Read Casa de verano con piscina Online

Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (24 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
7.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un ojo abierto de par en par y lagrimeante me hace pensar en un huevo frito. Un huevo frito aún crudo, cuya clara y yema líquidas tiemblan en la sartén como una medusa en la playa.

Alguien aporreó la puerta del lavabo.

—Largo —dije en neerlandés—. ¿Es que no ves que está ocupado?

Sólo podía mantener abierto el ojo dañado durante un par de segundos cada vez. No únicamente por lo repulsivo de la imagen, sino también por el intenso dolor. Como si alguien me apagara un cigarrillo en el blanco del ojo. O en el huevo frito, pensé sin poder evitarlo.

Volvieron a llamar a la puerta. Y no con simples golpecitos: tres porrazos fuertes. Se oyó una voz. Una voz de hombre que refunfuñaba algo en un idioma que no entendí a la primera.

—Maldita sea —dije.

Parpadeé un par de veces con el ojo lagrimeante, en vano. No podía volver a abrirlo sin sentir una punzada insoportable. Solté un juramento. Cogí una tira larga de papel higiénico, lo estrujé y lo sostuve un momento bajo el grifo. Me lo llevé al ojo y sentí un breve frescor y alivio.

—Ya puedes —le dije al hombre que esperaba en el pasillito medio a oscuras que conducía a la puerta del servicio.

Era un hombre en pantalones cortos y camiseta sin mangas. Tenía las mejillas, la barbilla y el labio superior sudados y sin afeitar. Iba a irme, pero lo miré otra vez. Su cara me sonaba vagamente. Y en ese mismo momento vi que él también me miró como si me reconociese de algo: un ínfimo destello en los ojos tratando de ubicarme.


I sorry
—dijo con marcado acento—.
I hurry
.

Sonrió. Mi mirada descendió a los hombros y brazos. En un brazo tenía un pequeño tatuaje: un ave, un águila que agarraba un goteante corazón rojo. En el otro brazo tenía un rastro rojo alargado, como si se hubiese rascado una herida. Una herida o una picadura de mosquito.

Me siguió la mirada y se tocó ligeramente la herida con la yema de los dedos. Se la frotó; tenía el brazo empapado en sudor. Cuando apartó los dedos, de la herida sólo quedaban unas delgadas líneas rojas. Nos saludamos una vez más con la cabeza, como hacen los conocidos lejanos, y a continuación se metió en el baño.

Al llegar a la puerta del restaurante, escruté alrededor antes de salir a la terraza. Especialmente, en dirección a la barra de la playa, donde apenas quince minutos antes varios hombres me habían retenido contra la arena. Ahora no había nadie. Ni rastro de Ralph, Stanley o las tres chicas. Con el papel húmedo todavía apretado contra el ojo lagrimeante, me abrí paso entre las pequeñas mesas. No sabía si me lo imaginaba, pero era como si el ojo me palpitara; no el ojo en sí, sino detrás del ojo, donde están los músculos y tendones que lo sostienen en su órbita, como sabía por mis estudios. De la asignatura de Oftalmología, donde sólo fingía atender. Con cada diapositiva que el profesor proyectaba en pantalla, más me encogía yo en mi silla. Había una diapositiva de un ojo que colgaba de la órbita, completamente suelto, enganchado al cráneo únicamente por unas venitas sanguinolentas. La primera vez que la vi no pude reprimir un gemido tan fuerte que el profesor interrumpió la clase para preguntar si alguien se encontraba mal.

Ahora sentía las palpitaciones detrás del ojo. Seguían a la perfección los graves que emitían los altavoces diseminados por la terraza. Tanto que era imposible distinguir un ritmo del otro.

Tal vez no estaba prestando suficiente atención, o no percibía bien la profundidad a causa del ojo cerrado. Además, la chica se levantó de su silla a mi lado, en una de las últimas mesas de la terraza, de un modo repentino y un poco brusco. Su hombro izquierdo fue a darme justo debajo de la nariz, trastabillé hacia atrás y conseguí a duras penas recuperar el equilibrio antes de ir a parar al regazo de un hombre casi desnudo.

