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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (16 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—¡Marc! ¡Marc!

Ahí lo teníamos, en el punto más alto del saliente. Se había quitado las gafas y el tubo de submarinismo, y nos saludaba con la mano.

Tomé una decisión. Supe desde el principio que era una decisión que tendría consecuencias profundas para el futuro desarrollo de nuestras vacaciones. Me quité la camiseta, los pantalones y los calzoncillos. De espaldas a la playa, y lo más cerca posible de la línea que separaba el mar de la tierra, en el punto en que las olas rompían sobre los guijarros. Así, quien quisiese mirar podría ver durante unos cinco segundos la totalidad de mi cuerpo desnudo, aunque fuese sólo por detrás. El lado menos chocante, esperaba. Cogí el bañador, que estaba enrollado en mi toalla, y me incliné para ponérmelo. Era un bañador sencillo, las perneras me quedaban justo encima de las rodillas. Sin colorines, sólo una especie de motivos florales en blanco y negro. Me lo puse y até el cordoncito para que no se me cayese. Que me pusiese un bañador el primer día significaba que iba a ponérmelo siempre, incluso en la piscina.

—Aquí, Marc. Ven, tienes que ver esto.

Trepé por el saliente y Ralph me pasó las gafas y el tubo de submarinista.

—Aquí debajo. Pegado a la roca, es enorme. —Hizo un gesto con las manos para indicar el tamaño—. Un pulpo. Uno bestial. Estará para chuparse los dedos.

Stanley y Emmanuelle nunca nos acompañaban a las calas y playas de guijarros alejadas. En general se quedaban en la casa, donde Stanley se sentaba a una mesita de la terraza a trabajar en el guión de
Augusto
mientras Emmanuelle hacía lentamente largos en la piscina. O iban de excursión a pueblos y ciudades del entorno, donde visitaban museos, iglesias y monasterios. Stanley tenía una cámara de fotos digital con pantalla grande. Al volver, nos mostraba las fotografías que había sacado ése día. Fotos de campanarios, columnatas y jardines de conventos. Yo intentaba fingir interés, pero con poco éxito. También había muchas fotos de Emmanuelle: Emmanuelle con las piernas levantadas al lado de un pedestal con una estatua ecuestre; Emmanuelle en pose coqueta al lado de un estanque con una fuente de piedra con carpas esculpidas; Emmanuelle en una mesa con mantel blanco en la terraza de un restaurante, con una cubitera de la que sobresalía el cuello de una botella de vino envuelta en una servilleta blanca; Emmanuelle chupeteando la pata de un cangrejo o un buey de mar. Las fotos de Emmanuelle eran, con mucho, mayoría. Una única vez, Stanley dejó una fotografía un poco más en la pantalla:

—Mírala —dijo, mientras se le pintaba una sonrisa embelesada en la cara—. ¿No es preciosa?

Tenía razón. En las fotos a Emmanuelle le pasaba algo. Se soltaba. Perdía aquella presencia física que irradiaba más que nada pereza y desinterés. Stanley parecía olvidarse de sí mismo cuando miraba las fotos, como si las hubiese recortado de una revista. El tipo de revista que los adolescentes esconden debajo del colchón.

