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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Casa capitular Dune (23 page)

BOOK: Casa capitular Dune
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Bellonda guardó silencio. Conocía las debilidades de un Mentat.

¡Mentats!,
pensó Odrade. Eran como Archivos andantes, pero cuando más necesitabas respuestas ellos se sumían en preguntas.

—No necesito otro Mentat —dijo Odrade—. ¡Necesito un inventor!

Dejemos que Bell mastique un poco esto
. Inspiración, eso era lo que requería la Hermandad. Algo subterráneo cuya labor exacta nunca se había sometido a una autopsia clínica. El racionalismo podía matar, y todas ellas lo sabían.
¡Ni siquiera podríamos plantar un árbol frutal sobre ello!

Cuando vio que Bellonda seguía sin hablar, prosiguió:

—Estoy liberando su mente, no su cuerpo.

—¡Insisto en un análisis antes de que le abras todas las fuentes de datos!

Considerando la posición habitual de Bellonda, aquello era suave. Pero Odrade no confiaba en ello. Detestaba esas sesiones… interminables repeticiones de informes de los Archivos. Bellonda gozaba con ellas. ¡La Bellonda de la minuciosidad Archivera y las aburridas excursiones a los detalles irrelevantes! ¿A quién le importaba si la Reverenda Madre X prefería la leche desnatada en sus gachas?

Odrade se volvió de espaldas a Bellonda y miró al cielo meridional.
¡Polvo! ¡No hacemos más que cribar polvo!
Bellonda estaría flanqueada por sus ayudantas. Odrade sintió el tedio con sólo imaginarlo.

—¡Puede confiarse en esto! —dirían las ayudantas con cada uno de sus gestos. Como si estuvieran escribiendo sus preciosas palabras del mismo modo que lo haría un antiguo escribiente sentado ante su alta mesa, mirando a sus libros de contabilidad a través de sus medias gafas. Complacidas miradas de sabiduría hacia todos sus interlocutores.

—No más análisis —dijo Odrade, más secamente de lo que había pretendido. Pero los Archivos estaban rebosantes de datos inaccesibles. ¿Seguros? ¿De confianza? ¿Quién lo sabía? ¿Exhaustivamente preparados? ¡Seguro! Exhaustivos de contemplar también. Pequeñas acumulaciones de datos tras datos tras datos.

—Tengo un punto de vista que exponer. —Bellonda sonó dolida.

¿Un punto de vista? ¿Acaso no somos más que ventanas sensoriales sobre nuestro universo, cada una de ellas con un solo punto de vista?

Instintos y memorias de todos tipos… incluso Archivos… ninguna de esas cosas hablaban por sí mismas excepto a través de apremiantes intrusiones. Ninguna arrastraba consigo ningún peso hasta que era formulada en una consciencia viva. Pero fuera lo que fuese lo que producía la formulación, torcía las escalas.
¡Todo orden es arbitrario!
¿Por qué este dato antes que algún otro? Cualquier Reverenda Madre sabía que los acontecimientos ocurrían en su propio fluir, en su propio entorno relativo. ¿Por qué no podía una Reverenda Madre Mentat actuar a partir de ese conocimiento?

—¿Rechazas el consejo? —Esa era Tamalane. ¿Se estaba colocando del lado de Bell?

—¿Cuándo he rechazado nunca el consejo? —Odrade dejó bien claro que se sentía ultrajada—. Estoy negándome a otro de los tiovivos archiveros de Bell.

—Entonces, en realidad… —intervino rápidamente Bellonda.

—¡Bell! ¡No me hables de realidad! —¡Dejemos que se empape en eso! ¡Reverenda Madre y Mentat!
No existe la realidad. Sólo nuestro propio orden impuesto sobre todo. Un dictamen básico Bene Gesserit.

Había ocasiones (y esa era una de ellas) en las que Odrade deseaba haber nacido en una era anterior… una matrona romana en la larga paz de los aristócratas, o una consentida victoriana. Pero estaba atrapada por el tiempo y las circunstancias.

¿Atrapada para siempre?

Hay que enfrentarse a esa posibilidad.
Era probable que la Hermandad tuviera solamente un futuro confinado a secretos escondites, siempre temiendo ser descubierta. El futuro de los perseguidos.
Y aquí en Central puede que no se nos conceda más de un error.

—¡Ya he tenido bastante de esta inspección! —Odrade llamó a un transporte privado y regresó apresuradamente a su cuarto de trabajo.

¿Qué haremos si los cazadores caen sobre nosotras aquí?

Cada una de ellas tenía su propio escenario, una pequeña obrita llena de reacciones planeadas. Pero cada Reverenda Madre era lo suficientemente realista como para saber que su obrita podía ser más un impedimento que una ayuda.

En el cuarto de trabajo, la luz de la mañana revelaba con duras líneas todo lo que había a su alrededor. Odrade se dejó caer en su silla y aguardó a que Tamalane y Bellonda ocuparan también sus asientos.

