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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (29 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—He hablado con Stanley y Emmanuelle —dijo—. Podéis quedaros en este apartamento todo el tiempo que queráis. Ya buscaremos una solución.

Fui a contestarle que no era necesario porque nos iríamos al cabo de un par de horas, pero me mordí la lengua justo a tiempo. Quién sabe, a lo mejor se sentiría aliviado al saber que nos íbamos. No quería que se sintiese aliviado. Todavía no.

—¿Dónde está Alex? —pregunté.

Mientras miraba la iluminada agua azul de la piscina, presté mucha atención por si detectaba alguna reacción física en Ralph. Y, en efecto, cambió un poco de postura. Se inclinó levemente hacia delante, se frotó la cara con la mano y después volvió a dejarse caer hacia atrás, contra el respaldo de la silla.

—Arriba —dijo. Cruzó la pierna derecha por encima de la izquierda, esta vez sin gruñir—. Duerme. ¿Quieres más? —Había cogido la botella del suelo y la sostenía sobre mi vaso.

—Vale. ¿Te ha dicho algo?

Ralph se sirvió antes de responder.

—Está muy afectado. Se siente, culpable. Le he dicho que no debe sentirse culpable.

Respiré hondo. Me llevé el vaso a los labios. Los cubitos de hielo se habían fundido, noté el sabor del whisky tibio diluido con agua. ¿Por qué no debería sentirse culpable? A lo mejor tenía todos los motivos para sentirse así. Habría podido decirlo, pero me abstuve. Sentí que mi rostro se encendía, y eso no era bueno. Tenía que mantener la cabeza fría. Literalmente.

—No, no tiene que sentirse culpable —dije en cambio—. Es sólo que creo que vio algo. Algo que no se atreve a contarnos, justamente porque se siente culpable.

—¿Y qué podría haber visto? —Ralph volvió a removerse en la silla, dio un par de sorbos rápidos al whisky.

Lenguaje corporal. Basándome en su lenguaje corporal, él tampoco me había contado cuanto debería contarme. O tal vez sólo intentaba proteger a su hijo.

Entonces se me ocurrió otra cosa. Algo que, aunque parezca raro, no había pensado hasta ese instante: Julia no se acordaba de nada, pero yo a Ralph no se lo había dicho. Ni a Alex, ni a nadie. De hecho, nadie estaba al corriente de la amnesia de Julia, excepto Caroline y yo. ¿O tal vez sí? Intenté repasar las últimas horas hasta en los mínimos detalles. Quién había estado en el apartamento en cada momento.

Todos nos habían dejado en paz en la medida de lo posible y nos habían hecho las mínimas preguntas. Judith… después de llevar a Thomas y Lisa a la cama, había bajado y preguntado algo. Si Julia sabía algo. «Todavía está en shock —respondimos—. No lo sabe.» Y yo añadí: «Seguramente su memoria está bloqueada, es habitual en este tipo de casos.» Lo hablamos en susurros. Y cuando Julia entreabrió los ojos, nos callamos. Emmanuelle no preguntó nada más, tampoco Stanley. Era muy posible que Judith le hubiese contado a Ralph lo que le habíamos dicho. Pero aun así… ¿Se sentaría Ralph a mi lado con una botella de whisky si supiese que sólo era cuestión de tiempo que Julia señalase al culpable?

A no ser que… Empecé a notar un intenso latido en las sienes. A no ser que Julia ya hubiese estado inconsciente… A veces se leían cosas así. Que te metían algo en la bebida sin que te dieras cuenta. Una pastilla que emborrachaba más a las chicas. Las hacía reír más, las volvía más dóciles. O hacía que perdiesen el mundo de vista. Abandonaban todas las inhibiciones y se iban con el hombre equivocado. A veces la combinación de alcohol y pastillas era demasiado fuerte y se quedaban inconscientes.

Intenté no pensarlo, pero no pude evitarlo. Un hombre (casi seguro que adulto) que se inclina sobre una chica de trece años inconsciente. «Es un enfermo —dice la gente—. Alguien así es un enfermo.» Pero no es cierto. No es ninguna enfermedad. Las enfermedades se pueden curar, o al menos tratar. Pero esto es otra cosa. Un defecto. Un fallo de construcción. Si una botella de refresco estalla, la retiran del mercado. Eso es lo que habría que hacer con estos hombres. Nada de tratamiento. Si acaso, retirarlos del mercado. Destruir el lote entero. Nada de entierros ni incineraciones. No queremos que sus cenizas se mezclen con el aire que respiramos.