También había días que de la mañana a la noche no nos movíamos de la piscina. Hacia el mediodía, Ralph encendía la barbacoa y Judith sacaba las primeras cervezas y botellas de vino blanco de la nevera. Entonces disfrutábamos de un «almuerzo ligero» en la terraza. El resto de la tarde nos quedábamos en las tumbonas alrededor de la piscina. La mayoría nos adormilábamos enseguida. Los chicos habían tensado una cuerda desde el primer piso hasta el trampolín. Trepaban a la ventana y a modo de tirolina se deslizaban hasta quedar encima de la piscina, donde se soltaban. Todo ello acompañado por los aplausos de nuestras hijas, a quienes habíamos prohibido imitarlos. Durante la barbacoa, Ralph se dejaba el pantalón corto puesto, pero se le notaba que esperaba con impaciencia el momento de acabar de comer para quitárselo. La piscina rebosaba cuando se lanzaba al agua con un potente grito. Yo siempre estaba atento a esta primera zambullida. Como médico. Hace unos veinte años, se recomendaba encarecidamente no meterse en el agua tan poco tiempo después de comer. Actualmente esa idea está obsoleta; ahora impera la teoría de que justo es mejor no esperar demasiado. La digestión no se pone en marcha en serio hasta una hora después de comer. Entonces sí hay peligro. La sangre se dirige al estómago y los intestinos. Nuestra actividad cerebral se reduce. Los procesos mentales se enlentecen y acaban incluso interrumpiéndose del todo. Tampoco llega sangre suficiente a otras partes del cuerpo. Falta oxígeno. Las piernas se enfrentan a la falta de oxígeno y no pueden hacer fuerza. Los brazos empiezan a hormiguear y pierden la sensibilidad. Si alguien está en el mar durante la digestión, corre el riesgo de convertirse en juguete de las olas, de ser arrastrado hacia el fondo por corrientes traicioneras. Pero poco después de comer, apenas está ocurriendo nada. El estómago está lleno, eso sí. No es que no se corra ningún riesgo. Los platos con queso fundido pueden cuajarse de repente. El queso se enfría demasiado rápido y vuelve a convertirse en una masa sólida. El epigastrio se cierra. La salida hacia los intestinos se atasca. Las salsas pueden ponerse a rodar, como petróleo en la bodega de un petrolero enorme. El petrolero se ve en dificultades a raíz de una tormenta, se encalla en unas rocas y se parte en dos. Las salsas golpean contra la pared estomacal y suben por el esófago. El nadador corre el peligro de ahogarse en su propio vómito. El vómito fluye por la tráquea. Una única vez saca la mano del agua, la levanta y pide ayuda. Pero en la playa nadie lo ve. No hay nadie que pueda oírlo. Desaparece entre las olas, que lo devolverán días (y a menudo hasta semanas) más tarde, en otra playa, a varios kilómetros de distancia.

Así es como yo miraba a Ralph cuando se tiraba a la piscina. Daba por sentado que alguna de esas veces no iba a volver a la superficie. O que su cabezota borracha acabaría dándose contra el fondo y quedaría paralizado del cuello a los pies. Pero siempre volvía a emerger y subía por la escalerita que había a un lado, entre toses, escupitajos y carraspeos. Después se tendía en una toalla sobre una tumbona y se secaba al sol. Sin cubrirse. Se tumbaba con las piernas separadas; su cuerpo era demasiado grande para la tumbona, y los pies le quedaban colgando a los lados: todo abiertamente a la vista, tostándose al sol.

—No me vais a decir que esto no son vacaciones —decía, antes de eructar y cerrar los ojos.

Un minuto más tarde, la boca le colgaba medio abierta y se oían sonoros ronquidos. Miré su vientre y sus piernas. La polla, decantada a un lado, descansaba sobre el muslo.

Y luego miré a mis hijas. Julia y Lisa. No parecían escandalizadas. Se inventaban juegos en la piscina, jugaban al pilla-pilla con Alex y Thomas. O Caroline tiraba monedas al agua y ellas tenían que pescarlas del fondo. Me pregunté si era yo el raro; si era cosa mía que me pareciese asqueroso ver la polla desnuda de Ralph Meier tan cerca de mis hijas. No era capaz de decidirme y, mientras no lo fuera, seguiría pareciéndome sucio. Recuerdo un día en que la inmobiliaria envió a un fontanero. Teníamos problemas con la presión del agua: al caer la tarde, de la ducha sólo salía un hilillo de agua. Ralph se levantó de la tumbona y estrechó la mano del fontanero sin ponerse pantalones ni cubrirse con una toalla. Vi cómo lo miraba el fontanero. O, mejor dicho, cómo evitaba mirarlo. Ralph le sacaba dos cabezas, por lo menos; el hombre quedaba más bajo que una persona de estatura normal. Menos de treinta centímetros separaban su cabeza de la polla que se balanceaba entre las piernas de Ralph, únicamente tenía que bajar la mirada unos milímetros de nada y casi llenaría todo su campo visual. Ralph metió los pies en las chanclas y precedió al fontanero escaleras arriba. Desaparecieron en el interior de la casa, y cuando volvieron a salir, algo menos de un cuarto de hora más tarde, Ralph todavía no se había puesto pantalones ni se había cubierto con una toalla.

