—¿Qué puedo hacer por ti?
—Bueno, tiene que ver con sus películas.
—Ya sabes que puedes venir a ver lo que te…
—Chist, sólo dígame, Bernie, sólo dígame todo lo que sepa sobre estos títulos. —Saco el As de corazones, aunque podría recitárselos de memoria—.
La maleta
,
La ingenua explosiva
y
Vacaciones en Roma
.
Bernie enseguida se pone en harina.
—
Vacaciones en Roma
la tengo, pero las otras dos no. —Me inunda de datos—.
Vacaciones en Roma
está considerada por muchos una de las mejores películas protagonizadas por Gregory Peck. Fue rodada en 1953 y dirigida por William Wyler, famoso por
Ben-Hur
. Se rodó con extraordinaria belleza en Roma y destacó por la soberbia interpretación de Audrey Hepburn…
Continúa hablando, muy deprisa, pero rebobino hasta una de las palabras que ha mencionado.
«Audrey», pienso.
—Audrey —digo.
—Sí. —Me mira, desconcertado por mi ignorancia—. Sí, Audrey Hepburn. Y era absolutamente mar…
«No, no diga maravillosa —suplico—. Esa palabra es de Milla».
—¡Audrey Hepburn! —digo, casi gritando—. ¿Qué puede decirme de las otras dos?
—Bueno, tengo un catálogo aún más amplio que el que te enseñé la última vez —explica Bernie—. Contiene prácticamente todas las películas estrenadas. Actores, directores, cámaras, bandas sonoras, partituras, todo.
Trae el grueso libro y me lo tiende. En primer lugar,
La ingenua explosiva
. En cuanto encuentro la página, leo en voz alta:
—«Lee Marvin interpretando uno de sus papeles más célebres…». —Me interrumpo porque lo he encontrado. Regreso y vuelvo a leer el nombre—. Lee Marvin.
Ahora paso a
La maleta
.
Nada más dar con ella, leo los nombres de los actores y el director. El director de
La maleta
es un tal Pablo Sánchez. Él y Ritchie tienen el mismo apellido.
Y yo tengo mis tres direcciones.
Ritchie. Marv. Audrey.
Me invade una euforia repentina que enseguida se convierte en angustia.
«Espero que los mensajes sean buenos», pienso, pero algo me dice que no serán tarea fácil. Tiene que haber una buena razón para que hayan dejado estos tres para el final. Además de ser mis amigos, también serán los mensajes más difíciles de entregar. Lo presiento.
Sostengo el naipe y devuelvo el catálogo al mostrador.
Bernie está preocupado.
—¿Qué ocurre, Ed?
Le miro y digo:
—Deséeme suerte, Bernie. Deséeme fuerzas para hacer esto.
Salgo a la calle con el naipe todavía en la mano. Una vez fuera, me enfrento a la oscuridad y la incertidumbre de lo que ocurrirá a continuación.
Siento el miedo, pero camino deprisa hacia él.
El olor a calle intenta apresarme, pero me lo sacudo y sigo andando. Cada vez que un escalofrío trepa por mis brazos y mis piernas, aprieto el paso mientras me digo que si Audrey me necesita, y también Ritchie y Marv, debo apurarme.
A correr.
Mi primer impulso es ir directamente a casa de Audrey.
Quiero llegar cuanto antes para ayudarla sea cual sea el problema que pueda tener. Ni siquiera me atrevo a considerar la posibilidad de que tenga que hacer algo desagradable.
«Simplemente llega de una vez», me digo, pero de pronto saco el naipe y lo sostengo ante mis ojos.
Compruebo el orden.
Ritchie. Marv. Audrey.
Instintivamente, sé que debo seguir ese orden. Audrey se halla en último lugar por alguna razón. El primero es Ritchie.
—Sí —convengo, y sin aminorar el paso pongo rumbo a Bridge Street, a casa de Ritchie. Tomo el camino más corto y mis pies dan pasos cada vez más largos y prestos.
