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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (13 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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La casa estaba en una colina entre otras residencias de vacaciones, a unos cuatro kilómetros de la playa. A tres kilómetros de nuestro camping. Como era demasiado lejos para ir a pie, fuimos en coche.

—Uf, la verdad es que me esperaba otra cosa —comentó Caroline, mientras intentábamos distinguir los números de las casas desde las ventanillas abiertas, cosa que no resultaba fácil, porque la mayoría no tenían, o los tenían ocultos por hiedras u otras plantas.

—Hace un momento estábamos en el cincuenta y tres, luego venía el cincuenta y cinco, pero ahora he visto un número más bajo —dije. Detuve el coche un momento y saqué la cabeza por la ventanilla—. Treinta y dos, ¡maldita sea! ¿Qué quieres decir con lo de que te esperabas otra cosa?

—No sé, algo más artístico, tal vez.

Di media vuelta al final de una calle sin salida. Habíamos llegado también al punto más alto. A lo lejos se veía una franja azul del mar, y abajo serpenteaba la carretera que conducía a la playa. Miré a mi mujer. Años atrás, ella también había estado a punto de casarse con un capullo soso. La había visto por primera vez en una fiesta. Un cumpleaños de amigos. Caroline era una antigua amiga de juventud de la esposa del homenajeado. El capullo soso no era amigo de nadie, iba con ella.

—No conozco a nadie más aquí —me dijo. Estábamos al lado de la mesa de los canapés. Dejó el vaso de cola y sacó una pipa—. He venido con mi novia.

Miré cómo sus dedos llenaban la pipa de tabaco. «¿Qué mujer puede querer a un hombre que fuma en pipa?», pensé.

Y al instante siguiente, Caroline apareció a su lado.

—¿Nos vamos? —le preguntó al capullo soso—, no me encuentro muy bien.

A veces el contraste entre un hombre y una mujer es tan enorme que no puedes evitar preguntarte si hay otros factores en juego. Factores económicos, por ejemplo. O factores relacionados con estatus y fama. La modelo de veinte años al lado del millonario de sesenta. Un bellezón de impacto con el futbolista más feo imaginable. Nunca es un futbolista de tercera división, ni siquiera un futbolista de tercera división con el aspecto de David Beckham. No, el futbolista siempre juega en primera. Un futbolista de primera división con pelo ralo y sucio, y una sonrisa con más encía que dientes. Es un trato. La luz de los focos embellece a la modelo. Puede comprar cuanto quiera en Milán y Nueva York. El futbolista feo y el millonario viejo demuestran que pueden conquistar a las mujeres más guapas del mundo. «¿Cómo es posible? —te preguntas—. ¿Qué verá en ese capullo?»

—Ah, perdón —dijo Caroline, y me tendió la mano.

—Marc —dije mientras se la estrechaba. Primero reprimí la tentación de sostener la mano más tiempo de lo que se considera normal. Luego reprimí la tentación de decir algo gracioso. Miré un momento al capullo soso, que había encendido la pipa y estaba soltando densos nubarrones de humo. Fue pura intuición. No me hacía falta decir nada gracioso: yo era gracioso. En todo caso, mucho más que aquel petardo.

Ya he hablado de mi aspecto. Lo que debo añadir es que a primera vista no parezco médico. En todo caso, no lo parezco en fiestas de cumpleaños. «¿Hay algún médico en la sala?», pregunta la gente cuando alguien se desmaya o se abre la mano con un cristal, roto. En primera instancia no se fijan en mí. Un hombre que viste deportivas no precisamente nuevas, vaqueros no demasiado limpios y camiseta. Con el pelo despeinado a propósito; tengo el tipo de pelo en que queda bien. Antes de ir a las fiestas de cumpleaños, me planto ante el espejo, pongo los dedos en los laterales de la cabeza y los sacudo brevemente de arriba abajo. Perfecto.