—Perdón —le dije al hombre. Me palpé la nariz y me miré los dedos: no había sangre.

—Perdón —se excusó también la chica. Dirigió una mirada preocupada a la mano con que yo sostenía el papel higiénico contra el ojo, pero antes de que llegara a alguna conclusión equivocada le dije:

—No pasa nada, todo bien.

No era alta, pero sí gorda. Ahora me fijé de verdad por primera vez en ella, y de nuevo me encontré ante una cara vagamente familiar. Esta vez sólo tardé unos instantes en reconocerla: era la chica de la inmobiliaria… la que nos había prometido que el fontanero iría lo antes posible a nuestra casa para solucionar el problema del agua.

En ese momento supe también quién era el hombre que había aporreado la puerta del servicio: ¡el fontanero! El hombrecillo que se había subido al tejado para desatascar el depósito de agua. ¿No eran pareja, esos dos? La miré a los ojos y me di cuenta de que los tenía húmedos.

Y enrojecidos. La chica parpadeó un momento y volvió a disculparse.

Levanté una mano para darle a entender que no pasaba nada. Tal vez el fontanero acababa de romper su relación. La chica tenía manchas rojas en las mejillas. Había llorado al oír que él quería cortar. Había llorado y se había frotado los ojos y las mejillas. Por un instante, me planteé si no es injusto que las chicas con ese aspecto encima sean abandonadas. ¿O tal vez dan por hecho que ocurrirá tarde o temprano? A lo mejor ya no esperan otra cosa y les basta con que un fontanero sudoroso las bese en el cuello y les cuchichee palabras amables durante un par de semanas (o un par de horas).

—Tengo… tengo que irme —dije—. ¿Va todo bien?

Ella asintió. Era difícil saberlo con todas aquellas manchas rojas en la cara, pero me pareció que se ruborizaba de nuevo. A continuación, pasó junto a mí y desapareció en dirección al restaurante.

Nadie me prestó especial atención cuando pasé al lado de la barra. Por lo visto, los hombres que nos habían derribado a Ralph y a mí habían ido a entretenerse a otra parte. A unos cien metros, Lisa y Thomas seguían corriendo detrás de una pelota de fútbol con un grupito de niños de su edad. Por suerte no se habían enterado de nada de lo ocurrido. Poco antes de encerrarme en el servicio para mirarme el ojo, había ido a hablar con Lisa.

—Quédate por aquí, ¿vale? —le había dicho—. Si quieres algo, estoy en el baño. —Señalé el restaurante, pero tuve la sensación de que Lisa no me oía.

—Vale —respondió sin mirarme, y se alejó otra vez corriendo por la playa, detrás de Thomas y tres chicos más que iban dándole a la pelota.

Finalmente, Ralph había conseguido zafarse de los hombres que lo retenían. Soltando juramentos y vociferando, recogió la bolsa de plástico con los petardos y se largó furioso hacia la orilla. En aquel momento a mí ya me habían soltado.

—¡Ven, Marc! —gritó al irse—. ¡Deja que esos gilipollas se dediquen a defender putas si es lo que les gusta! —Pero no se volvió para ver si yo lo seguía.

No estaba claro dónde se había metido Stanley. Yo me había puesto en pie, me había sacudido la arena de la camisa y los pantalones cortos y había mirado alrededor (con un ojo).

Y en ese momento la chica letona del vodka había perdido el conocimiento. Estaba ahí con todo el mundo, con su vaso vacío en la mano, y de pronto se desplomó. Sin hacer ruido. Una hoja que cae de un árbol, no más. Los hombres se inclinaron sobre ella. La abofetearon levemente. Uno le puso un pimentero debajo de la nariz. Otro cogió un trapo húmedo de la barra y se lo aplicó en la frente. Le levantaron un párpado, pero sólo se vio el blanco del ojo. Yo desvié la mirada y me palpé involuntariamente mi propio ojo.

—Un médico —pidió alguien—. Hay que buscar a un médico.