«¿Me estoy dando prisa para despachar los primeros dos y llegar cuanto antes a Audrey?», me pregunto, pero no obtengo respuesta.
Me concentro en Ritchie.
La imagen de su cara me asalta cuando paso por debajo de las ramas de un árbol. Voy esquivando las hojas y lo aparto de mi vista mientras oigo su voz y sus constantes comentarios durante las timbas. Recuerdo lo mucho que disfrutó con el beso que Marv le dio a
Doorman
.
«Ritchie —pienso—. ¿Qué mensaje debo entregarle a Ritchie?».
La esquina de Bridge Street aparece más adelante.
Mi pulso sufre un espasmo y gana impulso.
Cuando doblo la esquina enseguida veo la casa de Ritchie. Una pregunta me acecha y me echa el aliento a la cara.
Veo luz en la cocina y en la sala de Ritchie, pero un pensamiento que se niega a desaparecer distrae mis pasos.
Los demás lugares eran relativamente fáciles porque no conocía a las personas (exceptuando el caso de mamá, aunque cuando fui a cenar al restaurante italiano ignoraba que estuviera esperándola a ella), de modo que no tenía mucha opción. Simplemente debía esperar a que surgiera una oportunidad. Pero a Ritchie, Marv y Audrey los conozco demasiado para andar merodeando frente a sus casas. Es lo último que desearía hacer.
Así y todo, lo sopeso durante un instante y finalmente decido cruzar la calle y apoyarme en un viejo roble a esperar.
Llevo casi una hora y nada ha sucedido apenas. Advierto que los padres de Ritchie han vuelto a casa de sus vacaciones. (He visto a su madre fregar los platos).
Se está haciendo tarde y llega un momento en que sólo veo luz en la cocina. Las luces de las casas de toda la calle se están apagando y únicamente permanece la luz de las farolas.
En la casa de los Sánchez una figura solitaria entra en la cocina y se sienta a la mesa.
Sé, sin asomo de duda, que es Ritchie.
Barajo la posibilidad de entrar, pero aún no me he incorporado cuando oigo que alguien se acerca por la acera. Al poco, alzados sobre mí, hay dos hombres.
Están comiendo empanadas.
Uno de ellos me mira y habla con un desdén familiar, indiferente.
—Nos dijeron que podríamos encontrarte aquí. —Sacude la cabeza y arroja al suelo una empanada comprada claramente en una gasolinera. Cuando ésta aterriza, dice—: Eres un tío cabezón, Ed.
Levanto la vista, estupefacto.
—¿Y bien, Ed? —Ahora es el otro quien habla, y por absurdo que suene, no me resulta fácil reconocerlos sin el pasamontañas.
—¿Daryl? —pregunto.
—Sí.
—¿Keith?
—Correcto.
Daryl se sienta a mi lado y me pasa la empanada.
—Por los viejos tiempos —dice.
—Ya —contesto, todavía atónito—. Gracias. —Recuerdos de su última visita me asaltan. Pensamientos apiñados de sangre, palabras y el sucio suelo de la cocina. Tengo que preguntárselo—. ¿Tenéis intención de…? —Todavía me cuesta hablar.
—¿De qué? —Dice Keith, sentándose al otro lado—. ¿De presionarte?
—Esto… sí.
Como acto de buena voluntad, Daryl retira de la empanada el envoltorio de plástico y me la devuelve.
—En absoluto, Ed. Hoy nada de toqueteos. —Permite que una risa nostálgica escape de sus labios. Parecemos viejos compañeros de guerra—. Claro que si intentas pasarte de listo… —Se acomoda en el suelo. Tiene la piel blanca y la cara llena de cicatrices de peleas, pero aún conserva su atractivo. Keith, por el contrario, tiene la cara acribillada por un antiguo acné, la nariz puntiaguda y el mentón torcido.
