Cartas cruzadas (11 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: Cartas cruzadas
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—No he pensado mucho en ello, Marv.

Ahora está disgustado, y no se trata de un disgusto cualquiera. De hecho, está que arde. Me da un ultimátum.

—Pues ya estás espabilando, Ed. Comunícame en menos de veinticuatro horas si quieres jugar o pondremos a otra persona. Hay una larga lista de espera, ¿sabes? Esos partidos constituyen una tradición muy codiciada. Tenemos a tíos como Jimmy Cantrell y Horse Hancock deseando entrar…

Desconecto. ¿Horse Hancock? No quiero ni pensar quién demonios puede ser. Únicamente cuando el teléfono comienza a emitir pitidos me percato de que Marv me ha colgado. Le llamaré más tarde y le diré que quiero jugar. Puede que tenga suerte y alguien me parta el cuello sobre una enorme parcela de hierbajos.

No estaría mal.

En cuanto cuelgo voy hasta el taxi con una bolsa de plástico y saco el objeto de mi culpa del maletero. Lo devuelvo al cajón e intento olvidarlo. No lo consigo.

Duermo.

Tendido en la cama, las horas se adormecen a mi alrededor.

Sueño con anoche, con el sol arrollador de la mañana y con la tiritera de un hombretón. ¿Habrá regresado ya al pueblo? ¿Pudo volver andando o, por el contrario, consiguió que alguien lo llevara? Trato de no pensar en ello. Cada vez que esos pensamientos trepan por la cama, ruedo sobre mi espalda para aplastarlos. Se escabullen.

Tengo la sensación de que es por la tarde cuando despabilo del todo y no son más que las once. El morro húmedo de
Doorman
me besa la cara. Devuelvo el taxi, regreso a casa y saco a pasear a
Doorman
.

—Mantén los ojos bien abiertos —le digo cuando salimos a la calle. La paranoia se ha adueñado de mí. Pienso en el individuo de Edgar Street pese a saber que probablemente sea el menor de mis problemas. De quien debo preocuparme es de la persona que me envió el As de diamantes. Tengo el presentimiento de que sabe que he completado el naipe y que me enviará otro en cualquier momento.

Picas. Corazones. Tréboles.

Me pregunto cuál será el próximo naipe que aterrice en mi buzón. Picas es el palo que más que inquieta, creo. El As de picas me da miedo, siempre me lo ha dado. Intento no pensar en ello. Me siento observado.

Entrada la tarde damos un largo paseo y acabamos en casa de Marv, donde hay un montón de tíos charlando en el jardín de atrás. Cuando llego, grito. Marv tarda en oírme, y cuando se acerca le digo:

—Cuenta conmigo, Marv.

Me estrecha la mano como si acabara de pedirle que sea el padrino de mi boda. Para Marv es importante que juegue porque llevamos varios años juntos en esto y quiere convertirlo en una tradición. Él cree en ello y me doy cuenta de que no debería menospreciarlo.

Miro a Marv y a los demás.

Nunca se marcharán de este pueblo. No sentirán ese deseo, y está bien.

Charlo con Marv un rato más e intento marcharme a pesar de que varios hombres con nevera portátil me ofrecen cerveza. Visten bermudas, camiseta sin mangas y chanclas. Marv me acompaña hasta la verja, donde
Doorman
aguarda. Tras alejarme unos metros, Marv me llama.

—¡Eh, Ed!

Me vuelvo.
Doorman
no. Marv le importa muy poco.

—Gracias.

—De nada. —Y sigo andando.

Dejo a
Doorman
en casa, voy hasta el aparcamiento de
VACANT
y ficho. Mientras cruzo el pueblo en coche vuelvo a darle vueltas a lo de anoche. Fragmentos de lo sucedido asoman por el borde de la carretera y avanzan al lado del taxi. Cada vez que una imagen pierde velocidad y cae, es sustituida por otra. Durante un instante, cuando me miro en el espejo retrovisor no me reconozco. No siento que sea yo. Ni siquiera parezco recordar quién es Ed Kennedy.

No siento nada.

Un aspecto positivo es que al día siguiente no trabajo.
Doorman
y yo nos sentamos en el parque de la calle mayor del pueblo. Es por la tarde y he comprado un par de helados. Cucuruchos de dos sabores. Mango y choconaranja para mí. Goma de mascar y capuchino para
Doorman
. Estamos muy a gusto sentados a la sombra. Observo con detenimiento cómo
Doorman
se abalanza delicadamente sobre el dulce sabor y ablanda el cucurucho con su baba. Es una criatura hermosa.

Unas pisadas pliegan la hierba a nuestra espalda. Mi corazón se detiene.

Veo una sombra.
Doorman
sigue comiendo. Una criatura hermosa, pero un perro guardián inútil.

—Hola, Ed.

Conozco la voz.

La conozco y me repliego hacia dentro. Es Sophie. Veo fugazmente sus atléticas piernas cuando me pregunta si puede sentarse.

—Por supuesto —digo—. ¿Quieres un helado?

—No, gracias.

