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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (22 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Los faros delanteros iluminaron un cartel al lado del camino. Un cartel con el dibujo de una tienda de campaña y el nombre del camping donde nos habíamos alojado las dos primeras noches. Ochocientos metros más. De la primera noche recordaba que a partir de ahí el camino tenía aún más pendiente, pero después de tres o cuatro curvas llegabas a la playa. Ahora, delante de nosotros por fin teníamos una recta. Aceleré un poco.

—¿Y qué os inventasteis en la Casa Blanca? —pregunté—. ¿Dónde va a ser el próximo golpe?

—De eso se trata justamente. Tal vez no sea un golpe. Quiero decir, podría ser, pero aquella tarde fuimos mucho más allá. La pena es que todo es
top secret
. Tuvimos que jurar que no comentaríamos con nadie nada de lo que se dijo. Sólo Spielberg soltó algo más adelante. Ya no sé ni qué, creo que algo irrelevante. La principal conclusión de aquella tarde de borrachera fue que las cosas serían mucho peores de lo que nadie se habría atrevido a imaginar. En todo caso, muy graves.
A fucking nightmare
. Estamos en la vigilia de una era nueva. En el futuro nada estará seguro. Literalmente. Nada. El Renacimiento empezó con la llegada de un nuevo tipo de cañón, un cañón capaz de abrir boquetes en los muros de los castillos. Ese cañón acabó con el mundo que la gente conocía, el poder cambió drásticamente de manos. En unas cuantas décadas se acabaron mil años de statu quo. Esto es lo que está pasando ahora. Nosotros, el mundo moderno, Europa Occidental, Norteamérica, partes de Asia, somos el castillo. Hemos tenido la sartén por el mango mucho tiempo. Pero pronto aparecerá algo capaz de abrir boquetes.

—¿Y qué será?

—Ya te he dicho que no puedo contarlo. Pero es distinto de lo del cañón: no es una sola cosa, sino varias a la vez.

No pude evitarlo. Al principio, la historia de Stanley apenas había captado mi atención, pero ahora me había despertado la curiosidad.

—Va, hombre, tienes que decirme algo. En serio, te prometo que no se lo contaré a nadie. —Como para dar énfasis a mis palabras, solté una mano del volante, me llevé dos dedos a los labios y luego los sostuve en alto, mientras lo miraba de soslayo—. Lo juro.

—¡Cuidado!

De repente, un coche salió de la nada y se incorporó al camino desde la derecha. Pisé el freno y di un volantazo a la izquierda. Quizá demasiado lento, quién sabe. Nos decimos que aún podemos conducir, pero la distancia de frenado se nos hace más larga. Se oyó un rozamiento cuando los dos coches se tocaron. No fue tan grave como para calificarlo de choque, pero hubo contacto. Metal contra metal. Nos quedamos atravesados en la carretera. Nos detuvimos, pero el otro coche siguió adelante como si nada. Sus luces traseras rojas desaparecieron en la curva siguiente.

—¡El muy
motherfucker
! —gritó Stanley—. ¿Has visto eso?
Jesús Christ! Fuck himl Fuck this motherfucker!

Levanté una mano del volante y me sequé la frente. Mano y frente estaban empapadas de sudor.

—Hostia puta —dije—. Hostia puta.

—¡El muy hijoputa no llevaba las luces puestas! ¿Lo has visto? Se ha tirado a la carretera a toda pastilla sin llevar luces.

—Pero si le he visto las luces de atrás, ahora, cuando ha frenado.

—Sí, porque ha frenado. Eran las de freno. Pero no llevaba las luces puestas, en serio.

En ese momento me di cuenta de que el motor se había calado. De repente se hizo un gran silencio. Se oyeron dos ruiditos sordos debajo del capó y, a lo lejos, las olas que lamían la playa. Aparte de la pinocha, ahora también olí la goma quemada.