Le miro y digo:
—Caray, tío, creo que me gustabas más con el pasamontañas.
Daryl suelta una risotada. Keith, en cambio, no parece impresionado, o por lo menos no al principio. Luego se le pasa y entre nosotros se crea buen rollo.
Estamos realmente a gusto, Daryl se lo pasa en grande contando chistes de hombres que entran en bares, mujeres con escopetas y esposas, hermanas y hermanos que se acostarían con el lechero por un millón de dólares.
Sí, estamos realmente a gusto, hasta que la luz de la cocina de Ritchie se apaga.
Entonces me levanto y digo:
—Genial. —Me vuelvo hacia los dos y les digo que he dejado escapar mi oportunidad.
No parece preocuparles.
—¿Tu oportunidad de qué? —pregunta Daryl.
—Ya sabes —le digo.
Pero niega con la cabeza.
—No, Ed, la verdad es que no lo sé. Sólo sé que éste es tu próximo mensaje y todavía no tienes claro qué se supone que debes hacer. —Su voz suena desenfadada, pero contiene algo más.
«Verdad», pienso.
He ahí lo que contiene su voz.
Tiene razón. Realmente no sé qué estoy haciendo.
Es Keith quien pronuncia los últimos interrogantes por mi izquierda. Arroja las palabras a mi oído con una voz ronca, amable, cómplice.
Cerca, muy cerca de mí, dice:
—¿Qué estás haciendo aquí, Ed? —Las palabras se aproximan y penetran en mi oído—. ¿Qué estás esperando? Deberías saber qué tienes que hacer… —Descansa un momento antes de soltar el último aluvión. Las palabras me invaden como una riada—. Ritchie es uno de tus mejores amigos, Ed. No hace falta que pienses o esperes o decidas qué hacer. Ya lo sabes, sin asomo de duda. ¿Acaso no es cierto? —Insiste—. ¿Acaso no es cierto, Ed?
Retrocedo a trompicones y deslizo la espalda por el árbol hasta sentarme otra vez. Las dos figuras siguen de pie, mirando hacia la casa.
Mi voz tropieza y aterriza en el suelo, a sus pies.
«Sabes lo que tienes que hacer», pienso.
—Sí —respondo—. Lo sé.
Keith y Daryl se alejan.
—Hurra —dice uno, pero no sé cuál de los dos.
Quiero levantarme e ir tras ellos y preguntarles y suplicarles que me digan quién está detrás de esto y por qué, pero no soy capaz.
Sólo me veo con ánimos de quedarme donde estoy y recoger los jirones de cuanto acabo de ver.
He visto a Ritchie.
Me he visto a mí.
Ahora, con el árbol sobre mi cabeza, intento negarlo y me levanto, pero mi estómago se hunde y vuelvo a sentarme.
—Lo siento, Ritchie —susurro—, pero tengo que hacerlo.
«Si mi estómago fuera un color —pienso—, sería negro como esta noche».
Luego me tranquilizo y emprendo lo que me parece una interminable caminata hasta casa.
Cuando llego lavo los platos.
Están apilados en el fregadero y lo último que lavo es un cuchillo plano. La luz de la cocina se refleja en él y vislumbro mi rostro tibio en el metal.
Me veo ovalado y deformado, cortado por los bordes.
Ojalá pudiera usar este cuchillo para abrir el mundo de un tajo. Ya en la cama, me aferró a ese pensamiento.
Hay tres naipes en el cajón y uno en mi mano.
Mientras el sueño ronda sobre mi cabeza aprieto suavemente un dedo contra el canto del As de corazones. El naipe está frío y afilado.
Oigo el tictac de un reloj.
Todo observa, expectante.
El pecado de Ritchie
Nombre: David Sánchez.
También conocido como: Ritchie.
Edad: Veinte.
Ocupación: Ninguna.
Logros: Ninguno.
Ambiciones: Ninguna.
