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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (20 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Por fin me miró. Perezosamente. Una mirada neutra.

—Julia, ¡estoy hablando contigo!

Me sostuvo la mirada.

—Ya te oigo. ¿Qué quieres?

Buena pregunta, ¿qué quería? No tenía ni idea. Algo sobre un torneo de ping-pong. No, eso ya lo había dicho. Miré a mi hija a los ojos. No vi nada. Ni acusación, ni dolor. A lo mejor, simplemente la enojaba que yo siguiese en el umbral de la puerta.

—Julia, ¿estás bebiendo lo suficiente? Hoy hace mucho calor. Tienes que ir con cuidado de no deshidratarte. Bueno, todos tenéis que ir con cuidado. ¿Os preparo una jarra de limonada? —Parecía empeñado en elevar mi propio listón de tonterías. Se me veía venir a la legua.

Julia volvió a dirigir la mirada a la pantalla del portátil.

—Como quieras —dijo.

—Muchas gracias, señor —terció Alex—. O si no, Coca-Cola y ya está.

Me quedé unos segundos más. Podía añadir algo. Incluso levantar la voz: «¡No puedes hablarme así, soy tu padre!» Pero otra voz me cuchicheó que no era el momento adecuado. Que no tenía derecho a… Era la voz de la lengua culpable.

Al volver al pasillo me encontré con la madre de Judith, que justo en aquel momento salía del baño. Llevaba un albornoz blanco y la cabeza envuelta en una toalla.

—Hola, Marc —dijo. Me miró fugazmente y sonrió. Luego pasó por mi lado en dirección a su cuarto.

Miré a Judith, que se encogió de hombros e hizo un gesto con las manos. Un gesto que significaba «yo tampoco lo sé». En ese mismo momento, oímos que se cerraba la portezuela de un coche, y a continuación otra. Cuatro en total.

—¡Madre mía! —exclamó Judith—. Qué rápido han vuelto.

Me acerqué a ella y la agarré por el brazo desnudo.

—Tranquila. Nos comportamos normal y ya está. No ha pasado nada.

Fui a la puerta principal y abrí. Abajo, al lado del coche de Ralph, estaban Caroline, Stanley y Emmanuelle. Ralph estaba inclinado ante el maletero abierto.

—Buenas —dije. Otra vez demasiado animado, pero al menos esta vez sonó natural. Levanté un brazo. Sólo Caroline me miró.

—Hola —dijo.

—¡Marc! —llamó Ralph—. Ven a ayudarme. Y Stanley también. Esto pesa demasiado, en serio.

Tiró de algo que había en el maletero. Vi aparecer la aleta de la cola de un pez. Un pez gigante.

—¡Un pez espada, Marc! —exclamó Ralph—. Está claro que no podíamos dejarlo. Esta noche lo cenamos a la parrilla. ¡Esto sí que es vida, chavalote!

Capítulo 24

Aquel sábado por la noche se celebraba la fiesta del solsticio de verano. Había fuegos artificiales y fogatas en la playa. Llevábamos todo el día oyendo petardos. Los fuegos artificiales eran distintos de los de Holanda: no eran cohetes que estallaban en decenas de colores, sino exclusivamente petardos fuertes y graves. Más que fuegos artificiales, parecía fuego de artillería o un bombardeo. Estallidos que notabas en toda la caja torácica. Debajo de las costillas. Detrás del corazón.

El plan era ir todos a la playa, pero primero teníamos que comer, por supuesto. Ralph cortó el pez espada a rodajas. Con un hacha, sobre las baldosas de la terraza. Al principio, a los niños les pareció de lo más interesante, pero cada vez que blandía el hacha retrocedían un par de pasos. Salieron las entrañas: el hígado, trozos de la hueva, la vejiga natatoria y un órgano brillante marrón oscuro del tamaño de una pelota de rugby cuyo nombre nadie sabía. A veces Ralph no apuntaba bien con el hacha y saltaban pedacitos del pez y trozos de baldosa en todas direcciones.