Parpadeé. Sólo con el ojo derecho, según me percaté enseguida; no le había prestado más atención, pero desde mi vuelta de la playa no había conseguido abrir el izquierdo. Ya no me dolía, simplemente se negaba a abrirse. Primero intenté levantar el párpado con mis propias fuerzas, y al no conseguirlo tiré con cuidado de las pestañas con los dedos. Me froté el párpado cerrado, lo apreté con los nudillos, pero el ojo no se abrió. No era buena señal. Antes de meternos en el coche me esperaba un trabajo sucio. Mientras tanto, ya casi todo el mundo me había preguntado: «¿Qué te pasa en el ojo?» Sólo Caroline había dicho:

—¿Quieres que le eche un vistazo luego?

—No —contesté yo secamente.

Miré a un lado, al cuerpo enorme del actor sentado junto a mí. Se había inclinado hacia delante, con los codos sobre las piernas y la cabeza apoyada en las manos. Dentro de un par de horas nos habríamos ido. «Las primeras veinticuatro horas son las más importantes», había dicho Caroline. Tenía que hacer algo. Algo que más adelante ya no podría hacer: Ralph habría tenido tiempo de pensar, de preparar cuidadosamente sus respuestas. Ahora eran las cinco de la mañana y tenía media botella de whisky en el sistema.

—Oye, ¿qué te pasaba por la cabeza cuando tiraste a aquella chica al suelo? —pregunté sin alzar la voz.

Hubo un par de segundos de silencio.

—¿Perdona? ¿Qué has dicho?

—Me refiero a qué pretendías. Al pegarle una patada a la chica noruega.

Rebufó ruidosamente. Me miró de soslayo. Yo le devolví la mirada. Se la sostuve, como suele decirse. Con un solo ojo, eso sí, pero con firmeza. Intenté no parpadear.

—¿Me tomas el pelo o qué? —Sonrió, pero no le devolví la sonrisa.

—¿Es ésa tu reacción estándar cuando te rechaza una mujer, una chica en este caso?

—¡Marc, por favor! De hecho, ¿quién le pegó la patada a quién? Quiero decir, escucha lo que dices. Casi me mandas al hospital… —Se frotó la rodilla con una mueca de dolor.

Intentaba darle la vuelta al asunto y quitarle hierro, pero sólo lo consiguió a medias. Se lo vi en la mirada, en los ojos acuosos. Era como un estanque congelado con una delgada capa de agua encima: debajo de la superficie, el hielo es durísimo. De repente, supe cuándo había visto esa mirada: jugando al ping-pong, cuando intentaba hacer un
smash
. Y también aquella vez que se había resbalado, durante los primeros segundos, cuando todavía nadie se atrevía a reírse: sólo sentía el dolor y aún no había decidido cómo reaccionar.

—Julia me lo ha contado —dije—. Lo que le hiciste. —Mientras pronunciaba estas palabras lo miré fijamente. Observé el hielo a través del agua. Puse a prueba su grosor.

—¿Qué dices?

—Sabes perfectamente a qué me refiero, Ralph. He visto cómo miras a las mujeres. A todas las mujeres, con independencia de su edad. Esta noche también he visto cómo reaccionas cuando las mujeres no hacen exactamente lo que tú quieres.

Esta vez no hubo lenguaje corporal, a no ser que pueda considerarse como tal la ausencia de lenguaje corporal. Se quedó mirándome inmóvil.

—¿Qué te ha dicho Julia? —preguntó.

—Que le habías bajado las braguitas del biquini, y que no le gustó nada.

—¿Qué? ¿Eso dijo? Joder… —Se golpeó la rodilla con el puño—. ¡Era sólo un juego, Marc! Un juego. Todo el mundo perseguía a todo el mundo. Alex, Thomas, hasta Lisa. Ella me bajó el bañador a mí. Nos moríamos de risa. Quien perdía el bañador tenía que ir a buscar una moneda al fondo de la piscina. ¡Joder! Sólo un jueguecito, y ahora dice… ¿Dice que yo…? Ah, coño, ¿quién se lo habría esperado?