—¿No te apetece compartir el de
Doorman
?

Ríe.

—No, gracias… ¿
Doorman
?

Nuestras miradas se encuentran.

—Es una larga historia.

Nos quedamos callados, a la espera, hasta que recuerdo que soy el mayor de los dos y, por tanto, me corresponde a mí iniciar la conversación.

Pero no lo hago.

No quiero manchar la compañía de esta chica con una charla frívola.

Es preciosa.

Su mano desciende para acariciar suavemente a
Doorman
. Permanecemos en silencio una media hora. En un momento dado me percato de que me está mirando a la cara. Su voz me penetra.

—Te echo de menos, Ed —dice.

Lo fuerte es que lo dice en serio. Es tan joven, y yo también la echo de menos. ¿O me aferro a ella porque fue un buen mensaje? Creo que echo de menos su pureza y su sinceridad.

Siente curiosidad.

Lo noto.

—¿Todavía corres? —pregunto, negándolo.

Asiente educadamente y me sigue el juego.

—¿Descalza?

—Claro.

Todavía luce un rasguño en la rodilla izquierda, pero cuando lo contemplamos no hay pesar en sus ojos. Está contenta, y el hecho de que se sienta bien conmigo hace que yo también me sienta bien.

«Estás tan bella cuando corres descalza», pienso, pero no me atrevo a expresarlo en alto.
Doorman
apura su helado y lame las palmas de la mano y los dedos de Sophie.

A nuestra espalda suena un bocinazo y los dos sabemos que es para ella. Se levanta.

—Tengo que irme.

No hay adiós.

Sólo pasos y una pregunta cuando se vuelve hacia mí.

—¿Estás bien, Ed?

Me vuelvo y cuando la miro no puedo evitar sonreír.

—Estoy esperando —respondo.

—¿Qué?

—El siguiente As.

Es inteligente y sabe qué decir.

—¿Estás preparado?

—No. —Y me resigno a un hecho evidente—. Pero lo recibiré de todos modos.

Se aleja y advierto que su padre me está observando desde el coche. Espero que no piense que soy un sinvergüenza o algo por el estilo, que se dedica a sentarse en los parques para aprovecharse de adolescentes inocentes. Sobre todo después del incidente de la caja de zapatos.

Noto el morro de
Doorman
en la pierna. Levanta la vista para mirarme con sus adorables ojos de perro viejo.

—¿Y bien, amigo? —le pregunto—. ¿Qué será? ¿Corazones, tréboles o picas?

¿Qué me dices de otro helado?
, propone.

No es una gran ayuda que digamos.

Me como el cucurucho y nos levantamos. Me doy cuenta de lo rígido y dolorido que aún estoy por lo ocurrido en la Catedral. Un intento de asesinato tendría ese mismo efecto en vosotros.

La visita

Transcurre un tercer día, y todavía nada.

He pasado por Edgar Street y la casa está a oscuras. La mujer y la hija duermen y el marido sigue sin dar señales de vida. He barajado la posibilidad de volver a la Catedral para comprobar si saltó o si le sucedió alguna otra cosa.

Pero…

¿Cómo puedo ser tan burro?

Tenía que matar al hombre y aquí estoy, preocupándome por su bienestar. Me siento culpable por todo lo que le hice, pero también me siento culpable por no haberle matado. Después de todo, para eso me enviaron. Creo que la presencia de la pistola en mi buzón lo dejaba bien claro.

Puede que consiguiera llegar hasta la carretera y echara a andar. Puede que se arrojara por el precipicio.

Me detengo antes de pensar en todos los escenarios posibles. Dentro de unos días ya no tendré tiempo de preocuparme por eso. Unos pocos días.

Regreso una noche de jugar a las cartas y la casa huele diferente. Está el olor de
Doorman
, pero hay algo más. Huele a un tipo de masa. A empanadas.

Me aproximo a la cocina con cautela y advierto que la luz está encendida. Hay alguien sentado en mi cocina comiendo empanadas que ha sacado del congelador y calentado en el horno. Puedo oler la carne tratada y la salsa. Siempre se puede oler la salsa.

Presa de un absurdo optimismo, busco algo que emplear como arma, pero no hay nada en mi camino salvo el sofá. Cuando llego a la cocina veo una figura solitaria.

Me quedo paralizado.

Sentado a la mesa, con un pasamontañas, hay un hombre comiendo una empanada de carne con salsa. Me asaltan numerosas preguntas pero ninguna tiene respuesta. No todos los días llegas a casa y te encuentras con algo así.

Mientras medito sobre qué hacer, caigo en la cuenta, presa del pánico, de que tengo a otro detrás.

«No».

Un lametón me despierta.
Doorman
.

«Gracias a Dios que estás bien», le digo. Se lo comunico cerrando los ojos con alivio. Otro lametón y la sangre que rueda por mi cara le tiñe la lengua de rojo. Me sonríe.

—Yo también te quiero —digo, y mi voz suena como un rumor. No sé si ha salido o no, o si es real. Eso me hace reparar en que no oigo nada fuera de mí. Todo es interno y como estático.