—Ten un poco de cuidado, cariño —dijo Judith—, que queremos que nos devuelvan la fianza.

Pero Ralph estaba disfrutando tanto con la escabechina que pareció no oírla. Estaba en cuclillas, se había quitado las zapatillas. Miré sus pies descalzos; algunas veces el hacha iba a dar peligrosamente cerca de sus dedos. Miré como médico. Intenté planificar qué haría en primer lugar. Si se guardaban en frío, en un hospital podrían reimplantárselos. Alguien tendría que mantener la calma cuando Ralph se clavara el hacha en uno o más dedos. Había un médico en la sala. El médico tendría que restañar el sangrado y envolver los dedos en una toalla húmeda. Mujeres y niños podían desmayarse, quién sabe si el médico sería el único capaz de mantener la cabeza fría. «Judith! ¡Trae hielo del congelador! ¡Y una toalla húmeda! ¡Caroline, ayúdame a hacerle un torniquete en la pierna, está perdiendo demasiada sangre! Julia, Lisa, Alex, Thomas, id dentro, aquí sólo molestáis! Dejad a Emmanuelle ahí, ponedle un cojín o algo debajo de la cabeza, enseguida recuperará la conciencia…» Habría podido brillar en este papel estelar que me iba que ni pintado, pero el hacha sólo llegó en una ocasión a medio centímetro del dedo gordo de Ralph. A partir de entonces fue más cauteloso.

—¿Qué miras, Marc? Ah, ya, te está entrando hambre, ¿no? Va, haz el favor de traerme otra cerveza.

Cayó la noche. De vez en cuando, las llamas lanzaban altos lametazos desde debajo de la parrilla de la barbacoa. Estábamos en la terraza, bebiendo cerveza y vino blanco. Judith había sacado cuencos con aceitunas, anchoas y choricitos picantes. En la parrilla siseaban tacos de pez espada. Cuando miré a Judith, su rostro amarillo dorado por el fuego, bajó los ojos. Caroline tenía la mirada perdida e iba dando sorbos a su copa de vino blanco. Parecía que ella también se esforzara en no mirarme. «Estoy aquí —decía su lenguaje corporal—. Estoy aquí, pero preferiría estar en otro lugar.»

Thomas y Lisa jugaban al ping-pong. Alex y Julia volvían a compartir una tumbona al lado de la piscina. Cada uno de ellos llevaba puesto un auricular blanco del iPod de Julia. En las últimas horas había intentado unas cuantas veces establecer contacto directo con mi hija mayor, pero en vano. Si le preguntaba algo, se encogía de hombros y soltaba un profundo suspiro.

—¿Tienes ganas de ir a la playa esta noche? —le había preguntado por preguntar. Ella se encogió de hombros y suspiró—. Si no os apetece, podéis quedaros aquí —añadí, mientras notaba que me quemaban las mejillas—. Podemos jugar al Risk… o al Monopoly…

Julia se recogió el pelo y volvió a soltárselo.

—Ya veremos —dijo, y se alejó. Sin dedicarme una mirada siquiera.

Era como si todas las mujeres se hubiesen puesto de acuerdo para no mirarme más. Las únicas excepciones eran Lisa y la madre de Judith. Vera me había sonreído un par de veces durante la preparación de la cena. Y mientras Ralph daba hachazos al pez, hasta había negado con la cabeza mientras me sonreía. ¿Y Lisa? Lisa todavía me miraba como todas las niñas de once años miran a su padre. Como al hombre ideal. El hombre con quien quieren casarse cuando sean mayores.

Tenía que intentar mirar a Julia a los ojos, me dije. Sus ojos no podrían mentir. Con una mirada bastaba. En los ojos de mi hija leería la horrible verdad. O no. Era posible que estuviese imaginándomelo todo. Tal vez habían ocurrido cosas entre Alex y ella. A lo mejor se había convertido a marchas forzadas en «adulta», como solía decirse, y ya no necesitaba para nada al pesado de su padre. La biología es así. Contra la biología no hay resistencia posible.

