«Me cansé de reñiros —me cuenta siempre—, así que me dije: si no puedes con ellos, únete a ellos».
Si consigo tener una conversación con ella sin que me llame mamón o capullo por lo menos una vez, tengo las de ganar. Lo peor de todo es el énfasis que pone. Cada vez que me insulta prácticamente escupe la palabra, me la arroja.
Sigue despotricando a pesar de que ya no la escucho. Conecto de nuevo.
—… ¿y qué hago mañana cuando la señora Faulkner se presente para tomar el té, Ed? ¿Le pido que ponga la taza en el suelo?
—Échame la culpa, mamá.
—¡Puedes estar seguro de que lo haré! —espeta—. Le diré que Capullo Ed olvidó recoger la mesa de centro de su madre. Capullo Ed.
Detesto que me llame así.
—Bien, mamá.
Continúa un buen rato mientras me concentro en el As de diamantes. Brilla en mi mano.
Lo acaricio.
Lo sostengo.
Sonrío.
En él.
Este naipe tiene aura y me lo han enviado a mí. No al capullo de Ed. A mí, al auténtico Ed Kennedy. Al futuro Ed Kennedy. El cual ha dejado de ser un caso perdido al volante de un taxi.
¿Qué haré con él?
¿Quién seré?
—¿Ed?
No respondo.
Todavía estoy pensando.
—¿Ed? —ruge mamá.
Vuelvo de un brinco a la conversación.
—¿Me estás escuchando?
—Sí, sí…, claro.
Edgar Street, 45… Harrison Avenue, 13… Macedoni Street, 6…
—Lo siento, mamá —digo—, simplemente se me fue de la cabeza. Hoy he tenido un montón de carreras. Mucho trabajo en la ciudad. Iré a buscarla mañana, ¿de acuerdo?
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿No lo olvidarás?
—No.
—Bien. Adiós.
—¡Espera! —barboteo.
Regresa.
—¿Qué?
Me cuesta dejar ir las palabras, pero tengo que preguntárselo. Lo del naipe. He llegado a la conclusión de que debo interrogar a todas las personas que, en mi opinión, podrían habérmelo enviado. Por qué no empezar con mamá.
—¿Qué? —vuelve a preguntar, un poco más fuerte esta vez. Dejo salir las palabras. Cada una de ellas tira de mis labios, peleando por no salir.
—¿Me has enviado últimamente algo por correo, mamá?
—¿Algo como qué?
Hago una pausa.
—Algo pequeño…
—¿Como qué, Ed? No tengo tiempo para tonterías.
Vale, tengo que decirlo.
—Un naipe. El As de diamantes.
Al otro lado de la línea se hace un silencio. Está pensando.
—¿Y bien? —pregunto.
—¿Y bien qué?
—¿Me lo has enviado tú?
Se está hartando, lo noto. El sentimiento alarga su mano por la línea telefónica y me zarandea.
—¡Naturalmente que no! —Da la impresión de que se esté vengando de algo—. ¿Por qué iba a molestarme en enviarte un naipe por correo? Lo que tendría que haber hecho es enviarte un recordatorio para que recogieras —y vuelve a elevar la voz a un bramido— ¡mi maldita mesa de centro!
—Vale, vale…
¿Por qué sigo tranquilo?
¿Por el naipe?
No lo sé.
Pero de pronto sí lo sé. Es porque siempre soy así. Excesiva y patéticamente tranquilo. Debería decirle a esa vieja arpía que cierre el pico, pero nunca lo he hecho y nunca lo haré. Bien mirado, no puede tener una relación de esa naturaleza con sus otros hijos. Sólo puede tenerla conmigo. Mi madre les besa los pies cada vez que van a verla (algo que no sucede a menudo) y luego ellos se marchan por donde han venido. Conmigo, por lo menos, tiene regularidad.
—Sólo quería asegurarme de que no habías sido tú, mamá, eso es todo —digo—. Pero es que me parece muy extraño recibir algo así por…
—¿Ed? —me interrumpe con un tedio absoluto en la voz.
—¿Qué?
—Vete a la mierda, ¿quieres?
—Está bien. Hasta luego.
—Sí, sí, hasta luego.
Colgamos.
Condenada mesa de centro.
Sabía que me dejaba algo mientras regresaba a casa desde el aparcamiento de
VACANT TAXIS
. Mañana la señora Faulkner se presentará en casa de mi madre para hablar de mi heroico comportamiento en el banco y todo lo que oirá será que me olvidé de recoger la mesa de centro. Para colmo, todavía no sé cómo voy a meterla en el taxi.
Me obligo a no pensar en eso. Es algo intrascendente. Lo que debo hacer es concentrarme en por qué me ha llegado este naipe y en quién ha podido enviármelo.
Alguien que conozco.
No me cabe la menor duda.
Alguien que sabe que juego mucho a las cartas.
O sea, Marv, Audrey o Ritchie.
Marv queda descartado. Seguro. No puede ser él. Jamás podría ser tan imaginativo.
Ritchie. Poco probable. No le pega hacer una cosa así.
