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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (19 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Ahora era el turno de Lisa. Caminó mucho más rápido que su hermana, en un abrir y cerrar de ojos había alcanzado el borde del trampolín, donde giró tan rápidamente sobre sí misma que perdió el equilibrio y cayó de espaldas al agua. Ahora los dos chicos aplaudieron. Alex cogió la manguera que había enrollada al lado de la piscina, abrió el grifo y dirigió el chorro de agua hacia Julia. Supuse que mi hija saldría corriendo, pero se quedó donde estaba; incluso se irguió más y se puso de puntillas mientras el agua salpicaba su biquini y su vientre desnudo. Después se llevó las manos al cuello, se tiró los cabellos mojados hacia arriba como si fuese a recogérselos y luego se los volvió a soltar.

—¡Tened cuidado! —gritó Judith desde la ventana.

Era una advertencia innecesaria: se notaba que el remojón era completamente voluntario. Observé fascinado a mi hija mayor. No, no me equivocaba: detrás del chorro, donde el agua estallaba en una nube de gotitas minúsculas, bailaban los colores de un arco iris diminuto.

—¡Estamos jugando a Miss Camiseta Mojada, mamá! —gritó Thomas haciendo bocina con las manos—. Julia va ganando!

—¡Qué va! —gritó Lisa, que acababa de subir por la escalera—. ¡Ahora mójame a mí, Alex! ¡Tienes que mojarme a mí!

Judith volvió la cabeza y me miró. Vi que apenas podía aguantarse la risa. Me encogí de hombros y también reí.

—Qué niñas tan majas —dijo la madre de Judith—. Tienes suerte de tener esas hijas tan guapas, Marc. Yo en tu lugar las vigilaría muy de cerca. —Dio un paso alejándose de la ventana—. Estoy cansada, creo que iré a tumbarme un rato.

Capítulo 23

Estábamos sentados frente a la mesilla de la cocina. Judith se había servido una copa de vino blanco con dos cubitos de hielo. Yo había cogido la tercera cerveza. Entre los dos había un cuenco con aceitunas que había sacado Judith. Ambos acabábamos de encender un cigarrillo.

Durante un rato no dijimos nada. Miramos hacia fuera, hacia el jardín y la piscina, donde el concurso de Miss Camiseta Mojada ya se había acabado. Alex compartía una tumbona con Julia. Ella tenía la cabeza apoyada en el brazo de él y la mano abierta sobre su propio vientre, justo por debajo del ombligo. Thomas y Lisa habían desaparecido, pero desde detrás de la casa nos llegaban voces y el sonido de una pelota de ping-pong.

Por primera vez desde nuestra llegada a la casa, Judith y yo estábamos solos en un mismo lugar. La miré. Deslicé la mano por encima de la mesa, le cogí los dedos corazón y anular entre mi pulgar y mi dedo índice, y tiré suavemente de su mano.

—Marc… —Dejó el cigarrillo en el cenicero, suspiró hondo, lanzó una ojeada hacia fuera y me miró—. No sé, Marc… No sé si…

—Podemos ir a dar un paseo. O a la playa, en mi coche.

No le solté los dedos. Acaricié el dorso de su mano. «Podría llevarla a alguna parte», pensé. No a la playa, sino hacia las colinas, por una de las muchas carreteritas tortuosas de arena que había a lo largo de la costa. Recordaba un aparcamiento casi desierto en un claro del bosque. Desde allí habíamos tardado más de una hora en alcanzar a pie una de las calas de Ralph. Pero no teníamos por qué ir hasta la playa. El aparcamiento ya bastaba.

—No sé si mi madre… No sé qué va a pensar si luego se despierta y no estamos.

—Dejamos una notita diciendo que hemos ido a comprar algo. —Levanté la cerveza y sonreí—. A lo mejor se nos acaba la cerveza.

Judith lanzó otro vistazo hacia la puerta de la cocina, que estaba entornada.

