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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (7 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Su gratitud será infinita. Esa noche, más tarde, consentirá lo que sea. Una polla sucia y sin lavar en la cara. Una polla sin lavar que le llene el pelo de semen rancio, acumulado durante meses. El pelo, el ombligo, los labios, los párpados. Semen amarillento. Amarillento como las páginas de un libro que nadie quería leer y que por eso se quedó al sol, al lado de la tumbona. Semen asqueroso y de mala calidad que huele como una botella de Yakult a medio beber olvidada al fondo de la nevera. Pero también ocurre lo contrario, es decir: que no os quepa duda de que una mujer guapa tampoco oye muy a menudo lo guapa que es. Ninguno de los hombres de la fiesta se atreve a decírselo. Cuando hablan entre ellas, las mujeres guapas se quejan a menudo de que todo el mundo da por hecho que lo tienen muy fácil. Lo dan tan por hecho como la Mona Lisa, la Acrópolis o la vista del Gran Cañón desde Grandview Point. Ya no tenemos palabras para las mujeres guapas. Nos quedamos sin habla, con la boca abierta. Hablamos eludiendo su belleza. «¿Has ido a algún buen restaurante últimamente? —pregunta la boca—. ¿Tienes planes para las vacaciones?» La mujer guapa da respuestas normales. Al principio, la alegra y alivia que alguien se le dirija de un modo tan normal, de que entablen con ella una conversación sobre cosas cotidianas. Un ejercicio de normalidad, de naturalidad. Como si en lugar de ser guapa fuese una persona igual que cualquier otra. Pero al cabo de un rato algo empieza a chirriar. Por mucho que nos esforcemos, no es natural. La mujer guapa lleva su belleza como un tocado de plumas en la cabeza. No es natural que todo el mundo vaya hablando sin que nadie mencione el tocado de plumas.

—Tienes una mujer muy guapa —dijo por ejemplo Ralph Meier en cuanto tuvo la oportunidad.

Estaba sentado frente a mí, delante de mi escritorio, y al menos no se anduvo con rodeos. Fue durante su segunda visita, menos de una semana después de
Ricardo II
. De nuevo había aparecido en mi sala de espera sin avisar ni pedir hora. «Paso un momentito, si no te importa —le había dicho a Liesbeth, mi asistenta—. Será un minutito y ya está.» Inicialmente pensé que venía por otra receta de aquellas pastillas, pero ni mencionó el tema.

—Es que estaba por aquí cerca, y he pensado que no me costaba nada pasarme y preguntártelo personalmente.

—¿Sí? —Intenté dirigirle la mirada más neutra posible, pero no podía hacer nada, era incapaz de evitarlo: sólo podía pensar en la mirada con que le había dado un repaso de pies a cabeza a mi mujer la semana anterior.

—El sábado que viene damos una fiesta. En casa. Si hace buen tiempo será en el jardín. Quería invitaros a ti y a tu esposa.

Lo miré mientras pensaba. Me pregunté si también nos habría invitado si yo hubiese estado casado con una mujer que no fuese Caroline, con una mujer menos apetecible.

—¿Una fiesta?

—Judith y yo. El sábado que viene cumplimos exactamente veinte años de matrimonio. —Negó con la cabeza—. Increíble. ¡Veinte años! Cómo pasa el tiempo.

Capítulo 9

—Ése no se anda por las ramas —dije—, va directamente a lo que le interesa.

Estábamos sentados a la mesa de la cocina. El lavavajillas zumbaba. Lisa ya se había acostado y Julia estaba en su cuarto haciendo los deberes. Caroline repartió el vino que quedaba.

—¡Por favor, Marc! Simplemente le resultas simpático. No deberías ser tan paranoico.

—¡Que le parezco simpático! En absoluto. Si acaso, se lo pareces tú. Me lo dijo tal cual: «Tu mujer es de lo más simpática, Marc.» Y así te miró en el teatro, como se mira a una mujer que te parece simpática… ¡No seas ridícula!

