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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (11 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—¿Qué os parece? —pregunté a mi familia—. Por aquí cerca hay otros campings.

—No sé… —dijo Caroline.

Julia se encogió de hombros. Lisa preguntó si había piscina. Justo iba a responderle negativamente cuando de la cabaña salió un hombre. Echó un vistazo a la matrícula de nuestro coche y se acercó con la mano extendida.

—¡Buenas tardes! —dijo en perfecto neerlandés; llegó al lado de Caroline, y ya le había agarrado la mano antes de que ella pudiese apartarla.

¡Un holandés! Holandeses en el extranjero. Holandeses que van al extranjero y montan algo. Convierten una ruina derruida en un hotel o pensión, abren una crepería en la playa más bonita de toda la costa, o instalan un camping en un claro del bosque. Nunca he podido evitar tener la sensación de que estos neerlandeses están robándole algo a la población local. Algo que la población local sabría hacer perfectamente. Además, la mayoría no aguanta mucho tiempo. La gente los mira por encima del hombro, o simplemente los fastidian hasta que se largan. Las tejas de la pensión se entregan demasiado tarde, los permisos del campo de minigolf se pierden en el correo, el extractor de la crepería no cumple los requisitos de seguridad vigentes en el lugar. Los emprendedores neerlandeses se deshacen en lamentaciones sobre el insondable complot en su contra de la burocracia local.

«Pero ¿qué es lo que quieren? —exclaman a menudo en voz alta—. Nadie hacía nada con esa ruina. En ese bosque había menos que nada, en serio. Nadie iba a esa playa. Nosotros arrimamos el hombro, los holandeses somos gente emprendedora. ¿Por qué nos encontramos tanta oposición? Aquí ya nacieron cansados.»

Al cabo de dos o tres años de insultar y quejarse de los lugareños, y en general de todos los extranjeros y su holgazanería, recogen sus bártulos y se vuelven de vacío a casa.

Mientras estrechaba a mi vez la mano tendida del propietario del camping, intenté deducir por su cara en qué fase se encontraba en ese momento. Es como con una enfermedad maligna: primero hay esperanza, después viene la negación, y sólo al final llega la resignación.

—Bienvenidos —dijo el hombre.

Su apretón de manos era firme pero forzado. Se le notaba que trataba de mirarme lo más animadamente posible, pero sus ojos delataban una falta de sueño crónica. Capilares rojos en el blanco de los ojos, consecuencia de pasarse noches en vela atormentado por las dudas y los productos no entregados o entregados demasiado tarde. Le di un año, como mucho. Antes del próximo verano haría sacrificar los animalitos de granja y se volvería a Holanda.

Lo primero que hizo fue estudiar un plano del camping. Negó con la cabeza y respiró hondo un par de veces mientras movía el dedo índice por encima del plano, pero era mal actor.

—¿Puedo saber cómo nos han encontrado? —preguntó cuando, después de varios suspiros más y de frotarse la mejilla en pose meditabunda, nos hubo indicado una parcela—. Abrimos hace sólo dos años y todavía no aparecemos en todas las guías.

Dos años. No pude reprimir una sonrisa. Lo había acertado. Después de la negación viene la resignación. El contar los días.

—Tenemos buen olfato para estas cosas —aseguré—. Nos gustan los campings en que lo más importante es el hecho de acampar en sí. Acampar en plena naturaleza, sin florituras innecesarias como billares, máquinas recreativas o toboganes de agua.

Capítulo 14

A veces las cosas van demasiado rápido. Demasiado rápido para poder parecer casualidad. Yo había previsto un par de días tranquilos, sin grandes acontecimientos. Un libro, una partidita de bádminton, un paseo. Había que crear un vacío. El vacío de los primeros días de vacaciones. Después de ese vacío, agradeces que ocurra algo. Estás abierto a conocer gente, a los cambios, a ver caras nuevas. La primera noche decidimos ir a comer gambas y calamares a la romana en la terraza de un bar de la playa. Estábamos cansados del viaje. No queríamos acostarnos tarde. Yo me pasaría horas despierto, escuchando la respiración regular de mi familia dormida. Pero las cosas fueron de otro modo. Sobre todo, fueron demasiado rápido.