—Marc, esto se me hace… raro. —Ahora hablaba muy bajito, casi susurrando—. Me parece raro. Me siento incómoda. Mi madre. Los niños. Tu mujer… quiero decir, pueden volver en cualquier momento.

Dejé la cerveza sobre la mesa y el cigarrillo en el cenicero, junto al suyo.

—Judith… —Me incliné por encima de la mesa y acerqué mi rostro al de ella.

Judith miró hacia fuera, hacia la piscina.

—Espera —dijo. Se soltó de mi mano, se levantó y fue de puntillas hasta la puerta. Allí se dio la vuelta y se llevó un dedo a los labios—. Sólo un vistazo.

Dejó la puerta abierta. La seguí con la mirada mientras entraba con sigilo en el comedor y luego se dirigía a la izquierda, hacia el pasillo al cual daban los dormitorios y el baño.

Cogí el cigarrillo del cenicero y di una calada. El cigarrillo de hacía poco menos de una semana en el camping me había sabido a primer cigarrillo. Había sentido el mismo mareo que a los once años en el patio de la escuela. Pero ahora los cigarrillos ya me sabían como quince años atrás, antes de dejarlo. Sabían a cigarrillo. Hacía un par de días que me había comprado un paquete propio.

Oí voces sordas procedentes de los dormitorios. Suspiré hondo y me incorporé. En el frigorífico quedaba una sola cerveza. Así pues, era imprescindible que alguien fuese a hacer la compra.

Abrí la lata y me la llevé a los labios. Seguía al lado del frigorífico cuando llegó Judith. Fue muy rápido. La rodeé con un brazo por la cintura y la acerqué hacia mí. Primero la besé en el cuello. Dejé la cerveza en la encimera. Con la mano libre, le aparté el pelo y la besé de nuevo, esta vez más cerca de la oreja. Ella rió, me puso ambas manos en el pecho y simuló que intentaba apartarme, pero apenas hizo fuerza. Dejé que mi mano bajara hasta su culo; sólo llevaba una blusa fina y abierta sobre el biquini. Pasé los dedos por debajo de la goma de las braguitas.

—Marc —susurró—, mi madre… mi madre está despierta.

—Judith —le dije al oído—. Mi querida y preciosa Judith.

Ahora sentí su mano. Sus dedos. Por la parte delantera de mi cuerpo, en mi vientre. La camisa me colgaba suelta por encima de los pantalones cortos. Judith la levantó al tiempo que desabrochaba dos botones. Me cosquilleó con las uñas por debajo del ombligo. Luego sus dedos bajaron. Sólo una pequeña distancia separaba su oreja de mis labios; una pequeña distancia que intenté recorrer en una eternidad. Mientras tanto, ya le había metido la mano entera en las braguitas. Abrí los dedos y apreté sus nalgas; primero con suavidad, luego más fuerte. Ella ladeó la cabeza e introdujo la punta de la lengua entre mis labios, lamió la punta de mi lengua y se retiró enseguida. Vi que había cerrado los ojos, como todas las mujeres. Yo los mantuve abiertos, como todos los hombres. Y puesto que tenía los ojos abiertos, veía la puerta de la cocina. Detrás del pelo de Judith. Detrás de mi brazo y mi mano (la que no estaba apretándole el culo), que seguía enredada en su pelo.

A veces te ocurre con un libro que has dejado encima de la mesa: sales un momento de la habitación, y cuando vuelves está colocado de otro modo. De la misma forma, yo tenía la absoluta certeza de que Judith había dejado la puerta entreabierta al volver. No estaba cerrada, no, sino entornada.

En todo caso, recordé que la puerta estaba entornada cuando tiré de ella hacia mí por primera vez, y que ahora estaba un poco más abierta. La rendija era más grande.

En ese mismo instante vi algo moverse detrás de la rendija. Una sombra en el suelo, apenas eso. No se oyó nada. A veces los segundos se alargan hasta crear una unidad de tiempo nueva. Una unidad de tiempo que coincide exactamente con un latido del corazón. Me quedé mirando la puerta. Tal vez lo había imaginado. Pero la sombra volvió a moverse. No había error posible: detrás de la puerta había alguien.