Caroline tomó un sorbo de vino, ladeó la cabeza y me miró. Me di cuenta de que la atención repentina del famoso actor Ralph Meier la divertía. Y la verdad es que yo no podía tomármelo a mal. En el fondo, a mí también me divertía. En todo caso, era mejor que cuando los actores famosos ni siquiera reparaban en tu mujer, pensé. Pero entonces volví a acordarme de su mirada sucia. Su mirada de ave de rapiña. No, no cabía duda de que la situación no era sólo divertida.

—Dices que nos invita a su fiesta porque quiere ligar conmigo —continuó Caroline—, pero no tiene sentido. Al fin y al cabo, también nos invitó al estreno, ¿no? Y entonces aún no me había visto.

Tuve que admitir que aquello tenía lógica. Pero incluso así no era lo mismo que te invitaran a un estreno que a una fiesta en casa de alguien.

—Mirémoslo de otro modo —propuse—. El mes que viene es tu cumpleaños. ¿Invitarías a Ralph Meier a tu fiesta?

—Pues… —Ella me lanzó su mirada más picara—. Bueno, no. Creo que no, no. En eso tienes razón. Lo único que digo es que no tienes que buscar motivos ocultos en todo. A lo mejor le caemos bien de verdad. Me refiero a ambos. Podría ser, ¿no? En el estreno estuve un buen rato hablando con su mujer. No sé, a veces estas cosas pasan, que conoces a alguien y te llevas bien enseguida. Es lo que noté con Judith. Quién sabe, a lo mejor fue ella quien le pidió a Ralph que nos invitara.

Judith. Se me había olvidado su nombre otra vez. La primera vez había sido al instante, después de que me estrechara la mano en el foyer del teatro. La segunda vez había sido esa mañana, cuando Ralph Meier empezó a hablar de la fiesta.

«Judith —me dije mentalmente—, Judith.»

Seré sincero. Cuando me estrechó la mano y me dijo su nombre, la miré como todos los hombres miran a una mujer que entra por primera vez en su campo visual. «¿Podrías hacerlo con ella?», pensé mientras la miraba a los ojos. «Sí», fue la respuesta.

Y Judith también me miró. A veces es cuestión de una fracción de segundo; una mirada sostenida justo un poco más de lo normal. Así es como nos miramos. Un poco más tiempo de lo que se puede considerar estrictamente decente.

Y mientras se me olvidaba su nombre, me sonrió. No tanto con los labios como con los ojos.

«Sí —respondían aquellos ojos—. Yo contigo también.»

«Decencia» no es la palabra correcta. «Decente» aparece en frases que preferirías no oír salir nunca de tu boca, como: «La verdad, habría esperado que aquí se mantuvieran unas normas mínimas de decencia.» No, «decente» es un adjetivo que no se me aplica. Miro así a las mujeres porque, si no, no sabría cómo mirarlas. Tal vez sea una lástima para las mujeres «simpáticas», para las mujeres que «no están mal»; pero a ésas, por si acaso, nunca las miro mucho rato. No es que sea maleducado, si hace falta soy capaz de mantener una conversación animada, pero mi lenguaje corporal no debe dar lugar a ningún malentendido. «Contigo no —escribe ese lenguaje corporal en letras claras en mi frente—. Ni se me pasaría por la cabeza. Ni en mil años.» Las mujeres simpáticas compensan su falta de atractivo corporal con talentos, innatos o no, en otros ámbitos. Por ejemplo, preparan todos los bocadillos de un guateque con más de cien invitados. O traen gorritos de fiesta y antifaces para todo el mundo. O llegan en una bici de reparto con más leña de la que se necesita para todas las estufas de la terraza. «Wilma es un encanto —comenta la gente—. ¡Qué agradable es! Nadie más hace algo así, ¿a quién se le habría ocurrido?» Claro que Wilma está demasiado pálida o demasiado delgada, o simplemente es demasiado fea, y todo el mundo se da cuenta, pero la pobre hace desinteresadamente tantas cosas encantadoras al mismo tiempo que sería de desalmados comentarlo. Al final, en alguno de esos guateques con más de cien personas algún hombre acabará pegado a Wilma. A menudo, literalmente. Es el mismo hombre que hemos visto al borde de la pista de baile durante toda la noche. Se movía siguiendo a los bailarines, pero en ningún momento salió a bailar. La botella de cerveza de su mano se mecía al ritmo de la música, lo único del hombre que se movía rítmicamente. «¿Te acuerdas de aquel tipo —comenta luego la gente—, el de la fiesta? Pues ahora está con Wilma.» A partir de entonces, es él quien va a la panadería por doscientos panecillos y quien corta la leña para las estufas de la terraza. Wilma descansa un poco después de años de fingir ser un encanto. ¿Quién puede reprochárselo? Luego, además, llegan los niños. Suelen ser feos. Superdotados y con problemas de sociabilidad. Niños a quienes les gusta ir a la escuela. Niños que adelantan un par de cursos, pero no dejan de ser víctimas del acoso escolar. Por lo general es culpa de la sociedad que más adelante solamente puedan trabajar como mozos en una granja biológica. Mientras, las amigas de Wilma se preguntan qué debió de ver en ese hombre que no sabe moverse, pero el caso es que lo entienden. Qué es lo que entienden es algo que nunca le dirían a Wilma, pero que sí comentan entre ellas:

—Es bueno para Wilma tener a alguien, al menos. Puede sonar raro, pero en cierto modo hacen buena pareja.

«¿Podrías?» Cuando yo estudiaba, siempre nos lo preguntábamos en la clase de Anatomopatología, cuando colocaban un cadáver nuevo sobre la camilla. Un día era un anciano demacrado que había donado su cuerpo a la ciencia; otro, una víctima de un accidente de tráfico que llevaba una chaqueta en cuyo bolsillo interior se había encontrado un carnet de donante. Era para romper la tensión, la tensión que precede al acto de clavar el bisturí en una persona.

—¿Podrías? —nos susurrábamos unos a otros cuando el profesor no podía oírnos—. ¿Por cien mil? ¿Por un millón? ¿No? ¿Y por cinco millones?

Por aquel entonces ya dividíamos los cuerpos en categorías. «Simpático» significaba simplemente feo; «atractivo» era alguien con una cara bonita o agradable, pero con un cuerpo que se podría bautizar con una botella de champán; «bellezón» significaba que en la camilla había una modelo, por lo menos. Que era una auténtica pena que ese cuerpo estuviese tan frío y ya no se moviese.

Caroline me miró.

—¿De qué te ríes? Otro de tus chistes privados, ¿no?

Negué con la cabeza.

—No; pensaba en Judith —dije—, y en Ralph. En cómo te miró. Ella seguramente no tiene ni idea de que al invitarte a la fiesta está dinamitando sus veinte años de matrimonio.

—¡Marc! No tengo la más mínima intención de estropear su aniversario de boda.

—Ya sé que no es lo que pretendes. Pero has de prometerme que no te separarás ni un segundo de mí.

A Caroline se le escapó la risa.

—¡Oh, Marc! Es magnífico tener un marido como tú. Un marido que me vigila, que me protege.

Ahora fue mi turno de ladear la cabeza y mirarla maliciosamente.

—¿Qué vas a ponerte? —pregunté.

Capítulo 10

Todos los padres prefieren un hijo a una hija. Y todas las madres también, por cierto. El profesor Herzl nos daba Biología Médica. El primer año ya nos habló del instinto.

—El instinto no se puede eliminar —nos dijo—. Años de civilización pueden volverlo invisible. La cultura y el derecho nos obligan a controlar nuestros instintos, pero nunca están lejos. Esperan para atacar cuando nadie presta atención.

El profesor Aaron Herzl. Por si a alguien le suena el nombre, sí, es el mismo Aaron Herzl a quien años más tarde, a raíz de su estudio sobre el cerebro de los criminales, mortificaron hasta que abandonó la universidad. Hoy en día los resultados de su estudio gozan de aceptación generalizada, pero en aquellos años (cuando yo estudiaba) ese tipo de opiniones solamente podían expresarse en voz baja. Eran años en que aún se creía en la bondad del ser humano, la bondad innata de todas las personas. Una persona mala podía mejorar, dictaba la moda imperante en aquella época. Todas las personas malas.