Miré a la mujer que se había presentado como Caroline. De repente supe por qué estaba con aquel tipo: el reloj biológico. Había mirado la hora y decidido que el tiempo empezaba a apremiar. Pero sería una auténtica lástima. Eché un vistazo al capullo soso. Vi genes débiles. A lo mejor niños feos. Niños feos que un padre fumador de pipa iría a recoger al colegio. Acababa de decir que no se encontraba bien, recordé, y de repente mi corazón dio un vuelco. ¿Y si fuese demasiado tarde? La idea fue tan horrible que me salté todas las formalidades y me lancé directamente al ataque.

Como hombre que soy, una mujer embarazada dejaba de interesarme. Con una mujer embarazada intercambiaría un par de cortesías y luego la dejaría con su capullo soso. El niño crecería en una casa en que el hedor del humo de pipa impregnaría la ropa, los muebles y las cortinas.

—Algunas mujeres creen que no deberían beber alcohol si están embarazadas —dije—, pero una copa de vino tinto no puede hacer ningún daño. Más bien al contrario. Viene bien para relajarse, y también es bueno para el feto.

Caroline se ruborizó. Por un momento temí haber acertado, pero entonces lanzó una ojeada al petardo y luego volvió a dirigirse a mí:

—Bueno… estamos intentándolo. Lo de quedarme embarazada. Pero de momento no ha funcionado.

Exhalé un profundo suspiro. Un suspiro de alivio.

—No te lo tomes a mal —dije—. Debes de preguntarte por qué me meto donde no me llaman. Es deformación profesional. Si las mujeres dicen que se encuentran mal, enseguida pienso… bueno, en eso.

Entornó los párpados. «¿Deformación profesional? —se preguntaban aquellos ojos entrecerrados—. ¿De qué profesión?»

—Soy médico —anuncié.

Sin dejar de mirarla fijamente, me metí los dedos en el pelo y me lo tiré hacia atrás como sin pensarlo, con lo que quedé aún más despeinado. Dejé de mirar al capullo soso. Como si no estuviera. Como si ella y yo estuviésemos a solas. En retrospectiva, creo que así era.

—Médico —repitió Caroline, y sonrió. No intentó disimular que me estaba repasando de pies a cabeza con una mirada corta y analítica. Debió de gustarle lo que veía, porque su sonrisa se ensanchó, dejando al descubierto sus bonitos dientes.

—¿Qué pensaste en ese momento? —le pregunté más adelante. No una sola vez, sino unas dos veces al año. Mucho después de nuestro primer beso, ambos seguíamos disfrutando con la reconstrucción del momento en que nos conocimos.

—Pensé que era lo último que hubiese dicho —respondía siempre—. ¡Médico! Qué médico tan simpático, pensé. Con ese pelo alborotado y la ropa desaliñada. ¿Y tú? ¿Qué pensaste?

—Pensé: ¿qué estará haciendo con un petardo como éste? Qué pena, una mujer tan guapa. Que una mujer tan guapa tenga que vivir rodeada de humo de pipa.

—Si no te encuentras bien, Caroline, más vale que nos vayamos ya —dijo la voz del petardo fumador de pipa desde fuera de la imagen.

—Creo que me quedo un rato más —respondió ella—. Me parece que me tomaré otra copa de vino tinto.

—¡Mira, papá! —gritó Lisa desde el asiento de atrás.

—¿Qué? —pregunté mientras pisaba el freno—. ¿Dónde?

—¡Ahí! Ese chico de ahí es Alex.

Capítulo 17

—¿Quiere alguien otra sardinita? Todavía hay de sobra.

Ralph se limpió los dedos en la camiseta y nos miró interrogativamente.

—¿Tú, Caroline? Emmanuelle,
you want some more
?
You can have it
. No, espera, ¿cómo se dice eso en inglés? —Se volvió hacia Stanley y le guiñó un ojo—. Ella no tiene que preocuparse de si engorda, ¡no como nosotros! ¿Y tú, Marc? Va, tú eres el médico. Las sardinas son saludables, tienen grasas de las buenas, ¿no?