Saqué la mano de las braguitas de Judith y se la puse en el vientre. La aparté suavemente de mí al tiempo que sacaba la otra mano de su pelo. Ella debió de pensar que formaba parte de una especie de preludio pícaro, que yo probaba otro enfoque. Atraer. Apartar. Retrasar. Hizo un ruido entre suspiro y gemido, sonrió y puso la mano encima de la que yo tenía en su bajo vientre.

Pero abrió los ojos. Me miró la boca y vio que mis labios formaban una frase muda: «La puerta. Hay alguien detrás de la puerta.»

Judith, que seguía de puntillas, se dejó caer lentamente, con lo que quedó diez centímetros más bajita. Me miró, y vi sus pupilas, que primero se ampliaron e inmediatamente empequeñecieron. Me soltó la mano y se apartó.

—¿Quieres otra cerveza, Marc? —preguntó—. Voy a ver, espero que todavía queden.

Su voz sonó normal. Demasiado normal. Como suena una voz que se esfuerza en sonar normal. Se atusó el pelo con ambas manos. Me estiré la camisa sobre el pantalón y me abroché los botones.

Nos quedamos allí, como adolescentes pillados en plena fechoría. Vi el rubor en sus mejillas. Sin duda, mi rostro también había cambiado de color. Ya podíamos tener el pelo en su sitio y la ropa más o menos alisada, que lo que nos traicionarían serían las mejillas.

Judith dio un par de pasos atrás, en dirección a la puerta. Al mismo tiempo me hizo un gesto: «Abre el frigorífico.»

Pero no lo hice. Hice otra cosa. Más adelante me preguntaría por qué. Una corazonada, dice la gente, pero se trataba de algo más fuerte que una corazonada. Un escalofrío. Un corazón desbocado. O, mejor dicho, un corazón que deja de latir por un instante. Un instante en una película de miedo: la sábana sangrienta se retira y, efectivamente, hay alguien debajo. Un cadáver. Un cadáver con el cráneo machacado, brazos y piernas hábilmente cortados y repartidos entre varias bolsas de basura.

Fui hasta la ventana y miré fuera. En la piscina ya no quedaba nadie. La tumbona que Alex y Julia habían compartido estaba vacía.

—¿Mamá? —Me di la vuelta y vi que Judith abría la puerta de golpe—. ¿Mamá?

Me asomé por la ventana. El alféizar era demasiado bajo, y me incliné tanto hacia fuera que casi perdí el equilibrio. El corazón me latía cada vez más fuerte. Pánico. Adrenalina. El corazón se prepara para la huida. Para la huida o para la lucha. Bombea a marchas forzadas para que el oxígeno llegue lo antes posible a todos los rincones del cuerpo. Los rincones en que es más necesario: los pies, para poder echar a correr; las manos, para incrustar los puños en la cara del adversario con la máxima fuerza posible.

No vi a nadie. Escuché. Agucé el oído, como suele decirse, aunque eso es algo que sólo puede hacerse con las armas. No oí nada. Ni un soplo de aire. Las hojas colgaban inmóviles de las ramas de los árboles. A menudo, en días calurosos como aquél se oían cigarras, pero según parecía hasta para las cigarras hacía demasiado calor.

Echaba algo de menos, pero al principio no supe qué. Un sonido en el silencio. Un sonido que hasta entonces sí había oído…

¡Las pelotas de ping-pong! Pelotas de ping-pong al rebotar…

Contuve la respiración. Pero no me había equivocado. Detrás de la casa, donde estaba la mesa de ping-pong, también reinaba el silencio.

—¿Mamá? —Judith ya estaba en el comedor—. ¿Mamá?

Ahora yo también fui hacia la puerta de la cocina. Con toda la calma. Lo más normal posible. No había ocurrido nada, me decía. Todavía no. Intenté sonreír. Una sonrisa presentable. Pero tenía los labios tan secos que me dolían.

Pasé de largo junto a Judith y me dirigí en línea recta hacia la puerta principal.