—Venga, Marc. Vamos a darle una lección a ese marica.
We’re gonna teach the motherfucker a lesson! Yes!
—Stanley apretó el puño y golpeó la guantera con fuerza.

Respiré hondo. Agarré firmemente el volante, que también estaba empapado, con ambas manos.

—¿A qué esperas? —insistió Stanley—.
Come on, start the engines!

—Más vale que no, Stanley. He bebido demasiado. Ya podemos dar gracias de que el capullo ese no se haya parado. Me habría llevado las culpas yo de todos modos, con tanto alcohol en la sangre.

Stanley no dijo nada. Abrió su puerta y salió.

—¿Qué haces? —pregunté, pero antes de que me diese cuenta había rodeado el coche y abría mi portezuela.

—Pasa al otro asiento.

—Stanley, no es buena idea. Quiero decir, tú también has bebido. A lo mejor incluso más que yo. En todo caso, al menos lo mismo.

—Tres copas. Puede parecer que beba al ritmo de los demás, pero tardo mucho en terminarme una copa.

—Stanley…

—Vamos, Marc. Pasa ahí. El tiempo apremia. Si ese capullo llega a la playa antes que nosotros, ya no podremos hacer nada.

Mientras, no sin dificultades, me deslizaba por encima del cambio de marchas y me dejaba caer en el asiento del copiloto, tomé conciencia por primera vez de la negrura que me llenaba la cabeza. El peso que te arrastra hacia abajo cuando el efecto de la bebida empieza a desaparecer. Yo sabía cómo funcionaba. El cuerpo pide líquido. Agua. Pero, de hecho, en el momento en que lo notas ya es demasiado tarde. Sólo puedes continuar. Seguir adelante. Pensé en una jarra de cerveza. Una jarra grande. Con cerveza atacas a la negrura a traición, la pillas desprevenida.

Stanley encendió el motor y pisó el acelerador. Los neumáticos levantaron una nube de arena.


Yes!
—gritó cuando salimos propulsados—. Agárrate, Marc.

En la primera curva oí que la parte inferior del coche rascaba contra las rocas que había por todas partes a los lados del camino; en la segunda, casi nos estampamos contra un árbol.

—¡Stanley! ¡Stanley!

—¡Ahí está!

Apenas a treinta metros de nosotros se encendieron las luces rojas del otro coche, que frenaba en una curva. Stanley alternaba rápidamente las cortas y las largas.

—Voy a cegarlo. Lo tenemos, Marc, lo tenemos.

Redujo la marcha y aceleró. El motor bramaba.

—¿Has visto
Speed Demons
? —preguntó, pero no esperó respuesta—. Fue mi primer modesto éxito en Norteamérica. Una historia de mierda, lo admito, pero en ese momento fue el único guión que conseguí. Sobre carreras NASCAR. Un corredor con cáncer que quiere brillar por última vez, pero lo sacan de la carretera y muere entre las llamas.

—Stanley, por favor…

—Hay un papel pequeño, el del hermano del corredor enfermo, que interpreté yo mismo. Fue lo único divertido de todo el rodaje: me pasé un montón de horas en un
stock car
de ésos, dando vueltas a toda velocidad. A doscientos cincuenta o trescientos kilómetros por hora. Y luego le das un toquecito de nada a otro
stock car
y se pone a hacer trompos.

Ahora estábamos muy cerca del otro coche, un viejo Renault 4, según pude ver. Stanley pitó y no soltó el claxon.

—El no puede pararse, o no saldrá bien. ¡Vamos,
motherfucker
, acelera!

Dio un volantazo y apuntó hacia la derecha del guardabarros trasero. Se volvió a oír el choque de metal contra metal, más fuerte que la primera vez. Y oí que se rompía un cristal.


Got him!

El Renault derrapó en la arena y giró sobre sí mismo. Por un momento pareció que iba a volcar, uno de los laterales se levantó hasta un metro del suelo, y se quedó suspendido en el aire un segundo; pero a continuación volvió a caer sobre las cuatro ruedas. Pensé que Stanley seguiría adelante, pero puso la marcha atrás y se colocó al lado del Renault.