Habría podido. Habría podido irme. Nadie me prestaba atención. Respiré hondo y miré hacia el mar. Ahora ya casi no había nadie lanzando petardos, el mar estaba negro y oscuro bajo un cielo tachonado de estrellas. En los silencios entre los graves de la música se oía el murmullo del rompiente.

—Yo soy médico —dije por fin.

Capítulo 29

Más adelante me pregunté muchas veces si las cosas habrían sido de otro modo si la chica letona se hubiese mantenido en pie. Si en tal caso hubiese llegado a tiempo. Lo he calculado a menudo, pero nunca he conseguido tenerlo claro. Es un poco como cuando le has dicho algo malo a alguien. O, al menos, tú crees que ha sido algo malo. Permaneces toda la noche despierto, reconstruyendo la conversación. Pero, a medida que pasa el tiempo, las palabras son cada vez más difusas. El día siguiente haces acopio de valor. «¿Te molestó algo de lo que te dije?», preguntas. Y te contestan: «¿De qué hablas?»

El hecho es que necesité un cuarto de hora para que la chica del vodka recuperara la conciencia. Le busqué el pulso, le puse el oído en el pecho para ver si le había entrado líquido (¡vodka!) en los pulmones. Le puse el oído entre los pechos, debería decir. Era un asunto de vida o muerte, yo lo sabía por experiencia. Las chicas de su constitución (no pesaba ni cuarenta kilos, constaté al levantarla de la arena) pueden morirse al instante por una sobredosis de alcohol. El cuerpo no sabe qué hacer con tanta bebida. No hay espacio. El corazón trabaja horas extras y bombea la sobredosis, y la sangre corre por las venas a la desesperada. No puede ir a ninguna parte. Al cabo de un rato, el corazón se rinde. Cada vez bombea con menos fuerza. Finalmente, se detiene. No podía pararme a pensar qué imagen estaba dando a aquellos hombres con mi cabeza entre los pechos de la chica. Eran pechos pequeños, apenas amortiguaban el martilleo de sus latidos. Latidos lentos y pesados. La última fase. En los próximos cinco minutos podría detenerse en cualquier momento. Le pasé el brazo izquierdo por debajo de la cabeza y se la levanté un poco. Le puse la palma de la mano derecha en el vientre. Sentí el sabor del vodka cuando apreté mis labios contra los suyos. Respiración boca a boca. He tenido que ponerla en práctica muy pocas veces. Una vez fue en un camping. Un ahogado, padre de tres hijos; había bajado por el tobogán, se había dado con la nuca contra el borde de la piscina y se había hundido como una piedra. Otra vez fue con un anciano escritor en mi consulta. Había perdido el conocimiento mientras le hacía un lavado de oídos. Me acuerdo como si fuese ayer: me quedé un instante inmóvil, con el pequeño cuenco plateado en la mano, observando el tapón de cera negra que flotaba en el agua. Y después miré al escritor. Se había caído de lado sobre la camilla. También hay veces en que un médico debe sopesar sus opciones. A quién atender primero. Todos los médicos se enfrentan tarde o temprano a este tipo de dilemas. Aunque todos lo negarían. En realidad, se trata de consideraciones de lo más simples; consideraciones sobre las que nunca puedes hablar en voz alta. Un padre con tres hijos tiene más derecho a la respiración boca a boca que un escritor cuya obra más o menos está completa. Alguien que ha dejado atrás su mejor momento, como se suele decir; hay pocas posibilidades de que se le ocurra algo nuevo. Cuando un barco se hunde, se salva primero a las mujeres y los niños. En un mundo ideal, el viejo ajado cede su plaza en el bote salvavidas a la madre joven y su hijo. Desde el punto de vista biológico, el viejo está caducado. Sería una pena que una chica joven y guapa hubiese venido desde un país tan lejano como Letonia para morirse de coma etílico en una playa remota. Yo no ignoraba cómo nos vería la gente que acababa de llegar y no sabía nada. No verían a un médico realizando procedimientos para salvar una vida, sino a un adulto que se inclina sobre una chica y aprieta sus labios contra los de ella, mientras su mano derecha está a la altura del ombligo de la chica…

