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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina

BOOK: Casa de verano con piscina
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Próspero médico de cabecera en Ámsterdam, Marc Schlosser ejerce su profesión con cierta dosis de cinismo. Su nutrida clientela valora especialmente el tiempo que dedica a las consultas, pero esta aparente generosidad esconde unas intenciones menos nobles, que Marc disimula con habilidad. Cuando uno de sus pacientes, el famoso actor Ralph Meier, lo invita a pasar unos días de verano junto a su familia, Marc acepta pese a las reticencias de Caroline, su esposa, molesta por la arrogante vulgaridad de Ralph y su actitud de seductor irresistible. Así, los Schlosser y los Meier, con sus respectivos hijos adolescentes, compartirán con un maduro director de Hollywood y su novia, cuarenta años más joven, una casa con piscina a pocos kilómetros de una playa mediterránea. Los días transcurren con apacible monotonía, entre comidas, paseos, largas conversaciones de sobremesa, excesos con el alcohol y flirteos más o menos inocentes, hasta que una noche se produce un grave incidente que interrumpirá las vacaciones y cambiará para siempre la relación entre las dos familias.

Autor de gran renombre en los Países Bajos —su anterior novela, La cena, fue Libro del Año y ganó el Premio del Público de ese país—, Herman Koch vuelve con otra estimulante historia de suspense donde una trama tejida a la perfección es el soporte para explorar sin ambages temas tan actuales como la ética profesional, la falsedad de las relaciones sociales o la difícil comunicación entre padres e hijos, así como los límites de la libertad sexual o el sentido de culpa en el seno de una sociedad permisiva y autocomplaciente.

Casa de verano con piscina es una novela apasionante en la que nadie es del todo inocente. Herman Koch logra que el lector quede atrapado ante una incómoda encrucijada moral, que lo mantiene en vilo hasta la última página.

Herman Koch

Casa de verano con piscina

ePUB v1.1

Dirdam
13.07.12

Título original:
Zomerhuis met zwembad

Herman Koch, 2011

Con la colaboración de la Dutch Foundation for Literature

Foundation for the Production and Translation of Dutch literature

Traducción: Maria Rosich

Editorial: Salamandra

1ª edición: abril de 2012

ISBN: 978-84-9838-455-0

Foto de la cubierta original: Mark Kohn

Editor original: Dirdam (v1.0
)

Corrección de erratas: v1.1 Chachin

ePub base v2.0

Capítulo 1

Soy médico de cabecera. Paso visita desde las ocho y media de la mañana hasta la una de la tarde. Me tomo mi tiempo: veinte minutos por paciente. Esos veinte minutos son mi reclamo. «¿Qué médico de cabecera te atiende durante veinte minutos, hoy en día?», comentan los pacientes, y se lo cuentan unos a otros. «No se llena demasiado la agenda, quiere dedicar el tiempo necesario a cada caso.» Tengo lista de espera. Si algún paciente se muere o se va a vivir a otro sitio, me basta con hacer una llamada y ya hay otros cinco que quieren ocupar su lugar.

Los pacientes confunden tiempo con atención. Creen que les presto más atención que otros médicos de cabecera, pero lo único que hago es dedicarles más tiempo. En un minuto ya he visto lo que necesito saber; los diecinueve restantes, los lleno con atención. Con la ilusión de atención, debería decir. Les hago preguntas generales: «¿Qué tal su hijo/hija? ¿Ya duerme usted mejor? ¿No come demasiado/ demasiado poco?» Les pongo el estetoscopio en el pecho y después en la espalda. Les pido que respiren profundamente. Que expulsen el aire poco a poco. En realidad no escucho. Al menos, intento no escuchar. Por dentro, todos los cuerpos suenan igual. Lo primero que se oye es el latido del corazón, por supuesto. El corazón no sabe nada. Se limita a latir. El corazón es la sala de máquinas. La sala de máquinas solamente mantiene el barco en movimiento, no marca el rumbo. Luego están los sonidos de las entrañas. Los órganos. Un hígado sobrecargado suena distinto de uno sano. Un hígado sobrecargado gime. Gime y ruega que le den un día libre, sólo uno. Un día en que pueda eliminar la suciedad más gorda. Ahora siempre tiene trabajo atrasado. Un hígado sobrecargado es como la cocina de un restaurante que nunca cierra. Los platos sucios se acumulan, los lavavajillas funcionan a toda máquina, pero las montañas de platos usados y ollas con restos de comida pegada no paran de crecer y crecer. El hígado sobrecargado espera ese día libre que nunca llega. Todas las tardes, a las cuatro y media o las cinco (a veces incluso antes), pierde la esperanza de que esa jornada haya llegado. Si tiene suerte, sólo se trata de cerveza; entonces puede endilgar la mayor parte del trabajo a los riñones. Pero siempre habrá quien no se contente con cerveza y se tome algo más: una ginebra, un vodka, un whisky. Algo que se puedan trincar de un trago. El hígado sobrecargado se resiste, pero al final no aguanta más. Primero se endurece, como un neumático demasiado hinchado. Después sólo hace falta una pequeña irregularidad en el asfalto para que estalle.

Escucho con el estetoscopio. Aprieto con un dedo el punto duro justo debajo de la piel.

—¿Nota algo?

