Cuando termina de contar la historia, miro a Ritchie.
Quiero hacer que se sienta incómodo, arrancarlo de donde está y ponerlo en su cocina a la una de la madrugada. Si pudiera lograr eso, quizá comprendería mejor lo que siente. Sólo tengo que encontrar el momento oportuno.
Éste llega media hora después, cuando propone que hagamos una timba en su casa dentro de unos días.
—¿Sobre las ocho? —pregunta.
Cuando aceptamos y nos disponemos a marcharnos, digo:
—Así podrías contarme qué emisora escuchas. —Me obligo a ser cruel y calculador—. El programa de madrugada debe de ser excelente.
Me mira.
—¿De qué estás hablando, Ed?
—De nada —digo, y lo dejo ahí, pues he vuelto a ver esa expresión en su cara y sé qué significa. Sé exactamente qué cara tiene y qué siente Ritchie cuando se sienta bajo la luz inmóvil de la cocina.
Penetro en la negrura de sus ojos y lo encuentro en las profundidades, buscando en un laberinto de avenidas anónimas y vacías. Camina solo. Las calles cambian y giran a su alrededor, pero en ningún momento altera el paso o el ánimo.
—Me está esperando —dice Ritchie cuando echo a andar a su lado en las profundidades.
Tengo que preguntárselo.
—¿Qué te está esperando, Ritchie?
Al principio se limita a seguir caminando. Sólo cuando bajo la vista hacia nuestros pies me percato de que no estamos avanzando. Es el mundo el que se mueve, las calles, el aire y las parcelas oscuras de cielo interior.
Ritchie y yo no nos movemos.
—Está allí —imagino que dice—. En algún lugar. —Camina ahora con más determinación—. Quiere que vaya a buscarlo. Quiere que lo coja. Todo se detiene ahora.
Lo veo tan claro en los ojos de Ritchie.
Dentro de ellos, digo:
—¿Qué te está esperando, Ritchie?
Pero lo sé.
Lo sé con certeza.
Sólo espero que pueda encontrarlo.
Cuando todos se han ido comparto otro café con
Doorman
. Después de una media hora nos interrumpe un golpe en la puerta.
«Ritchie», pienso.
Doorman
parece asentir con la cabeza cuando voy a abrir.
—Hola, Ritchie —le saludo—. ¿Has olvidado algo?
—No.
Le invito a pasar y nos sentamos a la mesa de la cocina.
—¿Café?
—No.
—¿Té?
—No.
—¿Cerveza?
—No.
—Caray, qué quisquilloso.
Responde a este comentario con un silencio, pero luego me mira. Entornando los párpados, me pregunta:
—¿Me has estado siguiendo?
Le miro a mi vez y digo:
—Yo sigo a todo el mundo.
Se mete las manos en los bolsillos.
—¿Eres un pervertido?
Qué curioso, es lo mismo que me preguntó Sophie. Me encojo de hombros.
—No más que el resto, supongo.
—¿Podrías dejar de hacerlo?
—No.
Acerca su rostro un poco más al mío.
—¿Por qué no?
—No puedo.
Me mira como si estuviera intentando engañarle. Sus ojos negros dicen: «¿Por qué no te explicas, Ed?», de modo que lo hago.
Entro en mi dormitorio, saco los naipes del cajón y regreso a la mesa.
—¿Recuerdas cuando en septiembre recibí aquel primer naipe en el correo? Te dije que lo había tirado, pero no era cierto —suelto apresuradamente. Le miro—. Y ahora tú estás en uno de los naipes, Ritchie. Eres uno de los mensajes.
—¿Estás seguro? —Intenta insinuar que podría tratarse de un error, pero no estoy dispuesto a escucharlo. Me limito a negar con la cabeza y noto que el sudor se me acumula en las axilas.
—Lo estoy —le digo.
—Pero ¿por qué?
Ritchie me está implorando, pero no consiento que eso me condicione. No puedo permitir que por motivo alguno se escabulla de ese lugar oscuro de su interior, donde su orgullo está desparramado por el suelo en alguna habitación oculta. Al final hablo sin emoción.
—Ritchie, eres una vergüenza para ti mismo —digo.
Me mira como si hubiera disparado a su perro o le acabara de decir que su madre ha muerto.
Todas las noches se sienta en esa cocina y digan lo que digan las voces de la radio, las palabras son siempre las mismas. Son las palabras que acabo de pronunciar y los dos lo sabemos.
Ritchie clava la mirada en la mesa.
Yo miro por encima de su hombro. Ritchie permanece inmóvil, como una herida.
Pasamos así un buen rato, hasta que llega un olor inequívoco.
Doorman
ha entrado en la cocina.
—Eres un buen amigo, Ed —dice finalmente Ritchie, y recupera su habitual expresión relajada. Se esfuerza por mantenerla—. Y tú —le dice a
Doorman
— hueles a cloaca.
Se levanta y se va.
Las palabras resuenan a mi alrededor mientras la Kawasaki arranca y se aleja por la calle oscura y queda.