Probabilidad de obtener algún día respuestas a las tres
últimas preguntas: Ninguna.
Cuando vuelvo a casa de Ritchie, en Bridge Street, todo está a oscuras. Estoy a punto de marcharme cuando la luz de la cocina se enciende. Parpadea varias veces antes de obligarse a cobrar vida.
Una silueta entra y se sienta a la mesa de la cocina. Es Ritchie, seguro. Lo sé por el perfil del pelo y por la manera en que se mueve y se sienta.
Cuando me acerco un poco más, advierto que está escuchando la radio. Básicamente llamadas de oyentes con algunas canciones intercaladas. Puedo oírla vagamente.
Me escondo todo lo cerca que puedo y aguzo el oído.
Las voces de la radio se desdibujan y alargan. Palabras como brazos que aterrizan y descansan pesadamente sobre los hombros de Ritchie.
Imagino la escena en la cocina.
Una tostadora rodeada de migas.
Un horno algo sucio.
Aluminio blanco pero desteñido.
Sillas de plástico rojo agujereadas.
Suelo de linóleo barato.
Y Ritchie.
Intento imaginarme su cara mientras está ahí sentado, escuchando. Recuerdo Nochebuena y sus palabras: «Esta noche no me apetece ir a casa». Veo la mirada que se arrastraba hacia mí, y ahora comprendo que cualquier cosa sería preferible a sentarse solo en su cocina.
Por su actitud relajada, resulta difícil imaginar a Ritchie con expresión triste. Vi un atisbo en Nochebuena, sin embargo, y ahora lo revivo.
También imagino sus manos.
Descansan juntas sobre la mesa de la cocina, moviéndose y empujando suavemente hacia abajo. Están algo pálidas, y frustradas. No tienen nada que hacer.
La luz lo asfixia.
Permanece así sentado cerca de una hora. Cuando miro por la ventana Ritchie está durmiendo con la cabeza sobre la mesa. La radio también está ahí, a su lado. Me alejo; no puedo evitarlo. Sé que debo entrar pero esta noche no me parece adecuado.
Me marcho a casa sin mirar atrás.
Las dos noches siguientes jugamos a las cartas. La primera en casa de Marv y la segunda en mi casa.
Doorman
se sienta debajo de la mesa. Le acaricio el pelo con los pies y me paso la noche observando a Ritchie. Ayer me instalé delante de su casa y le vi hacer lo mismo. Se despertó, entró en la cocina y se puso a escuchar la radio.
El tatuaje de Hendrix me mira cuando Ritchie arroja la reina de picas y me destroza.
—Muchas gracias —le digo.
—Lo siento, Ed.
Su existencia consiste en esas madrugadas solitarias, para luego despertarse a las diez y media de la mañana, llegar al pub a las doce y a las apuestas a la una. Suma a eso el talón del paro, una o dos partidas de cartas, y no hay más.
Mi casa se llena de risas porque Audrey está contando la historia de una amiga que estaba buscando trabajo en la ciudad. Acudió a una de esas agencias de empleo que tienen como norma regalar a la gente un pequeño despertador cuando consigue trabajo. Cuando la amiga obtuvo el empleo, se presentó ese mismo día para dar las gracias a las personas que la habían contratado y se olvidó del despertador. Lo dejó sobre el mostrador de recepción y se fue.
El reloj estaba dentro de una caja.
Haciendo tictac.
—Nadie quiere tocarlo —dice Audrey—. Creen que es una bomba. —Arroja una carta—. Avisan al mandamás de la empresa, quien casi se caga en los pantalones porque probablemente se lo monta con una de sus secretarias y cree que su esposa al final se ha vengado. —Hace una pausa para asegurarse nuestra atención—. El caso es que evacúan el edificio y llaman a una brigada antiexplosivos. La brigada llega y abre la caja en el instante en que el despertador empieza a sonar. —Audrey menea la cabeza—. Mi amiga fue despedida antes siquiera de empezar…