacer el amor en lugar de intentar asesinar a una persona. Tengo la sensación de que he perdido algo, y el café se me está enfriando. La fetidez de
Doorman
me envuelve. Pese a mi inquieta cabeza, el sueño de
Doorman
me calma.
El teléfono suena muy pronto.
Oh, no, esto es más de lo que puedes manejar, Ed.
Los latidos de mi corazón se aceleran. Se enredan entre sí.
Un pulso incompetente.
Me siento.
Suena el teléfono.
Quince veces.
Paso por encima de
Doorman
, contemplo el auricular y finalmente decido contestar. La voz se me desmorona en la garganta.
—¿Diga?
La voz al otro lado está irritada pero por suerte pertenece a Marv. En segundo plano oigo a hombres trabajando. Martilleando. Blasfemando. Sosteniendo la voz de Marv.
—Caray, gracias por atender el maldito teléfono, Ed —me dice. Ahora mismo no estoy de humor para reproches—. Estaba empezando a pensar…
—Cierra el pico, Marv. —Le cuelgo.
Como era de esperar, el teléfono vuelve a sonar. Descuelgo.
—¿Se puede saber qué leches te pasa?
—Nada, Marv.
—No me vengas con cuentos, Ed, que he pasado una noche de perros.
—¿También tú intentaste matar a alguien?
Doorman
me mira como si estuviera preguntándome si la llamada es para él. Regresa de inmediato a su cuenco y sigue dándole lametazos, buscando efluvios de café diseminados.
—¿Otra vez esa tontería? —Tontería. Me encanta cuando un tío como Marv utiliza esa palabra—. He oído muchas excusas en mi vida, Ed, pero ésta se lleva la palma.
Me rindo.
—Olvídalo, Marv. No me pasa nada.
—Me alegro. —Marv siempre prefiere que yo no tenga nada que decir. Llega al tema que quería plantear desde el principio—. Bueno, ¿te lo has pensado?
—¿Si me he pensado qué?
—Ya sabes.
Elevo la voz.
—No, Marv, en este momento ignoro por completo de qué estás hablando. Es temprano, he estado fuera toda la noche y por la razón que sea ahora mismo no estoy emocionalmente preparado para esta pequeña charla de tú a tú. —Me entran ganas de colgar pero me contengo—. ¿Te importaría ayudarme y contarme exactamente de qué estamos hablando?
—Vale, vale. —Actúa como si en estos momentos yo fuera el mayor capullo del mundo y me estuviera haciendo un favor al no colgarme—. Los colegas se están preguntando si estás dentro o fuera.
—¿De qué?
—Ya sabes.
—Refréscame la memoria, Marv.
—Del Annual Sledge Game.
«Mierda —me reprendo—, el partido de fútbol que se juega descalzo. ¿Cómo es posible que lo haya olvidado? Soy un cabrón egoísta».