Con el beneplácito de Caroline («Vete, que si no estarás en medio todo el rato»), fui a dar una vuelta por el camping mientras ella, ayudada por Julia y Lisa, montaba la tienda. Me metí por un sendero cualquiera entre los árboles. Había pocas tiendas más, y ninguna caravana. Pasé al lado de una pequeña construcción de madera en que se encontraban los «sanitarios ecológicos». Para mí, ésa es la peor pesadilla de ir de camping: que para mear por la noche tienes que salir de la tienda. Yo siempre lo posponía al máximo; tanto, que al final me dolía. Entonces metía los pies a duras penas en las zapatillas húmedas. No tenía ni la más remota intención de ir al edificio de los lavabos en plena noche; lavabos con polillas que aletean y chocan una y otra vez contra la luz de fuera, lavabos donde los insectos, que nunca duermen, te pican hasta en los lugares más impensables del cuerpo. Abría la cremallera de la tienda y daba un par de pasos, como máximo. A veces había estrellas; otras veces, luna llena. Debo admitir que también he vivido momentos felices entre los árboles, oyendo cómo mi pis se estrellaba contra la hierba y los tallos de las ortigas. Miraba hacia arriba, a los miles de estrellas. «Esto es lo que hay —pensaba en momentos así—, lo que tienes delante de ti. Todo lo demás son tonterías.» No había nada antes de ese instante, y después tampoco. Habíamos comprado la tienda la primera vez que fuimos de vacaciones a América. Era una tienda para cuatro personas. Entonces Caroline y yo estábamos solos. Nos apretujábamos el uno contra el otro en los sacos enganchados por la cremallera. A nuestro lado sobraba mucho espacio. El futuro. Después de mear, siempre aguardaba un poco antes de volver a la tienda. Miraba la luna que tenía sobre la cabeza y bajaba los ojos hasta ver su resplandor sobre la hierba. Ahora, dentro de la tienda, además de mi mujer, dormían mis dos hijas. Yo estaba fuera. No volvía a la calidez del saco de dormir hasta que el primer escalofrío me recorría la espalda.

Los sanitarios ecológicos eran poco más que un par de tableros de madera en los que habían serrado un agujero. Debajo del agujero estaba oscuro; el fondo no se veía, pero se olía. Tanto en la parte interior como en el exterior de la puerta había unas moscas azules y gordas que no huyeron cuando agité la mano. Cerré la puerta de nuevo y me alejé. Así llegué al terreno cercado de los «animales de granja». Vi una llama, algunas gallinas y un asno. No crecía ni una brizna de hierba, sólo había barro. Y excrementos por todas partes. Hasta en el pelaje marrón oscuro de la llama había excrementos y manchas de barro. El asno, demasiado delgado, era el que estaba más cerca de la valla. Se le marcaban las costillas, temblaba de pies a cabeza y pegaba coletazos para espantar las moscas. Las gallinas estaban todas apretujadas en un rincón, sin moverse.

Sentí que me invadía una furia sofocante. Iba a volver al lugar en que Caroline y las niñas estaban montando la tienda para anunciar que teníamos que irnos de inmediato, cuando noté que me tocaban suavemente la mano izquierda.

—Papá…

—Lisa.

Mi hija pequeña me agarró el dedo índice y el dedo corazón con su manita. Juntos miramos un rato los animales al otro lado de la valla.

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Está enfermo ese asno?

Respiré hondo antes de responder.

—No lo sé, preciosa. Es que hay muchas moscas, y las moscas lo molestan, ¿ves?

Miré al tembloroso asno justo cuando daba un par de pasos inseguros y sacaba la cabeza por encima de la valla, y sentí que los ojos se me humedecían.

—¿Puedo acariciarlo, papá?

No respondí. Tragué algo, un nudo que se me había hecho en la garganta. Bueno, eso es lo que suele decirse en este tipo de situaciones, pero en realidad es algo más blando que un nudo, más blando y más líquido.

Lisa puso la manita sobre la cabeza del asno. Se levantó una nube de moscas. El asno parpadeó. Yo aparté la mirada y me mordí el labio inferior.

—¿Papá?

—¿Sí, cariño?

—¿Podemos comprarle algo luego? ¿Zanahorias o algo así?

Puse ambas manos en los hombros de mi hija y la acerqué hacia mí. Primero carraspeé; no quería que el sonido de mi voz la alarmara innecesariamente.

—Qué buena idea, cariño. Zanahorias, lechuga, tomates. Ya verás cuánto le gustarán.

En la playa sólo había un restaurante con mesas y sillas sobre la arena. Estaba muy lleno, pero tuvimos suerte y cogimos la última mesa libre. Pedimos cerveza para mí y para Caroline, una Fanta para Lisa y una Cola-Cola light para Julia. El sol ya se había escondido detrás de las rocas, pero la temperatura seguía siendo agradable.

—¿Podemos ir hasta la orilla? —preguntó Lisa.

—Vale —dijo Caroline—, pero primero mirad el menú a ver qué os apetece. Ya os llamaremos cuando lo traigan.

Echaron un vistazo rápido a la carta. Lisa quería macarrones con salsa de tomate, Julia sólo una ensalada.

—Julia, tienes que comer algo más. Pide al menos una hamburguesa con la ensalada, o unos macarrones, como Lisa.

—No tengo hambre —repuso Julia y se levantó—. ¿Vienes? —le preguntó a su hermana.

—Id con cuidado —las advirtió Caroline—, y no os metáis en el agua sin nosotros. Quedaos en la arena.

Julia resopló y puso los ojos en blanco. Lisa ya había echado a correr entre las mesas hacia la orilla. Julia la siguió con sus chanclas. Sólo llevaba una camiseta y el biquini rojo que se había comprado antes de las vacaciones, y vi que dos hombres sentados un par de mesas más allá giraban la cabeza para seguirla con la mirada.

—Últimamente come poquísimo —dijo Caroline—. No puede ser.