Audrey.
Me digo que lo más probable es que sea Audrey, pero en realidad no lo sé. Mi instinto me dice que no es ninguno de ellos.
A veces jugamos a las cartas en el porche de mi casa o en el porche de la casa de uno de ellos. Cientos de personas han podido pasar por delante y vernos. De vez en cuando, si nos ponemos a discutir, la gente se ríe y hace comentarios sobre quién hace trampas, quién gana y quién lloriquea.
Por tanto, podría ser cualquiera.
No pego ojo en toda la noche.
Por la mañana me levanto antes de lo habitual y me paseo por el pueblo con
Doorman
y con un callejero, buscando cada casa. Situada al final de todo, la de Edgar Street es un tugurio que se aguanta por los pelos. La de Harrison Avenue es una casa antigua pero cuidada. Tiene un arriate de rosas en el jardín delantero, si bien la hierba está amarilla y marchita. La de Macedoni Street se encuentra en la zona elevada del pueblo. La zona rica. Es una casa de dos plantas con un camino de entrada muy empinado.
Me voy a trabajar y pienso en ello.
Por la noche, después de llevarle la mesa de centro a mamá, voy a casa de Ritchie y jugamos a las cartas. Les cuento lo del naipe. A todos a la vez.
—¿Lo tienes aquí? —me pregunta Audrey.
Niego con la cabeza.
Anoche, antes de acostarme, lo guardé en el primer cajón del armario de mi dormitorio. No hay nada que lo roce. Nada que respire sobre él. El cajón está vacío salvo por el naipe.
—No ha sido ninguno de vosotros, ¿verdad? —pregunto. He llegado a la conclusión de que no puedo eludir la pregunta.
—¿Yo? —Pregunta Marv—. Me parece que los cuatro sabemos que carezco de ingenio para concebir algo así. —Se encoge de hombros—. Además, yo no le dedicaría tanta atención a un tipo como tú, Ed. —Don Discusiones, como siempre.
—Efectivamente —conviene Ritchie—. Marv es demasiado burro para idear algo así. —Hecha su exposición, guarda silencio. Le miramos fijamente.
—¿Qué? —pregunta.
—¿Has sido tú, Ritchie? —le interroga Audrey. Ritchie señala a Marv con el pulgar.
—Si éste es demasiado corto, yo soy demasiado vago. —Extiende los brazos—. Miradme bien. Vivo del paro. Me paso la mitad del tiempo conectado a las carreras de caballos. Todavía vivo con mis padres…
Ritchie tiene la piel oscura y un bigote permanente, el pelo rizado, del color del barro, y unos ojos negros pero cordiales. No le dice a la gente lo que tiene que hacer y espera lo mismo a cambio, y todos los días viste el mismo tejano gastado. A menos que, sencillamente, tenga varios iguales. Nunca se me ha ocurrido preguntárselo.
Siempre se le oye llegar porque conduce una moto. Una Kawasaki no sé qué. Negra y roja. En verano, casi siempre conduce sin cazadora porque lleva moto desde que era un niño. Viste camisetas lisas o camisas pasadas de moda que intercambia con su viejo.
Seguimos mirándole.
Se pone nervioso y vuelve la cara, junto con el resto de nosotros, hacia Audrey.
—Está bien. —Audrey comienza su defensa—. Yo diría que de todos nosotros soy la que más probabilidades tiene de concebir algo tan absurdo…
—No es absurdo —replico. Casi estoy defendiendo el naipe, como si fuera una parte de mí.
—¿Puedo continuar?
Asiento.
—Bien, como decía, no he sido yo, pero tengo una teoría acerca de cómo y por qué terminó en tu buzón.
Aguardamos mientras ordena sus ideas.
Prosigue.
—Todo comienza con el atraco al banco. Alguien leyó la noticia en el periódico y se dijo: «He aquí el muchacho adecuado. Ed Kennedy. La clase de persona que necesita este pueblo». —Sonríe pero recupera la seriedad casi al instante—. Algo ocurrirá en cada una de las direcciones anotadas en ese naipe, Ed, y tendrás que hacer algo al respecto.
Lo medito y tomo una decisión.
Hablo.
—Pues menuda gracia.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Y si hay gente sacándose los ojos y tengo que entrar para separarlos? En este pueblo eso es el pan de cada día.
—Tendrás que arriesgarte, supongo.
Pienso en la primera dirección.
Edgar Street, 45.
No puedo imaginar que ocurran muchas cosas buenas en ese tugurio.
Me paso el resto de la velada ahuyentando los pensamientos sobre el naipe y Marv gana tres partidas seguidas. Como siempre, se asegura de restregárnoslo.
Seré sincero y confesaré que detesto que Marv gane. Le encanta alardear de sus victorias. El muy cabrón se recrea mientras le da chupadas a su puro.
Al igual que Ritchie, todavía vive en casa de sus viejos. Ejerce de carpintero con su padre. La verdad es que trabaja de lo lindo, aunque no se gasta ni un centavo de lo que gana. Ni siquiera en esos puros. Se los roba a su viejo. Marv es el maestro de la mezquindad con el dinero. El príncipe de la racanería.