—Sí, es cierto —dije, y me froté el vientre—. Pero estoy lleno, Ralph. Gracias.

Estábamos sentados en la terraza, alrededor de dos mesas de plástico blanco colocadas una junto a otra. En torno a la terraza había un muro curvo de media altura hecho con rocas falsas en las que habían esculpido conchas y fósiles de animales marinos. La barbacoa estaba en un hueco de la pared, y tenía incluso una chimenea recubierta de tejas rojas. Sin embargo, un denso olor a sardinas flotaba entre nosotros, como el humo de un incendio. Era un olor que se pegaba a todo: a la ropa, al pelo y a las parras y hojas de palmera que teníamos sobre la cabeza. Yo había albergado la esperanza de que nos dieran carne. Cordero o cerdo. Muslos de pollo, incluso. Odiaba las sardinas a muerte. No las sardinas de lata, cuyas espinas ya se han fundido en la grasa, sino la variante fresca, que requiere un trabajo de chinos que ocupa más tiempo que la ingestión en sí. Crees que has retirado todas las espinas, pero en cada mordisco se te cuelan veinte. Espinas que a continuación se te clavan en las encías y el paladar, o se te quedan atravesadas en la garganta. Y luego está el olor; mejor dicho, el hedor. El hedor que a mí, en todo caso, me avisa de que más vale dejar este tipo de comida a un lado. Se te queda en los dedos durante días. Bajo las uñas. La ropa que lleves tiene que ir directamente a la lavadora. No tienes otra que lavarte el pelo. Y encima, te repiten toda la noche y la mañana siguiente para que no olvides lo que cenaste.

—¿Vera? —preguntó Ralph entonces a la madre de Judith—. Tú no me fallarás, ¿a que no?

Era la primera vez que oía a alguien pronunciar su nombre. Tenía el cabello gris y corto. Un peinado práctico. Vera, repetí mentalmente. Su pelo encajaría mejor con Thea, o Ria. Tenía un rostro agradable pero vacío, con pocas arrugas para su edad. Una mujer práctica y sana, que muy probablemente había llevado una vida comedida y sin desmadres, y que después de una sola copa de vino blanco ya había empezado a dar cabezadas. Yo esperaba que en cualquier momento diese la cena por acabada, se excusara y se fuera a su habitación.

Poco después de nuestra llegada, Judith nos había enseñado la casa. En el primer piso, el más grande, estaban el salón comedor, la cocina y tres dormitorios. Incluso sin la explicación de Judith habría sido fácil adivinar de quién era cada uno. El de la cama de matrimonio con montones de libros y revistas en las mesillas de noche era el que compartía con Ralph. La habitación un poco más pequeña con el suelo cubierto de ropa, zapatos, pelotas de tenis y gafas de submarinismo tirados por todas partes era la de Alex y Thomas, y la más pequeña, con una cama individual, la de su madre; No sé por qué, pero fue sobre todo en esta última habitación, donde me quedé un poco más en el umbral mientras Judith y Caroline volvían hacia el salón. Estaba prácticamente vacía; casi parecía una celda de monja. Sobre el respaldo de la única silla había una chaqueta marrón y debajo de aquélla, bien colocadas una junto a la otra, dos zapatillas moradas. En la pared del lado de la cama colgaba un dibujo al carbón de una barca de pescadores varada en la playa. En la mesilla de noche había una fotografía enmarcada; o al menos supuse que debía de tratarse de una fotografía, a pesar de que el marco estaba de espaldas a mí. Oí las voces de Judith y mi mujer. Habría podido. Habría podido entrar dos pasos para ver quién (o qué) aparecía en la fotografía, pero me contuve. «Luego —me dije—. Hay tiempo de sobra.» En la parte delantera de la casa había un gran ventanal que se extendía a todo lo ancho del comedor. A través de él se veían las colinas que formaban la línea de costa en esta zona. La mayoría de los muebles del comedor eran feos: un sofá verde y dos sillones también verdes de los que no se sabe bien si son imitación de piel o plástico. Una mesa grande de ratán con tablero de plástico mate. La mesa de comer era de madera oscura maciza, las sillas que la acompañaban tenían el respaldo afelpado rojo.