—Bah, no es para tanto. Mejor demasiado poco que en exceso. ¿O preferirías una hija de esas gordas con michelines por todas partes?

—No, claro que no. Pero a veces me preocupa. En casa hace lo mismo. Primero se come toda la lechuga, y luego dice que no tiene hambre.

—Es un poco la edad, creo yo. Imita a las modelos de las revistas. Kate Moss tampoco come mucho. Pero mejor así que al revés. Y eso no te lo dice tu marido, sino el médico.

Tomamos otra cerveza y luego pedimos una botella de vino blanco. El sol ya se había puesto del todo. Detrás del restaurante empezaban las rocas; la cuesta era empinada. Más arriba había un par de villas que ya tenían las luces encendidas. Se oía el fragor de las olas, pero como la playa estaba en pendiente, desde donde nos encontrábamos no veíamos a nuestras hijas.

—¿Te parece que vaya a ver dónde están? —preguntó Caroline.

—Esperemos a que llegue la cena. No puede pasarles nada.

De hecho, estaba tan intranquilo como ella, pero ése era nuestro reparto de papeles habitual. Caroline expresaba siempre primero su preocupación, tras lo cual yo le decía que no exagerase. Si hubiese estado solo con las niñas, ya habría ido tres veces a comprobar que las olas no las hubiesen arrastrado a mar abierto.

Caroline me agarró la mano.

—Marc, ¿aguantarás en ese camping? Quiero decir, es que es acampar a saco ya desde el primer día. También habríamos podido ir a algún camping con más comodidades.

—He visto los animales. Están gravemente desnutridos. Y seguramente enfermos.

—¿Quieres ir a otro camping? Podemos quedarnos en éste una noche y mañana buscar otro.

—De hecho, habría que enviarle un inspector de sanidad a ese capullo. Le cerrarían el chiringuito en el acto. Pero entonces seguramente sacrificarían a los animales.

Un chico con camiseta y vaqueros nos trajo el vino. Descorchó la botella, la metió en una sencilla cubitera y la dejó en nuestra mesa. No nos ofreció catarlo antes, pero no resultó necesario. Estaba muy frío y sabía a uva pasada puesta a remojo toda una noche en un arroyo de montaña.

—Podríamos irnos mañana, ¿no? ¿Realmente quieres denunciar a ese hombre por un par de animales enfermos? Podría arruinarse.

—Me he traído algo de material. Primeros auxilios sobre todo, pero también antibióticos y cosas así. Mañana iré a ver qué puedo hacer.

—Pero, Marc, estás de vacaciones. No te pongas ya con un proyecto desde el primer día. Aunque querer ayudar a unos animales enfermos es muy bonito.

Eso era algo que Caroline me reprochaba a veces. Mirándolo bien, era el único punto de conflicto entre nosotros: que durante las vacaciones yo siempre quisiera tener algo que hacer. Ella podía pasarse horas con un libro al lado de una piscina, o simplemente con la mirada perdida bajo las gafas de sol en una tumbona en la playa, mientras que yo al cabo de media hora ya quería tener algo entre manos. Construía presas y castillos en la playa, desherbaba todo el sendero de entrada de la casa que habíamos alquilado. Hasta mis hijas llegaban a cansarse de mí. Al principio me ayudaban a cavar canales de desagüe por los cuales el agua de las olas se desviaría sin provocar daños a nuestro castillo, pero pasada una hora se rendían.

—Vamos a descansar un poco, papá —decían.

Y Caroline:

—Marc, ven a tumbarte. Me canso sólo de verte.

Ahora quería replicarle que hacer algo por esos animales enfermos me parecía mi deber como médico, pero que no le dedicaría mucho tiempo, cuando oímos la voz de Julia.

—¡Papá! ¡Mamá!

Caroline dejó la copa de golpe sobre la mesa y se levantó.

—¡Julia! —gritó—. ¿Qué pasa?

Pero no pasaba nada. Julia se nos acercó por la arena. A la luz de las lámparas de la terraza vimos que nos saludaba con la mano. También vimos que no estaba sola. A su lado caminaba un chico. Hasta entonces yo sólo lo había visto en una ocasión, pero aun así supe enseguida quién era. Por los rizos rubios, pero aún más por algo en su manera de caminar: un paso lento y dificultoso, como si andar por la arena le resultase demasiado pesado.

—¿Sabéis quién está aquí también? —gritó Julia antes de llegar a nuestra mesa.

Capítulo 15

A veces las cosas van demasiado rápido.

—¿Lo sabías? —preguntó Caroline esa misma noche, mucho más tarde, mientras tomábamos una última copa de vino delante de la tienda. Julia y Lisa ya dormían—. Lo sabías —afirmó sin esperar respuesta. Estaba oscuro. Me alegré de no tener que mirarla—. ¿Por qué, Marc? ¿Por qué?

No dije nada. Jugueteé con mi copa y bebí un rápido sorbo. Pero estaba vacía. Nos hallábamos en nuestras sillitas plegables, con las piernas estiradas sobre la pinocha. A veces notaba que algo me cosquilleaba los tobillos. Una hormiga. Una araña. Pero no me movía.

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