—Lo que nos contabas esta tarde en el coche era muy interesante, Stanley —dijo Ralph mientras nos servía los primeros tacos de pescado—. Creo que Marc también querrá saberlo.

Más por educación que por interés, miré a Stanley. Si detectaba algún rastro de desgana en su rostro, no iba a insistir. Stanley clavó el tenedor en el pez espada, con lo que inmediatamente se formó un charquito de agua en su plato, cortó un buen pedazo y se lo llevó a la boca.

—Bueno —dijo.

En ese momento, desde un jardín contiguo se elevó un cohete. Ya habíamos visto otros cohetes salir disparados, pero ninguno tan cerca. Todo el mundo contuvo la respiración mientras el petardo se elevaba siseando, dejando tras de sí una estela de chispas. Después se produjo el estallido. El estallido y el resplandor. O, de hecho, fue al revés. La luz viajó más rápida que el sonido. Justo encima de nuestras cabezas, el petardo se desintegró, nuestros rostros se iluminaron en blanco a la luz de la explosión, mientras que el estallido en sí se hizo esperar. Fue como los anteriores. Duro y pesado. Un ataque relámpago. Una granada de artillería certera. Un coche bomba. Pero esta vez tan cerca que parecía que te llenaba todo el cuerpo. De dentro hacia fuera. Empezaba en la parte baja del estómago, se expandía como un trueno retumbante por el interior de tus costillas para acabar abandonando el cuerpo entre las mandíbulas y los tímpanos. Mujeres y niños chillaron. Hombres y chicos blasfemaron. Una botella se cayó y se hizo añicos en la terraza. En algún lugar de la calle se disparó la alarma de un coche.

—Joder! —gritó Ralph, que había dejado caer un trozo de pez espada en las baldosas. El estallido resonó un par de veces entre las colinas, y luego se hizo el silencio.

—Jo.

Ese era Alex. Él y Julia se habían quitado los auriculares y levantado de la tumbona. Julia miraba atemorizada alrededor. A su madre. A Ralph. A Judith. Hasta miró a Stanley y Emmanuelle. Más o menos a todo el mundo excepto a mí.

—¡Papá, papá! ¿Podemos tirar cohetes de ésos, nosotros? —Thomas llegó a la carrera desde la mesa de ping-pong—. Papá, ¿vamos a tirar petardos nosotros también?

—Esto ya no es normal —dijo Judith—. ¿Qué puñetera gracia le verán?

—Por un momento he creído que no podía respirar —afirmó Caroline.

Miré el rostro de Judith, que irradiaba una indignación sincera. Caroline se había llevado la mano al pecho y respiró hondo unas cuantas veces. En ese momento pensé en las diferencias entre hombres y mujeres. Las diferencias insalvables. Las diferencias que nunca podrías explicar.