Has estado un poco duro, Ed
, dice
Doorman
.
Nos quedamos un rato callados.
La noche siguiente vuelvo a encontrarme delante de casa de Ritchie. Algo me dice que no puedo transigir. Distingo su figura en la cocina, pero esta vez sale de la casa con la radio en una mano y una botella en la otra.
—Eh, Ed.
Salgo.
—Vamos al río —dice.
El río transcurre pasado el pueblo y nos sentamos allí tras el paseo desde casa de Ritchie. Nos pasamos la botella. La radio habla quedamente.
—¿Sabes una cosa, Ed? —Dice Ritchie al cabo de un rato—. Antes pensaba que tenía el síndrome de fatiga crónica… —Se interrumpe, como si de pronto hubiera olvidado lo que se disponía a decir.
—¿Y? —pregunto.
—¿Qué?
—Fatiga crónica…
—Ah, sí. —Lo retoma—. Pues eso, que pensaba que lo tenía, pero luego me di cuenta de que, en realidad, lo que me pasa es que soy uno de los tíos más vagos del planeta.
Suena gracioso, la verdad.
—No eres el único.
—Pero la mayoría de la gente tiene trabajo, Ed. Hasta Marv tiene un trabajo. Hasta tú.
—¿Qué quieres decir con hasta yo?
—Bueno, digamos que no eres la persona más motivada que conozco.
Lo admito.
—Has acertado bastante. —Bebo un trago—. Y no consideraría conducir un taxi un trabajo de verdad.
—¿Qué es entonces? —pregunta Ritchie.
Lo medito antes de contestar.
—Una excusa.
Ritchie no me replica porque sabe que tengo razón.
Seguimos bebiendo y el río sigue corriendo.
Ha pasado por lo menos una hora.
Ritchie se levanta y entra en el río. El agua le llega hasta las rodillas. Dice:
—Así son nuestras vidas, Ed. —Se ha quedado con la idea de que las cosas nos pasan por delante y siguen de largo—. Tengo veinte años y… —El tatuaje de Hendrix-Pryor me guiña un ojo bajo la luz de la luna—. Mírame, no hay una sola cosa que desee hacer.
Es increíble lo brutal que puede ser a veces la verdad. Por fuerza tienes que admirarla.
Normalmente vamos por la vida creyéndonos constantemente lo que nos decimos. «Estoy bien», decimos. «Estoy genial». Pero de vez en cuando la verdad se te echa encima y no puedes sacudírtela. Entonces te das cuenta de que a menudo esa verdad no es una respuesta, sino una pregunta. Incluso ahora, me pregunto hasta qué punto me convence mi vida.
Me levanto y me uno a Ritchie en el río.
Estamos dentro, con el agua hasta las rodillas, y la verdad nos ha bajado los pantalones.
El río sigue su curso.
—¿Ed? —dice Ritchie más tarde. Seguimos en el agua—. Sólo deseo una cosa.
—¿Qué, Ritchie?
Su respuesta es simple:
—Desear.
Dios bendiga al hombre de la barba,
la boca desdentada y la pobreza
Al día siguiente Ritchie pasa del pub y las apuestas y se pone a buscar trabajo. En cuanto a mí, también he reflexionado mucho sobre lo que dijimos anoche en el río.
Estoy conduciendo por la ciudad a gente que me dice lo que debo hacer y adónde debo ir. La observo. Hablo con ella. Hoy el tiempo es agradable. El tiempo siempre es algo.
¿Estoy quejándome?
¿Protestando?
No.
Esto es lo que elegí hacer.
«Pero ¿es lo que quieres?», pregunto.
Durante algunos kilómetros me miento diciendo que sí. Intento convencerme a mí mismo de que así es exactamente como quiero que sea mi vida, pero sé que no es cierto. Sé que conducir un taxi y alquilar una choza de cemento fibroso no puede ser la respuesta definitiva a mi vida. No puede serlo.
Tengo la sensación de que en un momento dado me senté y dije: «Bien, éste es Ed Kennedy».
Tengo la sensación de que en algún momento me presenté.
A mí mismo.
Y aquí estoy.
—Oye, ¿vamos bien por aquí? —pregunta un cliente gordo y trajeado desde el asiento de atrás.
Le miro por el retrovisor y digo:
—No lo sé.
Los siguientes días transcurren tranquilos. Jugamos a las cartas una noche y caigo en la cuenta de que necesito dedicarme a Marv. Con Ritchie ya en marcha, Marv es el siguiente en la lista.
Le observo con el rabillo del ojo mientras me pregunto: «¿Qué diablos hago con Marv?». Trabaja. Tiene dinero. Es cierto que tiene el peor coche de la historia pero no parece importarle, pues no tiene intención de invertir un solo centavo en un coche nuevo. Así pues, ¿qué puede desear Marv?
¿Qué podría necesitar?
Con los demás mensajes esperaba que la solución llegara por sí sola.
