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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (30 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Cuando yo tenía unos trece años, mi padre me dio mi primera clase de conducir. Primero por un aparcamiento, pero enseguida salimos a la carretera. Hay gente a quien no le gusta conducir. Yo, en circunstancias normales, disfruto enormemente al volante; eso nunca se te pasa. Y sé con certidumbre que mi amor por la conducción viene de cuando tenía trece años.

Una tarde íbamos por una carreterita estrecha y llena de curvas en la zona boscosa de Veluwe. Yo conducía, mi padre iba de copiloto y mi madre, detrás. Nos acercábamos a una curva cerrada hacia la izquierda. A mí conducir ya me salía automáticamente; estaba en la fase peligrosa en que la concentración flaquea. Apareció un coche en dirección contraria al que vi demasiado tarde. Me desvié hacia la derecha con un volantazo. Nos salimos de la carretera en un punto donde la ladera bajaba en brusca pendiente; logré esquivar todos los árboles pero al final el coche chocó contra una mesa de picnic. Mi padre se bajó e inspeccionó los daños. A continuación me sustituyó al volante y condujo de vuelta a la carretera.

Pensé que la cosa quedaría en eso, que seguiría conduciendo él, pero se detuvo y volvió a bajar del coche.

—Ahora tú otra vez —dijo.

—No sé… —grazné; tenía las manos y la frente empapadas de sudor. Sólo sabía una cosa segura, y era que no quería conducir nunca más.

—Justamente ahora tienes que conducir, o ya jamás te atreverás.

En eso había estado pensando después de nuestra marcha de la casa. Pensé en Julia y en el peligro de unas vacaciones interrumpidas a la mitad. Ya habíamos avanzado más de cien kilómetros, estábamos a una distancia suficiente… pero aún nos quedaba un viaje muy largo hasta casa. En casa había gente, amigos y parientes que preguntarían cosas. Tanto responder a esas preguntas como esquivarlas provocaría daños ineludiblemente. Allí todavía estábamos los cuatro solos. Tal vez lo mejor sería alargarlo un poco.

—No sé —dijo Caroline. Estábamos al lado de la puerta trasera del coche, medio abierta, mirando a nuestra hija dormir en el asiento. Puse una mano en el hombro de mi mujer. Le acaricié el pelo.

—Yo tampoco. Era sólo una idea. Una corazonada. Pero la verdad es que tampoco lo sé. Por eso te lo pregunto, decide tú.

Dos horas antes había despertado suavemente a Caroline.

—Tenemos que irnos —le había dicho—, ya te lo explicaré.

Caroline subió a levantar a Lisa. No despertamos a Stanley y Emmanuelle.

—Ya nos devolverán la tienda —dije—. Tampoco vamos a usarla ahora.

No vimos a nadie más. Todo el mundo dormía. Ralph podría haber estado despierto, pero no salió cuando finalmente puse en marcha el coche y cogimos el sendero hacia la carretera.

Iba a salir a la carretera cuando vi por el retrovisor que algo se movía. Frené y miré bien de nuevo. La madre de Judith estaba arriba de los escalones y hacía gestos con la mano. Mejor dicho, nos indicaba que nos detuviéramos. Un instante más tarde vi, todavía por el retrovisor, que bajaba los peldaños. Me pareció que gritaba algo. Aceleré y nos alejamos.

Capítulo 37

El pequeño hotel estaba a orillas de un arroyo de montaña con una noria. Más abajo, en el valle, vacas marrones pastaban entre los árboles… Sus cencerros tintineaban suavemente, moscardones gordos zumbaban de flor en flor, el agua del arroyo murmuraba sobre las piedras. En el horizonte, las cumbres de las montañas estaban moteadas de manchas blancas de nieve.

El primer día, Julia se quedó en su habitación. De vez en cuando se despertaba. Entonces sólo quería beber algo; no tenía hambre. Caroline y yo le hacíamos compañía por turnos. La primera noche fui al comedor con Lisa, que quiso saber qué le pasaba exactamente a su hermana. Le respondí que ya se lo contaría, que estaba relacionado con algo que a veces les ocurre a las chicas cuando se hacen mayores.