—Es el depósito del tejado —explicó—. Está atascado. Y, además, apenas ha llovido.

A la mañana siguiente, de la ducha no salía ni una gota de agua. Los grifos y la ducha que había en el jardín al lado de la piscina también estaban secos. Ralph soltó un taco y sacó el móvil.

—Que estamos dejándonos una fortuna en alquiler, hostia —exclamó—. Tienen que solucionarnos el problema. No me importa una mierda si ha llovido o no.

Pero en la inmobiliaria no contestaban. Ralph volvió a ponerse las chanclas; ese día, para variar, llevaba pantalones.

—Voy para allí —anunció—. Van a enterarse de lo que pienso de su depósito de agua.

Y fue en ese momento cuando Caroline se ofreció a ir conmigo a la inmobiliaria en su lugar. Ralph protestó, pero ella insistió:

—Así de paso Marc y yo hacemos la compra. Hoy nos ocupamos nosotros de la cena —dijo, mirándome. Sonreía, eso sí, pero vi en sus ojos que no era negociable. Farfullé algo y fui a la tienda por las llaves del coche.

Capítulo 20

Durante el viaje de ida, Caroline apenas abrió la boca. Cuando llegamos a la carretera, quise girar a la izquierda, en dirección a la inmobiliaria, que estaba en una barriada de la ciudad cercana, pero ella me puso la mano en el antebrazo y dijo:

—No, primero iremos a la playa a desayunar.

Poco más tarde, estábamos en la terraza del mismo bar en que la primera noche nos encontramos con los Meier. Caroline mojó su cruasán en una gran taza de café recubierta de una capa de leche espumosa.

—Un ratito los dos solos —dijo, suspirando—. Qué falta me hacía.

Era cierto; no podía sino darle la razón. Sin haber podido evitarlo, nos habíamos encontrado inmersos en la dinámica típica de una casa de vacaciones compartida entre varias personas. Es una dinámica a la que te ves arrastrado sin darte cuenta, como por una corriente marítima invisible a simple vista. Una dinámica que provoca que casi nunca o nunca estés solo. La privacidad estaba bajo mínimos. Alguna vez había intentado ir solo al pueblo a comprar el pan, pero siempre había alguien que quería acompañarte. Solía ser Ralph.

—¿Vas al pueblo, Marc? Genial. Hoy hay mercado, podemos comprar pescado y fruta fresca.

A continuación, te pasabas al menos media hora esperando al lado del coche con las llaves en la mano.

—Los chicos también vienen —anunciaba Ralph cuando finalmente aparecía en la parte superior de la escalera—. Así pueden ayudarnos a cargar. Un minutito, que Alex aún está en la ducha.

—Sí, yo también lo echaba de menos —le dije a Caroline—. Buena idea.

Miré a un padre que hacía volar una cometa con su hijo. Era una cometa de dos cuerdas, de esas a las que puedes hacer dar vueltas y piruetas en el aire. Cada vez que el padre cedía las cuerdas al niño, la cometa chocaba sonoramente contra la arena. A esa hora, en el agua sólo se veía una única vela blanca. Una lancha blanca se movía casi imperceptiblemente de izquierda a derecha sobre la línea del horizonte.

—¿Cuánto tiempo más tendremos que aguantar? —preguntó Caroline.

—¿Aguantar qué?

—Marc… ya sabes a qué me refiero. Julia y Lisa están pasándoselo bien, pero ¿cuánto más hemos de aguantarlo nosotros? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que podamos irnos sin sentirnos culpables?