Con Marv no estoy seguro de que vaya a ser así. Con él tengo una sensación diferente. Siento que la solución reside en algún lugar que transito a menudo pero en el que nunca reparo. Probablemente la veo cada día, pero existe una gran diferencia entre ver y mirar.
De alguna manera, Marv me necesita.
No sé qué hacer.
Mi indecisión se prolonga otras veinticuatro horas. Nochevieja ha llegado y se ha ido. Los fuegos artificiales han barrido el cielo de la ciudad. Patanes borrachos me han decorado el taxi, euforia desatada que sólo puede terminar en sábanas empapadas de aliento a cerveza y el peso de mañana.
La gente fue a casa de Ritchie esta vez, y yo me aseguré de pasarme hacia la medianoche. Sus padres daban una fiesta. Estreché las manos de Marv, Ritchie y Simon. Besé a Audrey en la mejilla y le pregunté cómo había conseguido librar esa noche. Pura chiripa, al parecer.
Después de eso volví al trabajo y, hacia el alba, a casa, junto a
Doorman
. Aquí estoy ahora. Compartimos una larga bebida de celebración y digo:
—Por ti, señor
Doorman
. Por que vivas otro año. —Bebe, camina hasta la puerta y se tumba.
Me noto muy circunspecto para ser Nochevieja. Será porque este año no estoy de humor para celebraciones. En parte porque pienso en mi padre, que ya no está aquí para participar de esa clase de fiestas. Navidad. Nochevieja. No porque alguna vez hubiera estado lo bastante sobrio para dejar huella, pero me afecta de todos modos.
Retiro las toallas del cuarto de baño, así como el roñoso trapo de la cocina. Ésa era una de las rarezas o supersticiones de mi padre. Nunca dejes nada a secar mientras el sol del nuevo año esté saliendo. Una porquería de legado, lo sé, pero es preferible a nada.
La otra razón de mi extraño humor es Marv y lo que debo hacer con él. Hago repaso de muchas cosas, de lo que ha dicho y hecho últimamente.
Pienso en el Sledge Game y en su patético coche. Y en que prefiriera besar a
Doorman
a aceptar celebrar la timba de cartas navideña en su casa.
Cuarenta mil dólares en el banco pero siempre tan tacaño con el dinero.
«Siempre», pienso, y la pregunta me asalta unas noches después, mientras estoy viendo una película: «¿Qué pretende hacer Marv con cuarenta mil dólares?».
¿Qué necesita hacer Marv con el dinero?
Ése es el mensaje.
Recuerdo lo que Daryl y Keith me dijeron de Ritchie. Dijeron que yo debería saber qué necesitaba porque es uno de mis mejores amigos. Eso casi me insta a creer que también debería saber qué necesita Marv.
«Puede que lo tenga justo delante de las narices», me digo, pero no se me ocurre nada y llego a la conclusión de que lo que tengo que hacer con Marv es conocerle mejor para sonsacarle el mensaje.
Me siento en mi porche con
Doorman
y el sol poniente. Medito sobre tres tácticas para Marv.
Primera táctica: discutir con él.
Sólo tendría que sacar a relucir el tema de su coche y de por qué se niega a comprarse uno nuevo.
El peligro aquí reside en que Marv podría cabrearse lo bastante para darse media vuelta y largarse sin soltar prenda. Y eso sería un auténtico desastre.
Las ventajas de esta opción es que el asunto podría resultar divertido e incluso podría animar a Marv a comprarse un coche nuevo.
Segunda táctica: emborracharlo tanto que suelte el mensaje sin detenerse a pensar.
Riesgos: para inducir a Marv a un sopor etílico tal vez necesite llegar yo también a ese mismo estado. Eso nublaría mi capacidad de comprensión y no digamos de recordar lo que tengo que hacer.
Ventajas: no implica extracción de mensaje. Simplemente estaría confiando en que lo soltara en algún momento. Sumamente improbable, me digo, pero quizá merezca la pena intentarlo.
Tercera táctica: dejarme de rodeos y preguntárselo directamente. Ésta es la opción más peligrosa porque Marv podría ponerse terco (sabemos que puede serlo) y negarse a contarme nada. Si a Marv le incomoda mi repentino interés por él (hay que reconocer que por lo general me comporto como si lo suyo me trajera sin cuidado), eso podría echar por tierra las demás posibilidades.
Las ventajas son que se trata de una táctica franca y abierta y que apenas requiere mantenimiento. O funciona o no funciona, lo que depende, en gran parte, de la elección del momento.
¿Qué táctica debería probar primero?
Es una pregunta difícil y únicamente cuando le he dado varias vueltas encuentro la respuesta correcta.
Ocurre lo impensable.
Una cuarta posibilidad se extiende ante mí y aterriza en mi mano.
¿Dónde?
En el supermercado.
¿Cuándo?
El jueves por la noche.
¿Cómo?
Así:
Entro a comprar comida para dos semanas y salgo peleándome con las bolsas. Ya están cortándome las manos, así que las dejo en el suelo para recolocarlas.