Le tapé la nariz y le insuflé aire. Le apreté el abdomen con fuerza. Con una sola vez ya salió todo. Ni siquiera tuve tiempo de apartar los labios; un borbotón de vodka me entró en la boca. Y no sólo vodka. Una mezcla tóxica de vodka, comida a medio digerir y jugos gástricos. La incorporé de golpe para que no se ahogara en su propio vómito. Me lamí los labios y escupí un par de veces en la arena. El resto fue a parar al vientre y las piernas de la chica. Pero abrió los ojos y gimió un poco. Primero una gárgara que venía de muy abajo, como cuando una tubería atascada vuelve a fluir de repente, y luego sonidos articulados. Palabras en su propio idioma, parecía. En letón. Me puse en pie y le levanté los brazos por encima de la cabeza. Aire. Oxígeno. Ahora lo importante era que inspirara oxígeno. Algunos de los que nos habían sujetado a Ralph, a Stanley y a mí aplaudieron. Normalmente, éste es el mejor momento para el médico. El médico acaba de salvar una vida. Durante unos minutos recibe toda la atención. El padre de los tres niños vino al día siguiente a obsequiarme con una botella de vino. En aquel instante piensan que la cosa podría haber terminado de un modo muy distinto. Luego te olvidan.

El gentío se apartó cuando me dirigí al restaurante con el ojo izquierdo aún cerrado. Algunos me dieron palmaditas en la espalda. Alguien levantó el dedo pulgar y me guiñó un ojo. Oí murmullos elogiosos en varios idiomas. Pero sobre todo me invadió una sensación de terrible angustia. Ahora fui consciente de mi ligereza al dejar que mi hija de trece años se fuese a un bar a un kilómetro de distancia con un chico de quince años. Antes no había querido tomármelo demasiado a la tremenda. Lo cierto es que me había molestado que Ralph hubiese dado permiso a Alex y Julia sin esperarme, pero lo había dejado pasar. Aunque me costase admitirlo, había tenido otras cosas en la cabeza. Otras cosas que me habían distraído del hecho de que una chica de trece años se hubiese ido a pie por una playa oscura hacia otro bar. Intenté que mi fantasía no se desbocara. Me esforcé al máximo para poner freno a mi imaginación. «Primero el ojo», me dije. Con un ojo doloroso, palpitante y cerrado podía considerarme medio inválido. Pero cuando fui al servicio e hice un primer intento de mirar en el espejo, ya no pude evitarlo. Pensé todas las cosas que un padre piensa tarde o temprano. Bueno, todos los padres de chicas. La playa oscura. El parque oscuro entre la escuela y casa después de una fiesta de la escuela. Por allí pululaban bastantes hombres borrachos. Pensé en Alex. El chico seguramente no suponía ningún peligro para mi hija. Era un chaval amable, un poco corto, a quien le gustaba cogerla de la mano… y quién sabe, tal vez algo más. Pero, en todo caso, demasiado poca cosa si algún borracho malvado intentaba abusar de Julia en un lugar de la playa a oscuras, o en el otro bar. No pensé otras cosas. Me parecía poco probable que mi hija se comportara como la letona del vodka. Cuando estábamos de vacaciones e íbamos a algún restaurante, le dejábamos probar un sorbito de vino o cerveza, pero la verdad es que no le interesaba. Se llevaba la copa a los labios y hacía una mueca, casi parecía que lo probara más por hacernos la gracia que porque le apeteciera. Pensé sobre todo en los borrachos malvados que pudiesen creer que una chica de trece años es presa fácil. Hombres asquerosos. Hombres como Ralph, se me ocurrió de repente.

BOOK: Casa de verano con piscina
7.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wings of Love by Scotty Cade
Almost a Family by Stephanie Bond
All Bottled Up by Christine D'Abo
Snowbound with the Boss by Maureen Child
Under My Skin by Sarah Dunant
Stirring Up Trouble by Juli Alexander
Match Me by Liz Appel
Huckleberry Spring by Jennifer Beckstrand
No Regrets by Roxy Queen
Polaris by Todd Tucker