—Marc…

Judith estaba en la puerta del baño. Intentó abrirla, pero estaba cerrada.

—¿Mamá? ¿Estás ahí?

—Voy a mirar fuera primero —dije y salí por la puerta principal, escaleras abajo, hacia la piscina.

Justo a tiempo, me percaté de que iba un poco demasiado rápido. No pasaba nada. No había ocurrido nada. Si mis hijas aún estaban en el jardín, no debía mostrarles ningún signo de alarma. Un padre jadeante y con la cara enrojecida transmitiría una señal equivocada. «¿Qué pasa, papá? ¡Estás como un tomate! ¡No puedes respirar! Parece que hayas visto un fantasma.»

Aminoré el paso. Me detuve al lado de la piscina desierta. Observé el agua un brevísimo segundo. La superficie, en la que se reflejaban las copas de los árboles y el cielo de un límpido azul. Durante ese segundo intenté distinguir el fondo con los ojos entornados. Pero no vi nada. Ningún cuerpo inmóvil con los cabellos flotando en forma de abanico. Sólo los pequeños azulejos azules.

Seguí hacia la parte trasera de la casa. En la mesa de ping-pong tampoco había nadie. Una raqueta a cada lado de la mesa. Una de ellas, acompañada de la pelotita.

La tienda. La cremallera estaba cerrada. No quería sobresaltar ni asustar a mis hijas, así que carraspeé.

—¿Julia…? ¿Lisa…?

Me agaché y abrí la cremallera, pero dentro no había nadie. Seguí caminando y rodeé toda la casa, hasta que volví a encontrarme delante de los escalones. Una vez más, tuve que contenerme para no subirlos de dos en dos a toda prisa.

—Mi madre está duchándose —dijo Judith, que seguía delante de la puerta del baño.

—¿Y los niños? ¿Los has visto?

Sin esperar respuesta, seguí adelante hacia el pasillo de los dormitorios. Llamé a la habitación de Alex y Thomas. No hubo respuesta, pero oí algo: un vago murmullo, como una radio encendida con el volumen muy bajito.

Abrí. Alex, Thomas, Lisa y Julia habían juntado las dos camas individuales y estaban tumbados en ellas. Thomas, en el centro, tenía un portátil sobre las piernas.

—Ah, ¡hola! —dije con voz animada. Demasiado animada, pero ya era tarde para arreglarlo—. Así que estáis aquí. —Me habría gustado abofetearme, como cuando golpeas un televisor porque la imagen se ve con nieve. Mi animación sonaba falsa por los cuatro costados.

Lisa me miró muy brevemente y Julia se comportó como si no hubiese entrado nadie. Sólo Alex se recolocó un poco entre los cojines, de modo que su brazo no estuviera tan pegado al hombro de mi hija.

Thomas se rió de algo que veían en la pantalla. Los otros tres no lo secundaron.

—¿Qué miráis? —quise saber. Tuve que repetir la pregunta antes de obtener respuesta. De Alex.


South Park
, señor.

¿Me había llamado «señor» alguna vez? No lo sabía. No lo recordaba. Sí que nos hablaba de usted, tanto a Carolina como a mí, aunque le habíamos repetido varias veces que no hacía falta.

Respiré hondo. Mi voz debía rebajar su animación impostada.

—¿Tenéis ganas de jugar un rato al ping-pong? ¿Hacemos un torneo, todos?

Una vez más, nadie respondió enseguida.

Miré a Lisa y Julia. Tal vez lo imaginé, pero me pareció que Julia no estaba realmente interesada en la pantalla del portátil. Como si se esforzara por hacer caso omiso de mí lo máximo posible.

—¿Julia? —El corazón se me volvió a desbocar. Me humedecí los labios con la punta de la lengua. Precisamente la punta de mi lengua era lo más culpable, pensé. Intenté borrar ese pensamiento, pero sólo lo logré a medias. Costara lo que costase, tenía que impedir que me temblara algo. La voz. El labio inferior. Brazos y piernas. Todo el cuerpo—. ¡Julia!

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