—¡Capullo! —le gritó al conductor, que también llevaba la ventana bajada y nos miraba con ojos asustados y muy abiertos—. ¡Ojalá te mueras hoy mismo, gilipollas! —Y entonces aceleró. Riéndose a carcajadas, condujo el coche por las últimas curvas hasta la playa—. ¡Madre mía, Marc! ¿Has visto qué cara ponía? Qué maravilla. Por una cara así vale la pena. Además, le hemos enseñado un poco de holandés gratis.

Yo no dije nada. Cuando el conductor del Renault nos miró, me había echado atrás para quedar oculto, en la medida de lo posible, por la cabeza de Stanley. El hombre iba bastante despeinado, o al menos más que la primera vez que yo lo había visto. Pero lo reconocí inmediatamente: era el propietario del camping ecológico que se negaba a cuidar debidamente de sus animales de granja.

Stanley todavía no había logrado parar de reírse. Se volvió hacia mí y levantó un brazo. Tardé un momento en comprender que quería chocar las manos.

—Dos botellas —dijo.

—¿Qué?

—Que me he bebido dos botellas de vino. Y eso sin contar unas cuantas cervezas antes de comer ni los tres coñacs que me he tomado con el café. Ahora no puedes negar que conduzco de puta madre.

Capítulo 26

En la playa había mucha gente, tanta que no encontramos enseguida a los demás. Primero buscamos en las terrazas adornadas con farolillos, y luego pasamos al lado de las hogueras ya encendidas en dirección al mar. A izquierda y derecha se elevaban cohetes. En los silencios entre un petardo y otro, el estruendo monótono de la música disco se extendía sobre la arena.

—Ahí —indicó Stanley.

Cerca de la orilla estaban Ralph y Judith, y justo después vi también a Lisa seguida de Thomas. Lisa chilló y se dejó caer en la arena, y Thomas le saltó encima.

—Llegáis justo a tiempo —dijo Ralph. Había clavado un petardo tamaño cartucho de dinamita en la arena y estaba cubriéndolo con una olla que, según parecía, se había llevado de la casa. Era una olla pesada de cobre con el culo redondeado; un caldero antiguo, pensé, de esos que se cuelgan en una cadena encima del hogar—. Atrás.

Se hizo un profundo silencio. Medio segundo más tarde se oyó el estallido y la olla había desaparecido. No la vimos saltar por los aires, no: desapareció del todo de repente. En el lugar en que había estado hasta hacía un instante, quedó un cráter de unos treinta centímetros de diámetro del cual se elevaba una espiral de humo.

—¡Mirad! —gritó Ralph—. ¡Ahí!

Al mirar donde señalaba, vimos la olla en el cielo nocturno iluminado por las explosiones de los cohetes. Era difícil calcular a qué altura estaba. ¿Cien, doscientos metros? Daba vueltas de campana, un puntito que giraba sin parar, cada vez más lejos. Poco antes de que corriésemos el riesgo de perderla de vista, empezó a caer. Pero no hacia la playa. Había descrito una elipsis y ahora se precipitaba hacia el mar. Por un instante la perdimos del todo, y luego reapareció una última vez a unos diez metros de altura sobre las olas.

—Ahí va la fianza —dijo Judith cuando la olla desapareció de la vista para siempre.

—¡Madre mía! —exclamó Ralph—. ¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis visto? Menudo ruido. Y mirad esto, ¡qué agujero! Joder, chaval. He notado como si me fuese a estallar la cabeza.

—¿Y cómo vamos a explicárselo a la inmobiliaria? —preguntó Judith.

—Mujer, ¡no te quejes tanto! Esa olla estaba en el cobertizo, no la van a echar en falta.

Le lancé una ojeada a Judith. Le apareció una arruga en la frente, justo encima de la nariz. En sus mejillas y sus ojos tembló el brillo dorado de las llamas de la hoguera.