Los hombres quieren el estallido más potente. Cuanto más fuerte, mejor. A ojos de las mujeres, esto los hace ser como chiquillos. Infantiles. Tanto que las hace sonreír compasivamente. «Es que son como niños», se comentan unas a otras. Y tienen razón. Recuerdo que a los dieciséis años me saltaba todas las instrucciones al encender petardos. Nunca usaba mecha, siempre llamas. Una llama de verdad, la llama de una cerilla o de un mechero. Quería ver fuego, no una sosa mecha consumiéndose poco a poco. No colocaba los petardos dentro de una botella vacía a una distancia segura. Los encendía en la mano. Quería sentir la potencia del cohete en mis dedos; así, parte de esa potencia pasaba a ser tuya. Las primeras veces lo sujetaba con tanta fuerza que cuando el cohete se soltó y salió disparado en dirección al cielo, se me clavaron en los dedos astillas del palo de madera. Más adelante aprendí cómo había que agarrarlos. Sin fuerza. Tenías que ofrecer la mínima resistencia posible al cohete. El cohete tenía su propia voluntad. Quería subir. En esos momentos, nunca pensaba en el carácter festivo de la noche, y aún menos en el nuevo año que estaba a punto de empezar. Pensaba en la guerra. En misiles y cañones antiaéreos. En movimientos de liberación que derribaban helicópteros y aviones de carga del enemigo, superior a nivel militar y tecnológico, con bazucas. A menudo no conseguía resistir la tentación y apuntaba un poco más horizontal de lo que podía considerarse responsable, y el cohete impactaba contra las ventanas de los vecinos del otro lado de la calle. «¡Perdón! —gritaba si se abría alguna ventana y aparecía un vecino sobresaltado—. Lo siento, ha fallado.» Ponía mi cara más angelical. La cara del futbolista que intercepta al contrario con la pierna extendida y lo deja lesionado para toda la vida. «Lo siento, he resbalado…» Siguiente cohete. Esta vez lo dirigía a un grupo de personas que estaban de fiesta un poco más arriba, en la misma calle. Era la guerra. Más valía ganar una guerra que perderla. La historia también nos lo enseña. Y la biología. Es mejor matar a alguien que dejar que te maten. Desde tiempos inmemoriales, el hombre defiende la entrada de la cueva. Personas. Animales. Si algún intruso no se da por aludido, no podrá decir que no estaba avisado. «El hombre sólo evita la batalla si la superioridad del enemigo es demasiado aplastante —nos explicaba el profesor Herzl en Biología Médica—. Si el adversario es de un nivel comparable o más débil, sopesa sus posibilidades. Aprieta los puños. Comprueba el peso de la espada en la mano. El peso de la pistola. Hace girar la torreta acorazada del tanque una fracción de segundo más rápido que su enemigo. Apunta y dispara. Sobrevive.»

Thomas estaba delante de su padre.

—¿Tienes petardos de ésos, papá?

Ralph se inclinó, recogió el trozo de pescado que se le había caído de las pinzas de la barbacoa y volvió a colocarlo sobre el fuego. Su rostro esbozó una amplia sonrisa.

—Ve a mirar en el cobertizo, chaval. Detrás de la mesa de ping-pong. Tú también, Alex.

Mientras ambos chicos corrían a la parte trasera de la casa, sentí una repentina sensación de vacío. Un vacío en algún punto detrás del corazón. Ralph había comprado petardos. Y yo no. El día anterior había pasado por delante de uno de esos chiringuitos. Era de chapa ondulada y estaba en las afueras del pueblo. Había dudado, hasta había reducido la velocidad del coche. Había pensado acercarme, al menos a mirar qué tenían. Pero como no había sitio para aparcar cerca, seguí adelante.

Ahora pensé que si tuviese dos hijos, como Ralph, habría aparcado, aunque hubiese tenido que hacerlo a cinco kilómetros. Pero tenía dos hijas. Me acordé de la Nochevieja de hacía un par de años. Contra toda lógica, había decidido comprar un paquete de cohetes y petardos. A medianoche coloqué el primer cohete en una botella de vino vacía en la acera, delante de la puerta de casa. Até las mechas de tres truenos y los disparé al aire. Pero Julia y Lisa se quedaron en el umbral. Al primer estallido retrocedieron un par de pasos dentro de la casa. Luego apareció Caroline en el umbral. Las tres me miraron. Yo tiré más cohetes. Cubrí un trueno con una lata vacía para que hiciese aún más ruido. Mientras tanto, Caroline les había dado bengalas a las niñas, pero ellas ya no volvieron a salir a la calle. Se quedaron en la puerta, con los brazos extendidos para que ninguna chispita de las bengalas fuese a caer en el felpudo. Y desde allí observaron a su padre. Un padre que, por decirlo de una vez, se comportaba de un modo muy raro. Como un niño de doce años. En tiempos de guerra, las mujeres cosen uniformes. Llenan granadas en las fábricas de munición. Eso se llama contribuir al esfuerzo de guerra. Pero disparar granadas es algo que reservan a los hombres.

—¡Papá! ¡Papá! ¿Podemos empezar a tirarlos?

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