—¿Le ha venido la regla? —preguntó Lisa.

A la mañana siguiente me desperté con el ojo palpitando. Fui al baño y me miré en el espejo. Debajo del párpado tenía una inflamación del tamaño de un huevo. La piel del párpado estaba tensada al máximo y tenía el color de una picadura de mosquito, con unas cuantas manchas oscuras aquí y allá. Tenía las pestañas pegadas con pus amarillo seco. Todo temblaba y palpitaba, como cuando hay una úlcera en un dedo. Y eso es lo que era, lo sabía: una úlcera. Una úlcera sin tratar en la punta de un dedo puede provocar sepsis y amputación. Cuando la presión fuese demasiado fuerte para la retina, se rompería. Debido a la elevada presión del globo ocular, el pus y la sangre buscan una salida. Llegados a este punto, el ojo se puede dar por perdido.

—Luego tienes que bajar a Julia —le susurré a Caroline—. No quiero que se quede aquí.

Sostuve una toallita delante del ojo para que mi esposa no lo viera.

—¿Quieres que te ayude?

Negué con la cabeza.

—Me ayudas más quedándote con Julia.

Sólo mucho más tarde (días más tarde) me resultó tranquilizador con efecto retroactivo que Julia no protestara cuando Caroline insistió dulcemente en que se levantara y se vistiera.

—Venid, vamos a desayunar juntas —dijo en tono animado a sus dos hijas mientras abría las ventanas—. Hace un día muy bonito.

Yo seguía en la cama, todavía con la toallita delante del ojo. Vi que Julia entraba en el baño con el montoncito de ropa que Caroline le había preparado. Poco después oí la ducha. Un cuarto de hora más tarde todavía se oía.

—¿Julia? —Caroline llamó a la puerta—. ¿Va todo bien? ¿Quieres que te ayude?

Nos miramos. Sin duda, la mirada de pánico en los ojos de Caroline era una copia exacta del pánico que se leía en ese mismo momento en mi ojo. Lisa se había levantado de su cama y se había metido en la mía. La apreté más contra mí, le cubrí la cabeza con una mano mientras mis labios formaban en silencio «la puerta… prueba la puerta».

—¿Julia? —Caroline volvió a llamar y giró el pomo. Me miró y negó con la cabeza. Su labio inferior empezó a temblar, sus ojos se humedecieron en un instante.

«¡No…! ¡No!», dijeron mis labios, todavía en silencio.

—¿Papá? —preguntó Lisa.

—¿Sí?

—Papá, ¿puedo llamar a Thomas dentro de un rato?

En ese momento el sonido de la ducha se detuvo de repente.

—¿Julia? —Caroline se enjugó rápidamente las lágrimas y volvió a llamar a la puerta.

—¿Mamá? —La puerta se abrió una rendija. Desde mi posición no podía ver la cara de mi hija mayor—. Ya salgo, mamá.