Tiene un pelo rubio y abundante que apunta hacia arriba como si tuviera nudos, lleva pantalones viejos de traje por una cuestión de comodidad y sus manos hacen tintinear las llaves en los bolsillos. Siempre parece que por dentro esté riéndose con sarcasmo de algo. Crecimos juntos y esa es la única razón de que seamos amigos. En realidad él tiene muchos otros conocidos por razones diversas. La primera es que juega al fútbol en invierno y tiene colegas en el equipo. La segunda y principal es que se comporta como un idiota. ¿Os habéis fijado en que los idiotas tienen numerosos amigos?
Pero nada de eso me ayuda. Hablar pestes de Marv no resuelve el problema del As de diamantes.
No puedo eludirlo, por mucho que lo intente.
Se acerca con sigilo hasta mí y me obliga a reconocerlo, una y otra vez.
Llego a una conclusión.
Me digo:
«Tienes que empezar cuanto antes. Edgar Street, 45. Medianoche».
Es miércoles por la noche. Tarde.
Sentado en mi porche con
Doorman
, la luna se inclina sobre mí.
Audrey viene a verme y le cuento que empezaré mañana por la noche. Es mentira. La miro y pienso que me encantaría entrar en casa y hacer el amor con ella en el sofá.
Nada ocurre, por cierto.
Seguimos sentados en el porche, bebiendo un espumoso barato que ha traído mientras froto mis pies contra
Doorman
. Me encantan las piernas delgaduchas de Audrey. Me quedo un rato mirándolas.
Ella observa la luna que pende del cielo. Está más alta ahora, ya no se inclina. Por mi parte, vuelvo a tener el naipe en la mano. Lo leo y me mentalizo.
«Quién sabe —me digo—. Puede que un día personas entendidas digan: “A los diecinueve años Dylan ya rozaba el estrellato, Dalí iba camino de convertirse en un genio y Juana de Arco fue quemada en la hoguera por ser la mujer más importante de la historia… Y a los diecinueve años Ed Kennedy encontró su primer naipe en el correo”.»
Cuando ese pensamiento pasa, observo a Audrey, la luna blanca y candente, a
Doorman
, y me digo: «Deja de soñar».
El juez y el espejo
Mi siguiente gran sorpresa es una citación. Tengo que ir al juzgado del pueblo y contar mi versión de lo que ocurrió en el banco. Ha llegado antes de lo que pensaba.
Me esperan a las dos y media de la tarde. Haré una pausa durante mi turno y regresaré al pueblo.
Llegado el día, aparezco con mi uniforme y me hacen esperar fuera de la sala. Cuando entro a declarar me encuentro delante todo el plantel. La primera persona que veo es el atracador. Es aún más feo sin la media. La única diferencia es que parece más enfadado. Imagino que una semana en prisión preventiva tiene ese efecto. Su cara ya no muestra la expresión de gafe patético.
Lleva traje.
Un traje barato. Le cuelga por todos lados.
Cuando repara en mí desvío rápidamente la mirada porque sus ojos intentan abatirme a tiros.
«Un poco tarde», pienso, pero sólo porque él está ahí abajo y yo aquí arriba, en la seguridad del estrado.
El juez me saluda.
—Veo que se ha vestido para la ocasión, señor Kennedy.
Me miro.
—Gracias.
—Estaba siendo sarcástico.
—Lo sé.
—No se pase de listo.
—No, señor.
Noto que a esas alturas al juez le encantaría procesarme a mí también.
Los abogados me hacen preguntas y yo las respondo fielmente.
—¿Es ése el hombre que atracó el banco? —me preguntan.
—Sí.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Dígame, señor Kennedy, ¿cómo puede estar tan seguro de que es él?
—Porque reconocería esa cara tan fea en cualquier lugar. Y porque da la casualidad de que es el mismo tipo al que esposaron el día del atraco.
El abogado me mira con desdén. Se explica.
—Lo lamento, señor Kennedy, pero, tal como dicta la ley, debemos hacerle esas preguntas a fin de no dejarnos ningún detalle.
Acepto la explicación.
—Me parece bien.
El juez añade entonces:
—En cuanto a lo de la cara tan fea, señor Kennedy, le ruego se abstenga de utilizar tales calificativos. Usted no es ningún Adonis, ¿sabe?
—Muchas gracias.
—De nada —dice con una sonrisa—. Y ahora limítese a responder las preguntas.
—Sí, señoría.
—Gracias.
Cuando he terminado paso junto al atracador, que me dice:
—Eh, Kennedy.
«No hagas caso», me digo, pero no puedo evitarlo.
Me detengo y le miro. Su abogado le dice que cierre la boca pero él prosigue.
—Eres hombre muerto. Espera y verás… —me dice con voz queda. Sus palabras me afectan ligeramente—. Recuerda lo que te digo. Recuérdalo cada día cuando te mires al espejo. —Casi sonríe—. Hombre muerto.