En mi caja torácica, el corazón había empezado a dar mazazos. Rápido y pesado. Pero no podía permitir que se me notara. Tenía que seguir.

—¿Y eso te parece normal, Ralph? ¿Te parece normal que un hombre adulto juegue a bajar el bañador de niños y niñas? Quiero decir, a lo mejor me habría parecido normal hace unos días, pero después de lo de anoche en la playa, en absoluto.

Ahora cambió algo en sus ojos. Fue como si se hubiesen secado de repente. En el blanco sólo quedaron los finos capilares rojos.

—¿Qué intentas decir, Marc? ¿Quieres convertir algo normal en algo sucio, sólo porque tu hija tiene las hormonas a tope y de repente le molesta un juego durante el cual en ningún momento dejó entrever que no estaba pasándoselo bien? Te juro que habría parado inmediatamente si hubiese notado que le molestaba. Te lo juro.

Quise tragar saliva. Pero no pude tragar nada. Tenía la boca seca.

—¿Qué has dicho? ¿Qué dices de las hormonas?

—Pero ¡si lo ve todo el mundo! Joder, Marc. Alex ha sido su primera víctima. Primero se pasa días calentándole la bragueta y al final lo deja tirado. Y luego encima va y se queja a su papá sobre un juego inocente. Por favor, tú eres su padre. Tienes ojos, ¿no?

Almacené este nuevo dato: ¿Julia había rechazado a Alex? ¿Cuándo? El día anterior por la noche todavía estaban enamorados. Por lo visto, en el otro bar había ocurrido algo que yo aún no sabía. Pero primero tenía que concentrarme en Ralph.

—Hablas todo el rato de jueguecitos inocentes, pero ¿sigue siendo inocente si Julia de hecho ya es una mujer? O, en todo caso, una chica con las hormonas a tope, como tú mismo acabas de decir. Dicho de otro modo: ¿Emmanuelle jugaba con vosotros? ¿Le habrías bajado el bañador a ella también? ¿La habrías mandado a buscar una moneda buceando después de quitarle el bañador?

Ralph se levantó bruscamente y volcó su silla con un golpe seco. Dio un paso vacilante y se volvió. Estaba justo delante de mí, apenas a medio metro de distancia. Señaló con su dedo regordete; la punta del dedo casi me tocaba la nariz.

Por un lado, sentí miedo. Temí que fuese a hacerme algo. Por el otro, no me importaba en absoluto. Ya nada me importaba. Ralph estaba borracho. Me dejaría inconsciente de un solo tortazo, y no sentiría nada de lo que viniera después.

—¿Sabes qué? —dijo, y noté unas gotitas de saliva en la cara—. Lo que deberías preguntarte es quién es aquí el cochino. Tú eres quien se pone a pensar cosas sucias a raíz de un jueguecito de nada. Yo no. Veo que tu hija se hace la inocente cuando le conviene. Veo cuándo va a llorarle a su papá. Pero sabe cómo tratar a los hombres, Marc. Lo he visto con mis propios ojos. Coquetea y provoca con sus pasitos de niña mona por el trampolín, con sus sonrisitas. ¡La manera de caminar! Quiero decir, ¿quién sabe lo que habrá ocurrido en ese bar? A lo mejor se dedicó a seducir a alguien con sus truquitos de modelo. A lo mejor papaíto no se da cuenta, pero todos los hombres se vuelven a mirar a su dulce hijita cuando pasa. Tal vez no quieres verlo. Tal vez lo que quieres es que sea tu niñita para siempre. Pero tu niña se ha hecho mayor, Marc. ¡Y ya es tan ladina como todas las demás!

Ahora fui yo quien se levantó. Con toda la calma. Tranquilamente, sin que se cayera la silla. Pero en realidad estaba preparado para lo que fuese. Ralph era más grande y fuerte. Yo llevaba todas las de perder. Pero antes podía hacerle daño, lesionarlo de por vida. Yo no era un luchador, pero conocía muy bien los puntos débiles del cuerpo. Sabía cómo destruir un cuerpo humano con un par de movimientos sencillos.