Encontré una aguja en el neceser de Caroline y la calenté con la llama del mechero. Había preparado todo lo necesario en el borde de la pila: algodoncitos, gasa, yodo y una inyección con un analgésico. Esto último, sólo como último recurso. No quería anestesiar el ojo si podía evitarlo. El dolor era, de hecho, el único buen consejero. El dolor me diría hasta dónde podía llegar. Una úlcera es como un fuerte armado hasta los dientes. Una cabeza de puente hostil en un cuerpo por lo demás sano. O tal vez sería mejor describirlo como célula terrorista. Un grupito comparativamente pequeño de guerreros armados que tiene secuestrado a un numeroso grupo de personas. Mujeres y niños. Los terroristas se han armado con granadas y dinamita que hacen explotar cuando los asaltan. Levanté un poco el párpado con el dedo corazón de la mano izquierda. Hurgué cuidadosamente con la aguja caliente. Si me pasaba, podía provocarme daños permanentes en el ojo. No sólo se vaciaría la úlcera, sino también el propio ojo. Un rescate con decenas de rehenes muertos puede considerarse un fracaso. De momento la aguja apenas encontraba resistencia. No había dolor. Mirando el espejo con el ojo abierto, intenté calcular hasta dónde había llegado cuando de repente oí voces. Miré a un lado. Las voces llegaban a través de la ventana abatible que había sobre el váter. Era una ventana abatible con vidrio mate y estaba abierta. Reconocí la voz de Lisa, aunque no lo que decía. Seguramente estaban en la terraza, debajo de la habitación. Con cuidado, sin sacar la aguja del ojo, di dos pasos y cerré la ventana. En ese mismo momento noté algo pegajoso en los dedos. Di un paso adelante hacia la pila y vi la sangre. Me resbalaba por la cara y caía sobre la porcelana blanca en gordos salpicones. Retiré la aguja y apreté sobre el párpado. Salió más sangre. Me salpicó la camiseta y entre los pies, sobre el suelo de baldosas. Pero también vi otra cosa, una sustancia color mostaza. Mostaza caducada de hace mucho. Apestaba. Algo entre agua de flores vieja y carne pasada. Sentí náuseas, y un instante más tarde me subió una oleada de bilis que escupí en la pila, entre la sangre y el pus. Pero en el fondo estaba encantado. Silenciosamente. Aumenté la presión sobre el párpado, y por fin llegó el dolor. Hay dos tipos de dolor el dolor que te advierte que no sigas por ahí, y el dolor liberador. Este era liberador. Abrí el grifo. Me apreté el ojo. Hice que saliera todo. Enrollé un metro de papel higiénico. No me atreví a mirar hasta después de limpiar toda la zona ocular. Era casi un milagro. Debajo de los restos de pus y los hilillos de sangre, apareció mi ojo. Indemne y brillante, resplandeciente como una perla en una ostra. Me miraba. Me miraba agradecido, me imaginé. Se le notaba que se alegraba de verme.

Diez minutos más tarde me reuní con mi familia en la terraza. La mesa estaba servida: una cafetera y una jarra de leche caliente. Había una cesta con cruasanes y pan, paquetitos de mantequilla y tarritos de mermelada. Se oía el tintineo de los cencerros de las vacas. Un abejorro desapareció en el interior de una flor que se dobló por su peso. El sol me calentó la cara. Sonreí. Sonreí a las montañas que había en lontananza.

—¿Qué tal si damos un paseo? —propuse—. ¿Vamos a ver hacia adonde va ese arroyo?

Y dimos el paseo. Julia hizo un esfuerzo. Un poco más arriba, el arroyo desaparecía en un bosque de abetos altos. Saltamos de piedra en piedra hasta la otra orilla por un lugar poco profundo. Más adelante llegamos a una cascada. Lisa quería bañarse. Caroline y yo miramos a Julia.

—Que se bañe —sonrió ella—. Aquí estoy muy bien.

Se había sentado en una roca grande y plana con las rodillas levantadas y se agarraba las piernas con los brazos. En su sonrisa había algo que no encajaba. Tampoco cuadraba que estuviese esforzándose tanto. Por nosotros, según parecía. Hacía cuanto estaba en su mano para no seguir arruinándonos las vacaciones.

—¿Prefieres volver al hotel? —le preguntó Caroline, exactamente en el mismo momento en que yo iba a preguntarlo. Bueno, yo iba a preguntarle si quería irse a casa.

—No, no hace falta —repuso ella.

Caroline suspiró hondo y me miró.

—A lo mejor estás cansada y quieres descansar un poco —dijo.

—Aquí estoy bien —aseguró Julia—. Mirad qué bonito, cómo pasa la luz entre los árboles.

Señaló hacia arriba, hacia las copas de los abetos. Entornó los ojos contra los anchos rayos de sol que se proyectaban entre las ramas. Mientras tanto, Lisa se había desnudado y se lanzó al agua.