No más de aquellas malditas sesiones de análisis. Necesitaba realmente acceso a algo mejor que los Archivos, mejor que cualquier otra cosa que hubieran utilizado antes. Inspiración. Odrade se frotó las piernas, sintiendo que sus músculos temblaban. Hacía días que no dormía bien. Aquella inspección la había dejado frustrada.

Un error puede acabar con nosotras, y estoy a punto de embarcarme en una decisión sin vuelta atrás.

¿Estoy siendo demasiado engañosa?

Sus consejeras argumentaban contra las soluciones engañosas. Decían que la Hermandad tenía que avanzar con paso firme y seguro, conociendo por anticipado el terreno que tenía delante. Todo lo que hacían debía hallarse equilibrado contra el desastre que las aguardaba al menor paso en falso.

Y yo estoy en la cuerda floja sobre el abismo.

¿Tenían espacio para experimentar, para probar posibles soluciones? Todas jugaban a aquel juego. Bell y Tam comprobaban un constante fluir de sugerencias, pero nada más efectivo que su atómica Dispersión.

—Tenemos que estar preparadas para matar a Idaho al menor signo de que es un Kwisatz Haderach —dijo Bellonda.

—¿No tenéis nada que hacer? ¡Salid de aquí, las dos!

Mientras se ponían en pie, el cuarto de trabajo en torno a Odrade adquirió un aspecto extraño. ¿Qué era lo que iba mal? Bellonda la miró con aquella horrible expresión de censura. Tamalane parecía más juiciosa de lo que probablemente podía serlo.

¿Qué ocurre con esta habitación?

Un cuarto de trabajo era algo reconocido por los humanos por su función desde la historia preespacial. ¿Qué era lo que parecía tan extraño? Una mesa de trabajo era una mesa de trabajo, y las sillas se hallaban en sus posiciones convenientes. Bell y Tam preferían sillas-perro. Sospechaba que todo aquello que parecía raro a las más antiguas de las Otras Memorias coloreaba su visión. Los cristales ridulianos resplandecían extrañamente, con la luz pulsando y parpadeando en ellos. Los mensajes danzando encima de la mesa podían ser sorprendentes. Los instrumentos de su trabajo aparecían como algo completamente extraño a cualquier humano antiguo que compartiera su consciencia.

Pero me siento extraña a mí misma.

—¿Te encuentras bien, Dar? —La voz de Tam sonó con preocupación.

Odrade agitó una mano para que se fueran, pero ninguna de las dos mujeres se movió.

Estaban ocurriendo cosas en su mente cuya culpa no podía imputarse a las largas horas y al insuficiente descanso. No era la primera vez que sentía que trabajaba en medio de un entorno extraño. La noche anterior, mientras comía algo en su mesa, cuya superficie estaba llena de órdenes de asignaciones como ahora, se había encontrado de pronto simplemente sentada contemplando un trabajo inacabado.

¿Qué Hermanas podían ser asignadas a qué puestos en aquella terrible Dispersión? ¿Cómo podían mejorar las posibilidades de supervivencia de las pocas truchas de arena que las Hermanas Dispersas se llevaban consigo? ¿Cuál era una provisión adecuada de melange? ¿Había que aguardar a la posibilidad de que Scytale fuera inducido a decirles cómo producían la especia los tanques axlotl?

Odrade recordaba que la sensación extraña le había ocurrido mientras masticaba un bocadillo. Lo había mirado, abriéndolo ligeramente.
¿Qué es eso que estoy comiendo?
Higadillos de pollo y cebolla en un trozo del mejor pan de la Casa Capitular.

Analizando sus propias rutinas, eso formaba parte de esta extraña sensación.

—Pareces enferma —dijo Bellonda.

—Sólo cansancio —mintió Odrade. Sabían que estaba mintiendo, pero ¿quién se atrevería a contradecirla?—. Vosotras dos también tenéis que estar agotadas. —Con afecto en su tono.

Bell no se sintió satisfecha.

—¡Das un mal ejemplo!

—¿Quién? ¿Yo? —Bell no había perdido totalmente el sentido de la ironía.

—¡Sabes condenadamente bien que sí!

—Está hablando de tus despliegues de afecto —dijo Tamalane.

—Incluso hacia Bell.

—¡No quiero tu maldito afecto! Es perjudicial.

—Solamente si dejo que gobierne mis decisiones, Bell. Solamente entonces.

La voz de Bellonda descendió a un ronco susurro.

—Algunas piensan que eres una romántica peligrosa, Dar. Ya sabes lo que eso puede producir.

—Aliar a las Hermanas para otras cosas además de para nuestra supervivencia. ¿Es eso lo que quieres decir?

—¡A veces me produces dolor de cabeza, Dar!

—Es mi deber y mi derecho producirte dolores de cabeza. Cuando tu cabeza deja de dolerte, te vuelves descuidada. Los afectos te preocupan, pero los odios no.

—Conozco mis imperfecciones.

No podrías ser una Reverenda Madre y no conocerlas.

El cuarto de trabajo se había vuelto de nuevo un lugar familiar, pero ahora Odrade conocía una fuente de sus extrañas sensaciones. Estaba pensando en aquel lugar como en parte de la antigua historia, viéndolo como lo vería cuando llevara desaparecido mucho tiempo. Como sería a buen seguro si su plan tenía éxito. Sabía lo que tenía que hacer ahora. Era el momento de revelar el primer paso.