—El concepto «ojo por ojo, diente por diente» describe mucho mejor la naturaleza humana de lo que nos atrevemos a admitir en público —nos instruía Herzl—. Matas al asesino de tu hermano, castras al violador de tu mujer con un cuchillo de carnicero, cortas las dos manos de quien se cuela en tu casa para robar. El Derecho solamente provoca un retraso infinito para acabar con la misma sentencia. Muerte. Fuera. No queremos volver a ver a asesinos ni a violadores paseando por nuestras calles. Si el padre muere, el hijo ocupa su lugar. Echa a quienes se han colado en su casa y mata a los bárbaros que intentan violar a su madre y a sus hermanas. En el parto, no sólo el padre sino también la madre respiran aliviados cuando el primogénito resulta ser un niño. Son hechos que no se pueden eliminar sin más con dos mil años de civilización. Bueno, ¿qué estoy diciendo? ¿Dos mil años? Si hace cuatro días todavía era así. Hace apenas veinte o treinta años. Nunca debemos olvidar de dónde venimos. Que los hombres sean amables, divertidos, dulces, nos parece estupendo. Pero hay que ser conscientes de que es puro lujo. En un campo de concentración, los hombres amables y divertidos no sirven de nada.

No quiero que nadie me malinterprete. Quiero a mis hijas. Más que a nada ni a nadie en este mundo. Sólo intento ser sincero. Yo quería un hijo. Lo deseaba tan profundamente que casi me dolía. Un hijo. Un chico. Mientras cortaba el cordón umbilical, pensé en el instinto. Julia. Desde que nació se convirtió en lo más importante de mi vida. Mi niña. Fue amor a primera vista, el tipo de amor que hace que se te humedezcan los ojos. Pero el instinto era más fuerte. «La próxima vez lo harás mejor —me susurraba—. Dentro de dos años tendrás otra oportunidad.» Con el nacimiento de Lisa todo estuvo perdido. Nos planteamos brevemente la posibilidad de un tercer hijo, pero yo no sentía curiosidad por otra hija. Las cosas van como van. La posibilidad de tener una tercera hija era cien veces superior a la de tener un hijo. Los hombres con tres o más hijas son patéticos. Había llegado el momento de rendirme a los hechos, de aprender a vivir con lo que había. Empecé a sopesar ventajas y desventajas, como se hace para decidir entre ciudad o campo. En el campo se ven más estrellas, hay más silencio, el aire es más limpio. En la ciudad tienes la vida al alcance de la mano. Es cierto que hay más ruido, pero no hace falta conducir siete kilómetros para comprar el periódico. Hay cines y restaurantes. En el campo hay más insectos; en la ciudad, más tranvías y taxis. Seguramente no hace falta que especifique que, en mi comparativa mental, la niña era el campo y el niño, la ciudad. La gente que vive en el campo hace auténticos malabarismos para presentar incluso las desventajas como ventajas. «Sólo tengo que coger el coche y en una hora estoy en la ciudad —dice el antiurbanita—. Puedo ir a ver una película y salir a cenar, pero siempre me alegro de volver a la paz y la tranquilidad de la naturaleza.»

Una hora de ida y otra de vuelta: es la mejor definición posible de la distancia entre tener una hija o un hijo. Después de nacer Lisa, me sometí a una vida campestre. Decidí aceptar las desventajas y, especialmente, aprovechar las ventajas. Las niñas no son tan inquietas. Las niñas son más dulces. Una habitación de chica huele mejor que una de chico. Las chicas hacen sufrir más que los chicos, toda la vida. La cuestión de a qué hora las dejas volver de la fiesta de la escuela es muy distinta que con chicos. Entre la escuela y casa hay muchos caminitos oscuros. Por otro lado, todas las hijas se enamoran de sus padres. La sempiterna lucha por el espacio vital se libra con las madres. A veces Caroline lo pasaba mal.

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