—¿Qué has dicho? —Intenté que mi voz sonase sosegada, pero me salió trémula—. ¿Qué has dicho de cómo se comporta Julia? ¿Acaso quieres decir que lo que le ha pasado es culpa suya? Igual que es culpa de todas las mujeres a quienes les pasa lo mismo, ¿no? Porque ellas se lo buscan.

Encima de nuestras cabezas se abrió una ventana. La de la cocina, vimos al levantar la mirada.

—¿Podríais bajar la voz? —pidió Judith—. Se os oye a un kilómetro de distancia.

Capítulo 36

Nos dirigimos al norte. Primero por carreteras comarcales que seguían la costa; luego cogimos la autopista. Lisa se había dormido en el asiento del copiloto. El cinturón de seguridad sujetaba su cuerpo flácido; tenía la cabeza apoyada contra la ventanilla, en un ángulo incómodo. Caroline y Julia también dormían, constaté por el retrovisor. Habíamos tapado a Julia con un saco de dormir en el asiento trasero, con la cabeza en el regazo de Caroline. Se había despertado un momento mientras la colocábamos en el coche, pero había dormido de un tirón las últimas dos horas.

Era domingo por la mañana y había poco tráfico. Sin embargo, conducir con un ojo cerrado no es coser y cantar. Veía los demás coches, pero me resultaba difícil calcular a qué distancia estaban. Yo conocía el problema, había leído sobre el tema y lo había estudiado en la universidad: con un solo ojo no ves la profundidad. Nunca había sabido exactamente cómo imaginármelo, pero ahora lo había descubierto. No es lo mismo que si mantienes un ojo cerrado un rato: el otro ojo recuerda la profundidad durante un tiempo, el mundo no se vuelve plano hasta transcurrido medio día. Entonces se vuelve tan plano como una foto: hay perspectiva, pero sin movimiento. Sólo puedes fiarte de tu experiencia. Conoces las dimensiones de un coche. La experiencia te dice que un coche que primero es pequeño y luego se va haciendo grande, muy probablemente esté acercándose.

Ya se había hecho totalmente de día. El sol iluminaba las placas de hormigón blancas de la calzada. Echaba de menos mis gafas de sol, pero me temía que con ellas vería aún peor. Cogí la salida a una gasolinera. Teníamos el depósito bastante lleno, pero mi estómago necesitaba ingerir algo. Una taza de café y un panecillo o una chocolatina.

Caroline dio una cabezada cuando detuve el coche, y a continuación abrió los ojos. Le indiqué con gestos que bajara. Ella recogió con cuidado el saco de dormir, lo enrolló para formar un cojín y lo puso debajo de la cabeza de Julia.

—Tengo que mear —dije—, y voy a comprar comida y bebida. ¿Te apetece algo? —Caroline se frotó los ojos y negó con la cabeza—. Estaba pensando que podríamos seguir de un tirón hasta casa, pero tal vez no sea muy buena idea. Quiero decir, tendremos que parar en algún momento de todos modos, no voy a poder conducir todo el día. Y tal vez regresando a casa enseguida empeoraríamos las cosas. Podríamos buscar algún hotel, en la costa o la montaña. Así hacemos algo agradable antes de volver. Para que no se acuerde sólo de lo malo.

Llevaba las últimas dos horas pensando. Especialmente, en un suceso de mi propia infancia. Me había preguntado si podía seguir conduciendo, si era sensato, con la tasa de alcohol que me circulaba por la sangre y la cabeza embotada por la falta de sueño. Debía velar por mi familia. No podíamos salirnos de la carretera. Corría el riesgo de dormirme al volante en cualquier momento. Yo conocía los síntomas. Parpadeas, y al instante siguiente ha desaparecido algo: un cartel publicitario en una colina, una casa de campo con cipreses, un asno famélico detrás de una alambrada. Te has dormido. Tal vez no más de tres segundos, pero te has dormido. De un segundo a otro han desaparecido el cartel publicitario y el asno. Saldría una breve nota en el periódico. Ni siquiera en portada. «Familia neerlandesa […] contra el guardarraíl del sentido contrario…»

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