«Es factible —pensé—. Es factible, sin más. Esta mujer. Hoy mismo.»

Pensé en lo que había ocurrido en la cocina esa mañana. Sentí una punzada en el pecho. También volvió aquella negrura que había desaparecido cuando Stanley hizo salirse de la carretera al propietario del camping. Pensé en mi hija mayor, en Julia, que debió de vernos. ¿Quién, si no ella? ¿La madre de Judith? Tal vez. Era posible. ¿Thomas? ¿Alex? ¿Lisa? Borré a Lisa de la lista: se comportaba con demasiada normalidad conmigo. Era prácticamente la única. Ahora intenté imaginarme qué podía haber visto exactamente quien había estado detrás de la puerta de la cocina. Qué podía haber oído. A lo mejor casi nada, me dije. O tal vez todo, pensé al instante siguiente.

Me planteé qué tenía que hacer. Julia. Lo mejor sería ser honesto. Bueno, honesto no, directo. «No sé qué has visto exactamente, pero la madre de Alex estaba muy triste. Y yo intentaba consolarla. Estaba triste porque… por algo que a veces entristece a las mujeres adultas. Ya te lo explicaré otro día.»

—¿Judith? —gritó Ralph—. Judith, ¿adonde vas?

Ella se había dado la vuelta y se dirigía a zancadas hacia las terrazas. No miró atrás. Ralph me sonrió y se encogió de hombros.

—Déjala, Marc —dijo—. Cuando está de ese humor, no hay nada que hacer.

Por un momento pensé en seguirla, pero deseché la idea, se me vería el plumero a la legua. Sería una señal demasiado clara. Más tarde habría algún momento adecuado. Podría presentarme ante Judith como un hombre más sensible que Ralph. Bueno, ¿qué digo? Soy más sensible que Ralph. Por eso respondí a la sonrisa de Ralph con un gesto que quería decir algo del estilo de «mujeres, seres incomprensibles».

—¿A qué vienen tantas quejas por una olla vieja? —dijo Ralph—. Si lo entiendes, me lo explicas.

—Bah —repuse—. Caroline a veces también se pone así. Y luego pretenden que nosotros nos sintamos fatal y nos pasemos un montón de rato intentando descubrir qué hemos hecho mal esta vez.

Ralph se acercó y me rodeó con un brazo.

—Ya veo que eres un experto en el tema, Marc. En cómo tratar a las mujeres. Pero bueno, claro, tú las ves todos los días en la consulta.

Noté su aliento. Olía a pescado… Yo, a mitad de la cena, había cubierto mi porción con la servilleta y el resto del tiempo había comido solamente pan. Ahora sentía el vacío en mi estómago. Lo primero era comer algo. Comer un poco y tomar una cerveza para expulsar la negrura.

—¡Todo el mundo atrás! —se oyó gritar a Stanley. Se había descalzado y estaba con el agua hasta las rodillas. Tenía un cohete en cada mano y apuntaba sonriente hacia nosotros. Vi las chispas que saltaban de ambas mechas.

—¡Apártalos! —gritó Ralph—. ¡Apártalos, capullo!

Hasta el último momento Stanley no dio media vuelta y dirigió los cohetes hacia el mar. No inclinados hacia arriba, no; horizontales. Casi al mismo tiempo salieron despedidos de sus manos. Uno trazó una trayectoria ondulada y desapareció a apenas cinco metros de la playa. El otro se alejó a ras del agua. Hasta entonces yo no había visto que había bañistas. No muchos, unos cinco, pero aun así… El cohete se hundió entre las cabezas que flotaban entre las olas. Durante un par de segundos no sucedió nada; luego se oyó un estruendo sordo y estalló un surtidor de agua hacia el cielo. Los bañistas chillaron y agitaron los brazos, pero Stanley sólo los saludó con la mano y sonrió.

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