«Muévete», me digo, pero no puedo. Me siento pegado al suelo de la cocina. Cometo el error de intentar recordar qué ha sucedido. Eso sólo hace que un ruido me recorra por dentro y que la cara de
Doorman
, cernida sobre mí, se deforme. Lo siento como un presagio de muerte. Un prólogo, quizá.

Mi mente se repliega. Para dormir.

Caigo en mi interior y me siento atrapado. Atravieso varias capas de oscuridad y estoy a punto de alcanzar el fondo cuando una mano tira de mi garganta y me devuelve a la dolorosa realidad. Alguien está literalmente arrastrándome por la cocina. La luz fluorescente me acuchilla los ojos y el olor a empanadas y salsa me revuelve el estómago.

Me incorporan hasta dejarme sentado en el suelo, semiconsciente, mientras me aguanto la cabeza con las manos. Al cabo de un rato las dos figuras se funden con la nebulosidad y puedo distinguirlas bajo la luz de la cocina.

Están sonriendo.

Me lanzan sonrisas desde el interior de dos gruesos pasamontañas. Son algo más altas que la media y ambas fuertes y musculosas, sobre todo comparadas conmigo.

Dicen:

—Hola, Ed.

—¿Cómo te encuentras, Ed?

En mis pensamientos estoy pisando agua.

—Mi perro —gimo. La cabeza se me hunde entre las manos y las palabras zozobran. He olvidado que fue
Doorman
el que me ayudó a volver en mí.

—Necesita un baño —dice uno de ellos.

—¿Está bien? —Palabras quedas. Palabras asustadas que tiemblan y luchan por permanecer en el aire.

—Y un collar antipulgas.

—¿Pulgas? —respondo. Mi voz se desparrama por el suelo—. Mi perro no tiene pulgas.

—Entonces, ¿esto qué es?

Uno de los hombres me agarra suavemente del pelo para alzarme la cabeza y me enseña el antebrazo lleno de picaduras.

—No son de
Doorman
—digo al tiempo que me pregunto por qué diablos opto por mostrarme obstinado en esa situación.

—¿
Doorman
? —Como a Sophie, a estos intrusos les extraña el nombre.

Lo confirmo asintiendo con la cabeza que, para mi sorpresa, me despabila.

—Oye, con pulgas o sin pulgas, ¿está bien o no?

Los dos se miran y uno de ellos le da otro bocado a su empanada.

—Daryl —dice con calma—, no sé si me gusta el tono de Ed en este preciso instante. Es… —Se esfuerza por encontrar la palabra—. Es…

—¿Agrio?

—No.

—¿Desagradecido?

—No. —Pero ya lo tiene—. Peor. Irrespetuoso. —Pronuncia la última palabra con completo y quedo desprecio. Me habla mirándome directamente a la cara. Sus ojos me previenen más de lo que lo hace su boca. Por dentro me digo que tal vez debería echarme a llorar, suplicarles que no hagan daño a mi perro bebedor de café.

—Por favor —digo al fin—. No le han hecho daño, ¿verdad?

Los ojos duros se ablandan.

Niega con la cabeza.

—No.

La mejor palabra que he oído en mi vida.

—Pero como perro guardián es un inútil —dice el que sigue comiendo empanada sumergiéndola en la salsa que inunda el plato—. ¿Sabes que siguió durmiendo cuando entramos?

—Lo creo.

—Y cuando despertó entró en la cocina buscando comida.

—¿Y?

—Le dimos empanada.

—¿Caliente o congelada?

—¡Caliente, Ed! —Parece ofendido—. No somos unos salvajes, ¿sabes? De hecho, somos bastante civilizados.

—¿Me habéis dejado algo?

—Lo siento, el perro se comió la última.

«Será tragón», pienso, pero no puedo reprochárselo. Los perros comen lo que les echen. No puedo pelear con la naturaleza. En cualquier caso, trato de sorprenderles.

Disparo.

Una pregunta rápida.

—¿Quién os envía?

Una vez en el aire, mi pregunta pierde el paso. Las palabras flotan. Me levanto despacio y ocupo una de las sillas vacías. Me siento algo más cómodo sabiendo que todo esto es parte de lo que sucede a continuación.

—¿Quién nos envía? —El otro tipo toma ahora las riendas—. Buen intento, Ed, pero sabes que no podemos decírtelo. Nada nos gustaría más, pero ni siquiera nosotros lo sabemos. Simplemente hacemos el trabajo y nos pagan.

Estallo.

—¿Cómo? —Es una acusación, no una pregunta—. ¡A mí nadie me paga! Nadie me da…

Me cae un guantazo.

Potente.

El tipo vuelve a sentarse y sigue comiendo. Sumerge la última corteza de empanada en el enorme charco de salsa de su plato.

«Te echaste más de la necesaria —pienso—. Muchas gracias».

Mastica parsimoniosamente la costra, engulle una parte y dice:

—¡Deja de quejarte, Ed! Todos tenemos nuestras obligaciones aquí. Todos sufrimos. Todos soportamos reveses por el bien supremo de la humanidad.

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