—Los propietarios son ingleses —dijo Judith.

En la planta baja había un garaje y un apartamento separado del resto de la casa, con su propia puerta principal. Ahí se alojaban Stanley y Emmanuelle. Yo tenía la difusa esperanza de que también nos lo enseñase, pero Judith apenas entreabrió la puerta y gritó algo, tras lo cual Stanley apareció en el umbral. Llevaba a la cintura una toalla de baño blanca que le cubría hasta las rodillas.

—Emmanuelle está duchándose —dijo.

Miré la parte descubierta de su cuerpo. Tenía el vientre liso para su edad. Liso y moreno. Pero la piel en sí tenía un tono algo apagado. El vello pectoral y del bajo vientre era casi blanco.

—¿Venís a tomar algo? —preguntó Judith.

Finalmente dimos una vuelta por el jardín. En el lateral de la casa había un porche con una mesa de ping-pong. Encima de la puerta del garaje colgaba una canasta de baloncesto. En las partes del jardín que no estaban embaldosadas la tierra era marrón, casi roja y seca. Desde la terraza había que bajar varios peldaños para llegar a la piscina.

—A lo mejor os apetece daros un chapuzón primero —propuso Judith. Caroline y yo nos miramos.

—Quizá luego —dijo mi mujer.

La piscina tenía forma de ocho. En el centro había una pequeña isla de piedras, de menos de un metro de diámetro, de la cual salía disparado un delgado chorro de agua. En la piscina flotaban colchones, manguitos y un cocodrilo hinchable verde con asideros a ambos lados de la cabeza. En el extremo más alejado, en el círculo más grande del ocho, había un trampolín.

—Aquí es donde pasamos casi todo el tiempo —explicó Judith—. Para ir a la playa hay que llevarlos a rastras.

En ese mismo momento salieron corriendo Lisa y Thomas. El hijo pequeño de Judith ni siquiera frenó al alcanzar a el borde de la piscina. Pareció que en el último momento no se decidía entre tirarse de cabeza o en bomba. Medio cayéndose, medio resbalando sobre las baldosas mojadas del borde, acabó zambulléndose en medio de un surtidor de agua.

—¡Thomas! —gritó Judith.

—¡Ven, Lisa! ¡Ven! —gritó Thomas. Dio vueltas agitando los brazos y tuvimos que retroceder un par de pasos para no acabar empapados—. ¡Lisa! ¡Lisa! ¡Ven!

Y ahí estaba mi hija pequeña. Se detuvo un instante en el borde, pero enseguida se lanzó al agua.

—Lisa —dijo Caroline—, Lisa, ¿dónde está Julia?

Lisa se había subido al cocodrilo, pero Thomas la tiró inmediatamente.

—¿Qué dices, mamá? —preguntó cuando volvió a emerger a la superficie.

—¿Dónde está Julia?

—No lo sé. Dentro, creo.

Después de las sardinas fue el turno de la raya. Era tan grande que casi cubría la parrilla entera de la barbacoa. Aún más humo. Ralph había colocado un cuenco con marisco en una mesa de hierro al lado de la barbacoa. Sobre todo calamares, según parecía. Calamares de todos tipos y formas: con el abdomen blanco y redondo y las patas hacia delante, calamares con la cabeza en forma de seta y un racimo de patas colgantes, y pulpos con sus famosas ventosas en las largas patas que sobresalían por el borde del cuenco.

—Compramos el pescado en una tienda del pueblo que lo recibe directamente de los pescadores —dijo Ralph, mientras agitaba la mano para apartarse el humo de la cara—. Desde fuera ni siquiera parece una tienda. Tiene una persiana, ¿sabes a qué me refiero?, y sólo la suben si llega pescado. Más fresco imposible.

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