—¡Aaaah! ¡Qué fría! —chilló—. ¿Vienes tú también, papá?

—¿Julia? —pregunté.

Ella volvió a sonreír. Sentí algo: una debilidad repentina que me empezó en las rodillas y fue subiendo hasta alcanzarme el pecho y la cabeza. Di un paso atrás y me senté en una piedra.

—¿Quieres ir a casa, cariño? —pregunté—. Si quieres, tienes que decirlo. Y nos iremos mañana. —Creí que mi voz había sonado normal. Si acaso, un poco demasiado suave, pero no pensé que se hubiese notado mucho.

Julia parpadeó. La sonrisa había desaparecido. Se mordió el labio.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Podemos?

Capítulo 38

Y eso hicimos. Partimos a primera hora y a medianoche estábamos en casa. Lisa se quedó jugando en su cuarto. Julia fue a ducharse (otra vez tardó más de un cuarto de hora) y luego se durmió casi al instante.

Caroline había abierto una botella de vino y se tumbó a mi lado con dos copas y los quesos que habíamos comprado en una gasolinera por el camino. Fue el primer momento desde que nos fuimos de la casa de vacaciones en que estuvimos los dos solos.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.

Durante el viaje, en el coche, apenas habíamos hablado. Julia había dormido casi todo el tiempo, Lisa escuchaba música en el iPod de su hermana. Yo había tenido tiempo suficiente para pensar.

—De momento, nada —dije—. Me parece lo mejor.

—Pero ¿no deberíamos ir a un hospital? ¿O al menos a un especialista?

Caroline pronunció esta última palabra sin ningún énfasis y lo más neutralmente posible. Sabía mi opinión acerca de los «especialistas». Sabía que si alguien ponía en duda mis conocimientos médicos me lo tomaba muy a pecho, y aún más si quien lo hacía era mi propia esposa.

—¿Sabes qué pasa? Tengo la sensación de que en este momento no le hará ningún bien que la examinen. Yo la reconocí brevemente, confía en mí: ha sufrido daños, pero no permanentes. En cuanto a los daños psicológicos, de momento no podemos saberlo. No se acuerda de nada. En el hospital le preguntarían cosas. Un especialista querrá saberlo todo. Aquí está con nosotros, contigo y conmigo. Creo sinceramente que lo que más le conviene es reposo absoluto. Dejemos que el tiempo haga su trabajo.

—Pero ¿es normal que no se acuerde de nada? Quiero decir, quizá le resultaría doloroso acordarse de todo, pero ¿no sería lo mejor, al fin y al cabo? ¿No es malo mantener algo enterrado en el subconsciente para siempre?

—No lo sabemos. Nadie lo sabe. Ha habido casos de personas que tuvieron una experiencia horrible y lograron reprimirla tan bien que han podido llevar una vida normal. Y también casos de personas que recordaron cosas dramáticas a través de sesiones de hipnosis y luego fueron incapaces de lidiar con ellas.

—Pero nosotros queremos saberlo, ¿o no? Tal vez no enseguida, pero queremos saberlo tarde o temprano.

—¿Saber qué? —Levanté la copa vacía y ella me la llenó.

—Quién ha sido. Oh, no quiero pensarlo, pero ¡me enfurezco tanto cuando lo pienso! ¡El cabrón que pudo hacer algo así! Tienen que atraparlo. Tiene que pasar el resto de su vida encerrado. Deberían… deberían…

—Claro que queremos saberlo. Yo tanto como tú. Lo único que digo es que debemos tener cuidado con los daños colaterales. Si intentamos forzarla a sacarlo todo, nuestra hija podría sufrir más que si lo dejamos como está. De momento.

Durante nuestro paseo siguiendo el arroyo había caminado un ratito al lado de Julia y sacado, como quien no quiere la cosa, el tema de aquella tarde en la piscina. El desfile de modelos en el trampolín mientras Alex y Thomas las mojaban, el concurso de Miss Camiseta Mojada.

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