Con cuidado.

Sí, Tar. Soy tan cautelosa como tú lo fuiste.

Tam y Bell podían ser viejas, pero sus mentes eran agudas cuando la necesidad lo requería.

—Bell, ¿sigues insistiendo en que no castiguemos a los cazadores, violencia por violencia?

—No podemos atrevemos a encender ese fuego. Todavía no.

—Pero tampoco podemos atrevemos a permanecer sentadas aquí estúpidamente aguardándoles a que nos encuentren. Lampadas y nuestros otros desastres nos cuentan lo que ocurrirá cuando lleguen. Cuando, no si.

Mientras hablaba, Odrade sintió el abismo entre ellas, el cazador de la pesadilla con el hacha más cerca que nunca. Deseaba sumergirse en la pesadilla, volver allí para identificar a quien la acosaba, pero no se atrevía. Ese había sido el error del Kwisatz Haderach.

Tú no ves ese futuro, tú lo creas.

Tamalane quería saber por qué Odrade había sacado a relucir este tema.

—¿Has cambiado de opinión, Dar?

—Nuestro ghola-Teg tiene diez años.

—Demasiado joven para que intentemos restaurar sus memorias originales —dijo Bellonda.

Odrade inspiró profundamente y bajó la vista hacia su mesa de trabajo. Finalmente había llegado. Aquella otra y lejana mañana, cuando había extraído al bebé ghola de su obsceno «tanque», había notado aquel momento aguardándola. Incluso entonces había sabido que iba a poner a prueba a aquel ghola antes de tiempo. Pese a los lazos de sangre.

Inclinándose debajo de su mesa, Odrade tocó un campo de llamada. Sus dos consejeras permanecieron aguardando de pie, en silencio. Sabían que iba a decir algo importante.

Una de las cosas de las que podía estar segura una Madre Superiora era de que sus Hermanas la escuchaban siempre con la mayor atención, con una intensidad que hubiera halagado a alguien más apegado al ego que una Reverenda Madre.

—Política —dijo Odrade.

¡Aquello hizo restallar su atención! Una palabra cargada. Cuando entrabas en la política de la Bene Gesserit, clasificando tus poderes en orden a su impulso ascensional hacia la eminencia, te convertías en un prisionero de la responsabilidad. Te lastrabas con deberes y decisiones que te ataban a las vidas de aquellos que dependían de ti. Esto era lo que ataba realmente a la Hermandad a su Madre Superiora. Esa palabra decía a las consejeras y a los perros guardianes que la Primera-Entre-Las-Iguales había llegado a una decisión.

Todas ellas oyeron el suave sonido de pasos de alguien llegando ante la puerta del cuarto de trabajo. Odrade tocó la placa blanca en el extremo derecho de su mesa. La puerta tras ella se abrió, y Streggi apareció al otro lado, aguardando las órdenes de la Madre Superiora.

—Tráelo —dijo Odrade.

—Sí, Madre Superiora. Casi desapasionadamente. Una acólita muy prometedora, aquella Streggi.

Desapareció de la vista, y regresó conduciendo a Miles Teg de la mano. El pelo del muchacho era muy rubio, pero estriado con mechones más oscuros que indicaban que el color se haría más fuerte cuando madurara. Su rostro era afilado, con la nariz apenas empezando a mostrar aquella angulosidad de halcón tan característica de los machos Atreides. Sus azules ojos se movieron alertas, escrutando habitación y ocupantes con una expectante curiosidad.

—Espera afuera, Streggi, por favor.

Odrade aguardó a que se cerrara la puerta.

El niño se quedó observando a Odrade sin el menor signo de impaciencia.

—Miles Teg, ghola —dijo Odrade—. Recuerdas a Tamalane y a Bellonda, por supuesto.

Teg favoreció a ambas mujeres con una breve mirada, pero siguió en silencio, indiferente a todas luces ante la intensidad de su inspección.

Tamalane frunció el ceño. Se había mostrado en desacuerdo desde un principio a llamar a aquel niño ghola. Los gholas crecían a partir de las células de un cadáver. Este era un clon, del mismo modo que Scytale era un clon.

—Voy a enviarlo a la no-nave con Duncan y Murbella —dijo Odrade—. ¿Quién mejor que Duncan para restaurar las memorias originales de Miles?

—Justicia poética —admitió Bellonda. No formuló en voz alta sus objeciones, aunque Odrade sabía que aparecerían apenas el muchacho se hubiera ido. ¡Demasiado joven!

—¿Qué significa justicia poética? —preguntó Teg. Su voz tenía una cualidad aguda.

—Cuando el Bashar estaba en Gammu, él restauró las memorias originales de Duncan.

—Es algo realmente doloroso.

—Duncan lo consideró así.

Algunas decisiones tienen que ser despiadadas.

Odrade consideró aquello una gran barrera a aceptar el hecho de que podías tomar tus propias decisiones. Algo que no había necesitado explicar a Murbella.

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