Si aprieto un poco más, estallará aquí mismo, en la consulta. Pero eso no puedo permitirlo. Demasiado lío. Sangre a borbotones. Ningún médico de cabecera quiere que se le muera un paciente en la consulta. En casa, da lo mismo. En sus propias casas, a medianoche, en sus camas. Si el hígado estalla, ni alcanzan el teléfono. La ambulancia llegaría demasiado tarde de todos modos.

Los pacientes van entrando a intervalos de veinte minutos. Mi consulta está en la planta baja. Vienen con muletas, en silla de ruedas. Algunos están demasiado gordos, otros sufren ahogos. En todo caso, no pueden subir escaleras. Una escalera significaría una muerte segura. A veces son imaginaciones suyas: creen que si suben siquiera un peldaño les habrá llegado la hora. Estos son, con mucho, mayoría. La mayor parte de los pacientes no tiene nada. Gimen y se quejan, se lamentan como si se enfrentasen al rostro de la muerte cada segundo del día, se desploman con un suspiro en la silla delante de mi escritorio… pero no tienen nada.

Escucho sus quejas.

—Me duele aquí, y aquí, a veces el dolor va hacia abajo…

Pongo cara de interés. Mientras hablan, garabateo algo en un papel. Les pido que se levanten, que me acompañen hasta la camilla. Alguna vez pido a alguno que se desnude detrás del biombo, pero generalmente no. Bastante me disgustan ya todos esos cuerpos con la ropa puesta. No necesito ver las zonas en que no da el sol. Nada de pliegues cutáneos siempre calientes y sudados, donde las bacterias tienen vía libre; nada de hongos e infecciones entre los dedos de los pies y debajo de las uñas; nada de dedos que rascan aquí o allá hasta hacerse sangre…

—Aquí, doctor, aquí es donde más me pica…

No, no quiero ver nada de eso. Finjo que miro mientras pienso en otra cosa. En la montaña rusa de un parque de atracciones, con una cabeza de dragón verde en la primera vagoneta, gente que levanta los brazos y grita hasta desgañifarse. Con el rabillo del ojo veo mechones de vello púbico húmedos, claros rojos infectados donde nunca volverá a crecer pelo, y pienso en un avión que estalla en pleno vuelo, en los pasajeros, aún atados a sus asientos con los cinturones de seguridad, iniciando una caída kilométrica al vacío: hace frío, el cielo está enrarecido, allá abajo los espera el océano.

—Me duele al orinar, doctor. Como si orinara agujas…

Un tren que vuela por los aires justo antes de entrar en la estación, la nave espacial Columbia que estalla en millones de pedazos, el segundo avión que se estrella contra la Torre Sur.

—Aquí me duele, doctor. Aquí…

—Vuelva a vestirse —digo. Ya he visto suficiente—. Le recetaré algo.

Algunos pacientes apenas pueden ocultar su decepción. ¿Sólo una receta? Se quedan unos segundos con expresión perpleja, y los calzoncillos o las bragas por las rodillas. Se han tomado una mañana libre, quieren que su dinero cunda, aunque sea dinero que afloja la comunidad de personas sanas. Quieren, como mínimo, que el médico los toque, que se ponga los guantes y emplee sus dedos expertos en examinarles alguna parte del cuerpo. Que meta el dedo en alguna parte. Quieren ser examinados, no se dan por satisfechos con los años de experiencia del médico, no les basta con que su ojo clínico detecte en un segundo qué les pasa porque ya lo ha visto cien mil veces antes, porque su experiencia le dice que no hace falta que se ponga los guantes para ver el caso cien mil uno.

A veces es inevitable. A veces tienes que entrar. Normalmente con un dedo o dos, muy de vez en cuando con toda la mano. Me pongo los guantes.

—Túmbese de lado, por favor…

Para el paciente, ha llegado el punto de inflexión. Por fin alguien se lo toma en serio, va a haber una exploración interna. Pero su mirada ya no se dirige a mi rostro. Sólo me mira las manos. Unas manos que están enfundándose los guantes. Se pregunta por qué ha permitido que la cosa llegara a este punto, si esto es realmente lo que quiere. Antes de ponerme los guantes me he lavado. La pila está delante de la camilla, de modo que mientras me lavo doy la espalda al paciente. Me lo tomo con calma. Me remango. Sé que los ojos del paciente están posados en mí. Dejo que el agua fluya sobre mis muñecas. Primero me lavo las manos cuidadosamente. Luego voy subiendo poco a poco por los antebrazos, hasta los codos. El rumor del agua me impide oírla, pero sé que la respiración del paciente se acelera cuando llego a los codos. Se acelera, o incluso se interrumpe del todo por un momento. El médico va a realizar un examen interno; conscientemente o no, el paciente ha insistido para que así sea. Esta vez no estaba dispuesto a dejarse despachar con una simple receta. Pero ahora ha aparecido la duda. ¿Por qué se desinfectará el médico manos y antebrazos hasta los codos? Algo se tensa en el cuerpo del paciente. Y eso que lo que le conviene es relajarse. La relajación es clave para que un examen interno se desarrolle sin problemas.

Mientras tanto, me he dado la vuelta y me seco las manos, los antebrazos, los codos. Sigo sin mirar al paciente. Saco un par de guantes quirúrgicos de una bolsa de plástico que tengo en un cajón. Abro la bolsita rasgándola, piso el pedal de la papelera y tiro la bolsita. Sólo ahora, al ponerme los guantes, vuelvo a mirar al paciente. Su mirada es, cómo definirlo… distinta de cuando me he vuelto para lavarme.

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