—¿Tan mal estás? —pregunté, pero enseguida me percaté de la cara de mi mujer—. No, perdona. Tienes razón. Es bastante duro. Yo a veces tampoco puedo soportarlo; tanta gente, Ralph… —La miré interrogativamente—. ¿Todavía te pasa lo de…? ¿Todavía te molesta cómo te mira?

—Gracias a la espectacular modelo ya no, no.

Noté algo en su tono: un retintín con un poco de mala leche al pronunciar «espectacular modelo». Las mujeres creen que son enigmáticas para los hombres, pero en realidad son de lo más transparentes.

—Así que Ralph te ha dejado por una más joven —comenté sonriendo—, y va y resulta que lo lamentas. Que a la señora madurita le sienta mal que los limpiacristales y los actores famosos de teatro no le lancen piropos cuando pasa por la calle.

Caroline me salpicó un par de gotitas de leche en la cara con su cucharita.

—¡Marc! ¡No digas tonterías! Estoy encantada de que me deje en paz. De verdad. Pero ¿te has fijado en cómo mira a Emmanuelle? —Me encogí de hombros—. Ayer, por ejemplo. Antes de que viniese el fontanero. Ni se esfuerza en disimularlo. Stanley estaba en la mesita trabajando y Emmanuelle se había tumbado. ¿Te acuerdas de Ralph paseándose con la botella de vino blanco? Primero se inclinó ligeramente encima de ella para cogerle la copa. Y luego se quedó mirándola mientras se la llenaba. Se lo miró todo menos la cara. Empezó por los pies, y fue subiendo poco a poco, y después volvió a bajar la vista lentamente. Él mismo no se dio ni cuenta, al menos eso parecía, o no tenía intención alguna de disimular. Sacó la punta de la lengua entre los labios. Como si tuviese un pescadito apetitoso en el plato. Pero entonces… pues eso. ¡Fue muy gordo! —Caroline se cubrió la cara con las manos y se inclinó hasta la mesa.

—¿Qué? ¿Qué?

—Tenía la botella en una mano y la copa en la otra. Pero al dejar la copa al lado de Emmanuelle, le quedó una mano libre. Primero se frotó el vientre, cerca del ombligo. Pero luego bajó más como si nada. Hasta la polla. Y se la cogió, Marc. Se la apretó un poco. Todo como si nada, como si fuese lo más normal del mundo. Si alguien lo hubiese pillado, seguro que habría simulado que le picaba. ¡Ya lo creo que sentía picor! Al segundo siguiente dejó la botella en el suelo y se tiró a la piscina. ¡Casi se pone a hervir el agua y todo!

Me reí. A Caroline también se le escapó la risa. Pero enseguida se puso seria otra vez.

—Sí, es gracioso, pero aun así me parece una idea repulsiva. Me da asco.

—Bah, Emmanuelle se lo busca un poco. No creo que le importe. Tiene a Stanley comiendo de su mano. Y además es una chiquilla muy guapa, qué duda cabe. Eso no hay que olvidarlo.

—¿A ti te parece guapa, Marc? —preguntó mi mujer, entornando los ojos—. ¿Te parece una chica guapa? ¿Acaso la miras a escondidillas, como Ralph?

—Sí, me parece muy guapa. Cualquier hombre pensaría lo mismo. Y sí, yo a veces también la miro. Soy un hombre, Caroline. De hecho, sería casi sospechoso que no la mirara.

—Vale, vale. Pero no me refiero a eso cuando digo que me parece asqueroso que Ralph la mire. Tú mismo lo has dicho, es una «chiquilla» muy guapa. Emmanuelle es casi una niña. Lo que haga con Stanley es cosa suya, yo no quiero ni saberlo. Pero es que en esa piscina hay otras niñas.

Me quedé mirándola. Ya había pensado que era asqueroso que la polla de Ralph estuviese tan cerca de Julia y Lisa cuando jugaban en la piscina, pero todavía no me lo había planteado de ese modo.

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